Publicado en Diario El Salvador
Si hay un tema en el que todos, absolutamente todos los sectores de la vida nacional tendríamos que estar de acuerdo, es que el fútbol salvadoreño está en la calle de la amargura desde hace varias décadas. Indicadores objetivos sobran: equipos en permanente crisis, estadios vacíos como norma, fracasos como costumbre a nivel de selección mayor, ausencia de futbolistas nacionales en ligas extranjeras importantes, etc. Lo curioso es que, a pesar de que este es un señalamiento recurrente, la dinámica decadente no ha cambiado.
Como aficionado nacido a finales de los años 60, soy de la generación que presenció cómo países que antes estaban por debajo de nosotros —muchos sin ligas profesionales medianamente armadas— y a los que les ganábamos sin complicaciones nos fueron dejando atrás: Canadá, Panamá, Jamaica y, últimamente, Nicaragua. Ni hablar del paupérrimo desempeño de los equipos nacionales en torneos regionales. Y así podría seguir el inventario de males, en un extenso diagnóstico que ya conocemos sobradamente. Pero todo eso será tinta desperdiciada en un improductivo muro de los lamentos, a menos que se propongan y ejecuten soluciones realistas, acciones concretas para sacar del estado catatónico al alicaído deporte de las mayorías.
Como punto de partida, es necesario entender que la maldición del fútbol salvadoreño es un problema de estructuras más que de personas (aunque personajes nefastos no han faltado). Esas estructuras inoperantes abarcan desde el modo en que se constituyen y gestionan los equipos de primera división hasta la manera en que se forman los jugadores y las expectativas que puede tener quien decide dedicarse profesionalmente al fútbol. La pregunta clave es si ese cambio puede ser liderado por las mismas personas que han estado enquistadas en la estructura que urge desmontar. Pareciera que no, pues es un hecho social que las estructuras obsoletas se protegen a sí mismas. De ahí que el cambio quizá deba ser conducido por actores que, hasta hoy, no se habían involucrado directamente en ese pantano, pero con la capacidad de liderazgo y poder suficiente para tirar de la carreta, superando las resistencias naturales de los obstruccionistas.
En cuanto a propuestas concretas, seguramente habrá muchas por considerar, pero hay una en particular que implica e integra múltiples soluciones necesarias: que la Liga Mayor de Fútbol adopte el modelo de franquicias fijas, con inversionistas con capacidad financiera certificada. El modelo sería análogo al de la Major League Soccer, abandonando el sistema de ascensos y descensos. Así, entre ocho y diez marcas funcionarían como asociaciones deportivas privadas o como asocios público-privados, con incentivos fiscales incluidos.
Este esquema permitiría planificar inversiones a mediano plazo. Las fuerzas básicas de cada club recibirían la atención que merecen y, con una adecuada promoción y gestión de marketing, se podría vincular al equipo con la gente y lograr que esta regresara a los estadios. Actualmente, podrían consolidarse al menos seis franquicias con viabilidad deportiva y comercial: Alianza (San Salvador), FAS y Metapán (Santa Ana), Firpo (Usulután), Águila (San Miguel) y Limeño (La Unión). También cabría explorar otras plazas como Sonsonate y San Vicente, además de un segundo equipo en San Salvador y otro en La Libertad.
Otras medidas complementarias serían: capacitar a todos los entrenadores nacionales en métodos modernos (sector con enormes deficiencias técnicas y pedagógicas), limitar a tres extranjeros por equipo (no “paquetes”), reactivar el Torneo de Copa, cambiar el formato de competencia de la liga (premiando la constancia y no la mediocridad), establecer un tope salarial realista y promover una asociación de futbolistas activos.
Ojalá la FIFA usara su poder, en coordinación con el INDES, para implementar esta reforma; sin embargo, para ello se requiere que un grupo de personas capaces y con visión de cambio dé el paso al frente y esté dispuesto a hacerse cargo de esta enorme tarea.