miércoles, 31 de octubre de 2007
"El bebé de Rosemary", horror de museo.
La contraportada del DVD la presenta como "posiblemente la mejor película de horror realizada", aunque les faltó añadir un preventivo "hasta ese momento". Me imagino al público de aquella época (1968) realmente muy impresionado: la escena de la fecundación de Rosemary debió resultar perturbadora ante una sensibilidad poco acostumbrada a enfrentarse, siquiera en la imaginación, a un hecho tan horrible. Su mérito es, entonces, contextual: una película fuerte en una época donde no se hablaban ni mucho menos mostraban muchas cosas, cuando las personas palidecían de sólo imaginar un engendro diabólico que, por cierto, nunca aparece en pantalla ni siquiera parcialmente ("el peor monstruo es el que te imaginas"). Pero pasados casi cuarenta años, veo en ella un horror de museo: ya no asusta, ya no angustia; lo cual es un pecado mortal para una película con tal etiqueta. El contraste inevitable surge al pensar en otras que mantuvieron su fuerza a través del tiempo y han seguido sacudiéndonos por la efectividad con que está armada la estructura de imágenes, palabras, música, efectos, diálogos y sugerencias. Pienso así en filmes como "El exorcista" (1973) y "La profecía" (1976), de la misma forma que comparo a un Porsche 911 con un Volkswagen escarabajo: aunque diseñados por el mismo ingeniero y sin que nadie demerite en su contexto al popular carrito merecedor de la saga de "Herbie", es aquel deportivo -y no este compacto- el que todavía sigue cautivando.
El último as bajo la manga
MONOMANÍA TELEFÓNICA III
(con suerte, el capítulo final)
Pedir la baja como usuario de una compañía de teléfonos celulares y servicio de internet, una vez que se ha cumplido el plazo obligatorio contratado, no es tan sencillo como presentarse en el centro de atención personalizada y manifestarlo asertivamente: hay allí un pequeño y amable interrogatorio acerca del porqué del retiro.
Como en lo particular (y de modo más o menos absurdo) me parece poco elegante decir la verdad más simple (es decir, que tomaré una mejor oferta de servicios en otra empresa), en lugar de eso respondí con una verdad a medias: "la persona que lo tenía ya no lo va a usar". También me siento descortés cuando no escucho atentamente lo que el ejecutivo o ejecutiva de ventas quiera decirme en el afán de evitar la pérdida de un cliente, aunque en esto he notado enormes diferencias en cuanto a la habilidad persuasiva de las distintas personas que me atendieron. Pues bien: por este par de debilidades mías, resultó que a fin de cuentas (y diría que casi por casualidad) he logrado lo que no me proponía: seguir allí, en condiciones más favorables.
Hace más de un año lo viví cuando me disponía a cambiarme de proveedor de internet (sigo con los mismos) y ahora lo he vuelto a experimentar con esto de los telefonitos. La estrategia utilizada por ellos en ambos casos se basó en la existencia de planes de consumo prácticamente secretos, tarifas y condiciones de comercialización que no las anuncian abiertamente ni se encuentran en ningún catálogo ni en su sitio web, pues sólo las ofrecen en privado en casos como el mío: un cliente antiguo, libre de contrato y que piensa marcharse. He aquí su as bajo la manga: una oferta irresistible que echó por tierra todo el razonamiento que me llevó a pedir la baja.
El epílogo es un tanto curioso: después de seis semanas de debates, indecisiones y tormentosas monomanías conversatorias, sí contraté un nuevo plan en otra compañía (que estará con "migo")... ¡pero todavía tengo activos los números y aparatos de la empresa inicial! Como el gasto total proyectado representará, con la mesura debida, apenas los dos tercios de lo que la familia en conjunto gastaba antes, ¿será entonces que la competencia es la mejor garantía a favor del consumidor?
(con suerte, el capítulo final)
Pedir la baja como usuario de una compañía de teléfonos celulares y servicio de internet, una vez que se ha cumplido el plazo obligatorio contratado, no es tan sencillo como presentarse en el centro de atención personalizada y manifestarlo asertivamente: hay allí un pequeño y amable interrogatorio acerca del porqué del retiro.
Como en lo particular (y de modo más o menos absurdo) me parece poco elegante decir la verdad más simple (es decir, que tomaré una mejor oferta de servicios en otra empresa), en lugar de eso respondí con una verdad a medias: "la persona que lo tenía ya no lo va a usar". También me siento descortés cuando no escucho atentamente lo que el ejecutivo o ejecutiva de ventas quiera decirme en el afán de evitar la pérdida de un cliente, aunque en esto he notado enormes diferencias en cuanto a la habilidad persuasiva de las distintas personas que me atendieron. Pues bien: por este par de debilidades mías, resultó que a fin de cuentas (y diría que casi por casualidad) he logrado lo que no me proponía: seguir allí, en condiciones más favorables.
