Publicado en Diario El Salvador.
Todas las sociedades han tenido, tienen y tendrán momentos dedicados a celebraciones, sean estas religiosas o mundanas. Esto es connatural a la humanidad, individual y colectivamente, no solo desde el punto de vista funcional —como para unificar creencias y valores, dando cohesión social— sino también como un necesario espacio para desahogar las tensiones y, al mismo tiempo, fortalecer la psique para retomar el camino en la búsqueda de las metas vitales.
Es en ese contexto anímico donde surge la necesidad social de tener los espacios adecuados para dichas celebraciones, cosa que ocurre en todas partes del mundo. En nuestro país, las villas navideñas —tanto del Centro Histórico de San Salvador como en otras ciudades— se han convertido en los lugares por excelencia para que toda la población, sin distingos de estratos sociales, acuda a contagiarse del espíritu de las celebraciones decembrinas, que cierran ciclos y abren expectativas. Sumarse a estas actividades es, además, un acto de merecida generosidad hacia sí mismos.
Y no obstante… hay quienes son alérgicos a las celebraciones, negándose ese derecho por razones tan distintas como problemáticas. Igual están en su derecho y se les respeta. El problema viene cuando intentan trasladar ese mal humor a los demás, directamente o valiéndose de subterfugios retóricos. Unas veces esos gestos de sabotaje simbólico vienen desde el más puro espíritu del Grinch, ese personaje verdoso y solitario creado por el escritor norteamericano Theodor Seuss en 1957; pero en otras ocasiones lo hacen desde fijaciones ideológicas, en un extraño afán por apagar la ilusión y la alegría de la gente.
En esa línea discursiva, hace unos días circuló una declaración de un académico, quien lanzó un sutil regaño a la población por pasarla bien en esta época, instándola a cuidarse de las emociones festivas y sus manifestaciones —luces, fuegos artificiales, shows artísticos y eventos espectaculares— ya que estas pueden “ocultar que la realidad salvadoreña tiene otras caras que permanecen y que podrían quedar invisibilizadas”.
Tal discurso plantea un falso dilema: la simpleza de “o celebran o atienden los problemas”, ignorando que en la vida existen espacios para cada tarea, sin que una cosa anule la otra. La declaración tampoco fue bien recibida porque, entre otras cosas, pareciera implicar una especie de superioridad moral entre una minoría iluminada y “consciente de la realidad” por encima de “las masas hipnotizadas y alienadas”, en velada alusión a la satisfacción que expresa la inmensa mayoría de la población por el rumbo que lleva el país.
En curioso contraste con este tipo de conminaciones, constan en la memoria histórica y en registros de audio unas palabras del Dr. Ignacio Ellacuría, quien durante un acto estudiantil universitario en 1989 —un año especialmente trágico, en los estertores de la guerra civil— animaba a un grupo de jóvenes que habían organizado un espacio artístico de liberación y esparcimiento. En la presentación del evento, el entonces rector los animó explícitamente a que, sin ignorar los problemas de entonces, tuvieran “sentido de la fiesta” e hicieran fiesta como un modo de catarsis.
Al final del día, la sana alegría es un derecho fundamental. Cargar contra la gente por divertirse en estas fiestas no deja en buen predicado a quienes se afanan crónicamente por volver hegemónico un discurso de negación de logros y exageración de necesidades, frecuentemente engendrado desde un comprensible sentimiento de mínima relevancia política. Ciertamente, las luces de esta época no son para afirmar la inexistencia de dificultades sociales por resolver, sino para reflejar y reconfortar el buen ánimo que nos impulsa a continuar con optimismo.
Dicho lo anterior, no queda más que añadir lo siguiente: ¡Felices fiestas de fin de año!

