domingo, 14 de septiembre de 2025

EDH: progresismo oportunista


El Diario de Hoy, periódico fundado en 1936 por Napoleón Viera Altamirano, tiene en su haber casi ocho décadas siendo, en esencia, el vocero ideológico de la oligarquía agroexportadora, del firme anticomunismo y del conservadurismo más radical. Salvo algunas escaramuzas iniciales en la época del general Martínez, por el tema de la censura, su política informativa se alineó con los gobiernos militares de turno, encubriendo sus desmanes.

Durante la etapa preinsurreccional de los setenta, así como en la guerra civil, sus páginas sirvieron de plataforma para todo tipo de instigadores contra la izquierda, incluyendo publicaciones pagadas anónimas que acusaban de comunistas no solo a quienes lo eran, sino también a sectores de la sociedad civil cuyo único pecado era estar en contra de los abusos de las dictaduras que sometieron al país por décadas. En esa cuenta, aparecieron señalamientos graves y amenazantes contra Monseñor Romero y contra Ignacio Ellacuría, por mencionar solo dos nombres emblemáticos.

Después de la firma de la paz, en 1992, hubo cierta apertura en la sección informativa: por primera vez se incorporó el contraste de fuentes y se dieron espacios —aunque con reserva y cautela— a voces de izquierda, tanto del FMLN como de otros sectores intelectuales y profesionales. No obstante, la línea editorial —la nota del día y los artículos de opinión— se mantuvo fiel a su tradición: conservadurismo y anticomunismo, en una línea nostálgica por aquel capitalismo semifeudal de antaño, un día sí y otro también.

Con la llegada de Nayib Bukele a la Presidencia, en 2019, y la ruptura del bipartidismo ARENA–FMLN, El Diario de Hoy no vio con buenos ojos al outsider que irrumpía en el poder, desplazando a los sectores tradicionales. Como reacción de la derecha era lógico que actuara así. Pero, poco a poco, aquel empresariado —otrora patrocinador de ARENA, su instrumento político— entró en un compás de espera y, en los últimos años, comenzó a leer con pragmatismo la nueva realidad política y social, marcada por la seguridad ciudadana y la mejora del clima de inversión.

La crisis ideológica de El Diario de Hoy está ahí: la derecha económica e intelectual a la que representaba ya no tiene motivos reales para oponerse al rumbo económico del país, ni tampoco para enarbolar la lucha contra un comunismo reducido a nada. Ese abandono ha dejado huérfano al periódico, que se quedó anclado en egos y personalismos, refunfuñando por lo perdido. Y es que resulta imposible sostener una política editorial únicamente sobre la base de la animadversión, que suele ser irracional. Dicho de modo sencillo: el “Nayib me cae mal” tiene serios límites de cara a los lectores.

Consciente del callejón ideológico y mercadológico en que se encuentra, El Diario de Hoy ensaya ahora una jugada de supervivencia: como no le trae cuenta mantener la línea dura de derecha, abraza un progresismo oportunista, en un afán de alcanzar nuevas audiencias. El fichaje del académico Óscar Picardo, junto con periodistas damnificados por el desfinanciamiento de medios digitales opositores, permite ver al periódico enmascarado, abanderando causas sociales legítimas que siempre despreció: derechos humanos, combate a la pobreza, dignificación del salario, derechos de los trabajadores, iglesia popular y progresista, revisión histórica de mitos nacionales, servicio doméstico no dignificado y... hasta Roque Dalton en portada.

“Se verán cosas, dice la Palabra”.

Allá quien les crea que lo hacen con honestidad intelectual.

Mi hipótesis es la siguiente: su objetivo estratégico es infiltrarse en públicos incautos y bienintencionados, para no desaparecer como medio ideológico y, llegado el momento, intentar arrastrarlos hacia su verdadero propósito político, que es minar al bukelismo.

A modus operandi se le llama "entrismo", una táctica trotskista.

Suerte con eso. 😉

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Democracia para la libertad

Publicado en Diario El Salvador

La democracia como forma de gobierno tiene características básicas y, además, variantes propias del contexto en el cual se aplica. En lo esencial, supone que el poder lo ejerce el pueblo mediante elecciones libres y periódicas, a través de diversos mecanismos de representación, en el entendido de que es este colectivo quien mejor puede decidir a quién delegar la tarea de atender sus necesidades. Las variantes de cada aplicación se expresan en los énfasis que cada sociedad da a su modelo —ya sea en el fortalecimiento de la participación, en los controles sobre los funcionarios electos o en el alcance de los derechos garantizados—, de modo que la democracia nunca es una copia uniforme, sino una adaptación concreta.

En el ejercicio democrático contemporáneo hay, no obstante, un riesgo cada vez más inquietante: creer que la formalidad democrática es un fin en sí mismo, en vez de comprenderla como un medio para garantizar los derechos de la población. Cuando se incurre en este error, producto de una desconexión entre la teoría y las necesidades reales de la ciudadanía, la consecuencia inmediata es la sacralización de ciertos principios y procedimientos supuestamente democráticos, incluso a costa de dejar intactos los problemas graves que la gente exige resolver.

Lo que El Salvador vivió en las décadas posteriores a la finalización de la guerra civil es un claro ejemplo del desastre causado por esta idolatría de las formas. El bipartidismo que se instaló en todas las instancias del poder era citado frecuentemente como un ejemplo de convivencia democrática y pacífica entre quienes habían librado una guerra fratricida. Se cumplían los ciclos electorales, sí, pero las opciones y propuestas partidarias llegaron a diferenciarse únicamente por el logo. Había pesos y contrapesos, sí, pero solo como capacidad de bloquearse mutuamente para negociar privilegios entre ambos y ganar encubrimiento por reciprocidad. Se daban procedimientos judiciales apegados a Derecho, sí, pero con un marco normativo excesivamente garantista que pronto fue rebasado por las estructuras criminales. Entretanto, la inmensa mayoría de la población era abandonada por el Estado y dejada a merced de las pandillas, que pronto impusieron su reino de terror en los territorios.

De ese triste periodo en la historia del país, en el cual hubo más muertes violentas que durante la misma guerra civil, la población llegó a una conclusión demoledora, expresada en dos caras de una misma moneda: por un lado, que no tiene sentido un Estado con supuesta democracia formal, si este es incapaz de garantizar los derechos más fundamentales, que son la vida y la seguridad de sus ciudadanos; por el otro, que la defensa de estos derechos tiene prioridad absoluta sobre antiguos tecnicismos y recovecos jurídicos (con perdón de los puristas). Esta verdad de consenso no se instaló de un día para otro, sino que fue el resultado de la interacción constante entre las expectativas populares y los logros obtenidos, lo cual explica el aumento del respaldo electoral al presidente Bukele: del 53 % en 2019 al 85 % en 2024.

El devenir sociopolítico aquí referido obliga a replantear paradigmas, especialmente los de algunos académicos que, desde sus escritorios acaso bienintencionados, se refugian en la nostalgia de los principios en los cuales fueron formados, desde los cuales resulta imposible comprender realidades que no caben en sus manuales. La democracia debe servir para dar a la persona “libertad de” y “libertad para”, según la distinción planteada por el filósofo Isaiah Berlin. “Libertad de” aquello que le negó derechos fundamentales —es decir, las estructuras criminales que impusieron terror por décadas— y “libertad para” desarrollar todas sus potencialidades, construyendo las condiciones socioeconómicas y educativas apropiadas para tal fin. Así, bajo esta doble dimensión, la democracia será entendida, valorada y defendida por todos como un instrumento de desarrollo y progreso.