Hace más de un año lo viví cuando me disponía a cambiarme de proveedor de internet (sigo con los mismos) y ahora lo he vuelto a experimentar con esto de los telefonitos. La estrategia utilizada por ellos en ambos casos se basó en la existencia de planes de consumo prácticamente secretos, tarifas y condiciones de comercialización que no las anuncian abiertamente ni se encuentran en ningún catálogo ni en su sitio web, pues sólo las ofrecen en privado en casos como el mío: un cliente antiguo, libre de contrato y que piensa marcharse. He aquí su as bajo la manga: una oferta irresistible que echó por tierra todo el razonamiento que me llevó a pedir la baja.
El epílogo es un tanto curioso: después de seis semanas de debates, indecisiones y tormentosas monomanías conversatorias, sí contraté un nuevo plan en otra compañía (que estará con "migo")... ¡pero todavía tengo activos los números y aparatos de la empresa inicial! Como el gasto total proyectado representará, con la mesura debida, apenas los dos tercios de lo que la familia en conjunto gastaba antes, ¿será entonces que la competencia es la mejor garantía a favor del consumidor?
sábado, 27 de octubre de 2007
Hechos fijos entre opciones móviles
MONOMANÍA TELEFÓNICA II
En esto de elegir entre compañías de telefonía móvil, algo obsesivo ha ocurrido en las últimas semanas, pues inmerso entre toneladas de logotipos y ofertas de aquí y allá, me resulta un tanto difícil tomar la decisión correcta en aras de optimizar el presupuesto, sin dejarme llevar por esos auténticos cantos de sirena con que nos pretenden seducir los publicistas.
He llegado a sentirme como Lenny, el protagonista "Memento", lleno de papeles y anotaciones cuyo sentido puede cambiar en cada nuevo y fugaz episodio de la memoria a corto plazo. Así pues, para evitar tatuarme las conclusiones de esta ya dilatada exploración, he considerado oportuno dejar aquí constancia de ellas, no tanto para ayudar a terceros como para recordármelas a mí mismo, ahorrarme repetitivos debates internos y evitar un colapso mental.
Hecho #1:
No se puede tener un celular por menos de $10 mensuales.
Una evidencia, toda vez tengamos el cuidado de leer la letra pequeña. Un teléfono de pre-pago tampoco es más barato, pues la única recarga que lo deja habilitado por treinta días es, precisamente, la de diez dólares (de otra forma, no se tiene un celular realmente activo, sino sólo medio teléfono para recibir llamadas). Aún hay algunos funcionando con planes menores a esta cantidad, pero todas las compañías han retirado ya esa opción de su comercialización y no es posible renovarlos en esas condiciones, por lo que más temprano que tarde el usuario se verá obligado a adquirir un plan con las tarifas actuales, debido a la caducidad o fallecimiento del aparato.
Hecho #2:
Lo único que el usuario puede gestionar es "cómo hablar más", pero nunca "cómo pagar menos".
Así es, consumidores: todos los cálculos, hipótesis y proyecciones posibles sólo apuntan a la posibilidad de "sacarle más jugo" a la cuota que se paga (especialmente si se elige la misma compañía con que están la mayoría de nuestro círculo de amigos). Evidentemente, un mal plan puede hacer que el gasto suba más de la cuenta, pero el límite bajo es inamovible.
Hecho #3:
Llamar desde un celular de pre-pago ("de tarjeta") es más caro que hacerlo desde un celular de post-pago ("de línea").
El costo por minuto en la modalidad pre-pago casi duplica a los de post-pago. La única excepción parece ser un nuevo plan de nueve centavos el minuto, pero aplicable únicamente en llamadas a móviles de la misma compañía. Admitamos que esto podría ser ventajoso en circunstancias muy específicas y determinadas, salvo que el usuario cometa el error de llamar a un teléfono de otra compañía (que no siempre puede saberlo anticipadamente), encontrándose con la desagradable sorpresa de una cuota altísima, como para compensar la oferta anterior.
Hecho #4:
Sólo conviene pedir cobro al segundo exacto si uno acostumbra hacer llamadas cortísimas.
