Publicado en Diario El Salvador
Tras el fallecimiento del papa Francisco, el cónclave para elegir al nuevo Vicario de Cristo está señalado para iniciar el 7 de mayo. No hay un tiempo límite de duración para esta solemne asamblea cardenalicia, pues el requisito es que el designado obtenga dos tercios de los votos emitidos. Siempre que se piensa en un nuevo papa, emergen especulaciones y debates sobre su perfil, de cara a las necesidades y expectativas de una institución milenaria que congrega aproximadamente 1.4 mil millones de fieles, esto es, cerca del 18 % de la población mundial.
En términos generales y además del sentir de la feligresía, dos son las principales expectativas que recaen sobre la sucesión papal, especialmente desde la sociedad laica occidental: la primera, el rol de la Iglesia como agente social en un mundo crecientemente secularizado y desigual, y, segunda, su postura sobre temas morales de amplio debate generacional.
Desde el concilio Vaticano II, concluido hace 60 años, la Iglesia Católica asumió un papel importante en la promoción de la justicia social, ya no solo a nivel de caridad individual (como hacía antes), sino cuestionando las estructuras sistémicas que marginaban a grandes sectores de la población. De allí surgió un nuevo impulso para la Doctrina Social de la Iglesia, como un llamado a la conciencia y la conversión de quienes manejaban los destinos de las naciones; pero también dio lugar a la controvertida Teología de la Liberación, una interpretación extrema que en varios países, como El Salvador, facilitó la incorporación de mucha población católica a los movimientos armados de la izquierda latinoamericana, en un contexto de dictaduras, represión y violencia estructural.
Con el ascenso del cardenal jesuita Jorge Bergoglio, investido como papa Francisco en 2013, muchos sectores creyeron o quisieron ver un nuevo giro social dentro de la Iglesia, pero Francisco mantuvo siempre un tono prudente y diplomático, lejos de la beligerancia imaginada por quienes resintieron la cruzada anticomunista de Juan Pablo II. Todo parece indicar que los electores, los 133 cardenales que no sobrepasen los 80 años de edad, mantendrán el énfasis en la espiritualidad católica posconciliar, enraizada en la fidelidad a la tradición y la apertura moderada al diálogo contemporáneo.
El segundo tema es más delicado, pues la doctrina católica parece estar cada vez más en conflicto con los cambios de creencias y consensos sociales en temas como el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, los anticonceptivos, el divorcio y el empoderamiento de la mujer al interior de la jerarquía, donde no son pocos los sectores que demandan reformas profundas y urgentes. En la pugna entre conservadores y progresistas, el papa Francisco fue catalogado dentro del segundo bloque, pues tuvo muchos gestos de comprensión y acercamiento hacia quienes se han sentido excluidos por las categorías antes mencionadas; sin embargo, es importante recalcar que la doctrina no sufrió ningún cambio sustancial bajo su papado, pues sigue siendo la misma consignada en el Catecismo de la Iglesia Católica, un volumen de aproximadamente 1,000 páginas que buena parte de los católicos no suele consultar de manera sistemática.
En este aspecto, aunque a nivel externo se presente el dilema de nombrar a un papa “conservador”, uno “moderado” o uno “liberal”, lo cierto es que la doctrina oficial se le impone a cualquiera que resulte electo, por lo que lo más probable es esperar continuidad, no grandes cambios ni revoluciones profundas. Hay que tener presente que buena parte de los temas morales en discusión provienen de enseñanzas doctrinales firmes —algunas de rango dogmático— que, por su misma conceptualización, no se pueden cambiar ni aún con la voluntad de un nuevo concilio o de una mayoría de cardenales. Lo que puede haber son cambios de actitudes, de énfasis pastoral, pero no de doctrina. En otras palabras: la Iglesia Católica seguirá siendo fiel a sí misma.