Hice una tabla comparativa entre el valor real de una llamada, a partir de los veinte centavos por minuto redondeado contra los veintitrés centavos por minuto en la modalidad de cobro al segundo, variando en cinco segundos su duración. Según esto, la probabilidad de que una llamada cobrada al segundo exacto salga más barata que una cobrada al minuto redondeado es la siguiente, según la duración:
Hecho #5:
El "seguro" del teléfono en planes post-pago es, en realidad, una venta a plazos y con intereses.
Hagan la cuenta y verán: dieciocho cuotas de tres dólares, más la activación, suman sesenta y cuatro dólares por el teléfono "gratis" que proporcionaron con ese plan. Sin seguro, sustituir uno cuesta alrededor de veinticinco dólares.
De todo lo dicho anteriormente, sólo espero que mis gastos mensuales en este rubro vuelvan a estar en un nivel austero y, sobre todo, que el proyectado ahorro no sirva para costear en mí ningún tratamiento derivado de esta monomanía.
En esto de elegir entre compañías de telefonía móvil, algo obsesivo ha ocurrido en las últimas semanas, pues inmerso entre toneladas de logotipos y ofertas de aquí y allá, me resulta un tanto difícil tomar la decisión correcta en aras de optimizar el presupuesto, sin dejarme llevar por esos auténticos cantos de sirena con que nos pretenden seducir los publicistas.
He llegado a sentirme como Lenny, el protagonista "Memento", lleno de papeles y anotaciones cuyo sentido puede cambiar en cada nuevo y fugaz episodio de la memoria a corto plazo. Así pues, para evitar tatuarme las conclusiones de esta ya dilatada exploración, he considerado oportuno dejar aquí constancia de ellas, no tanto para ayudar a terceros como para recordármelas a mí mismo, ahorrarme repetitivos debates internos y evitar un colapso mental.
Hecho #1:
No se puede tener un celular por menos de $10 mensuales.
Una evidencia, toda vez tengamos el cuidado de leer la letra pequeña. Un teléfono de pre-pago tampoco es más barato, pues la única recarga que lo deja habilitado por treinta días es, precisamente, la de diez dólares (de otra forma, no se tiene un celular realmente activo, sino sólo medio teléfono para recibir llamadas). Aún hay algunos funcionando con planes menores a esta cantidad, pero todas las compañías han retirado ya esa opción de su comercialización y no es posible renovarlos en esas condiciones, por lo que más temprano que tarde el usuario se verá obligado a adquirir un plan con las tarifas actuales, debido a la caducidad o fallecimiento del aparato.
Hecho #2:
Lo único que el usuario puede gestionar es "cómo hablar más", pero nunca "cómo pagar menos".
Así es, consumidores: todos los cálculos, hipótesis y proyecciones posibles sólo apuntan a la posibilidad de "sacarle más jugo" a la cuota que se paga (especialmente si se elige la misma compañía con que están la mayoría de nuestro círculo de amigos). Evidentemente, un mal plan puede hacer que el gasto suba más de la cuenta, pero el límite bajo es inamovible.
Hecho #3:
Llamar desde un celular de pre-pago ("de tarjeta") es más caro que hacerlo desde un celular de post-pago ("de línea").
El costo por minuto en la modalidad pre-pago casi duplica a los de post-pago. La única excepción parece ser un nuevo plan de nueve centavos el minuto, pero aplicable únicamente en llamadas a móviles de la misma compañía. Admitamos que esto podría ser ventajoso en circunstancias muy específicas y determinadas, salvo que el usuario cometa el error de llamar a un teléfono de otra compañía (que no siempre puede saberlo anticipadamente), encontrándose con la desagradable sorpresa de una cuota altísima, como para compensar la oferta anterior.
Hecho #4:
Sólo conviene pedir cobro al segundo exacto si uno acostumbra hacer llamadas cortísimas.
Hice una tabla comparativa entre el valor real de una llamada, a partir de los veinte centavos por minuto redondeado contra los veintitrés centavos por minuto en la modalidad de cobro al segundo, variando en cinco segundos su duración. Según esto, la probabilidad de que una llamada cobrada al segundo exacto salga más barata que una cobrada al minuto redondeado es la siguiente, según la duración:
100% probabilidad -> si dura de 1 a 50 seg.
80% probabilidad -> si dura de 50 a 100 seg.
50% probabilidad -> si dura de 1:40 a 3:00 min.
42% probabilidad -> si dura de 3 a 4 min.
30% probabilidad -> si dura de 4 a 5 min.
17% probabilidad -> si dura de 5 a 6 min.
Hecho #5:
El "seguro" del teléfono en planes post-pago es, en realidad, una venta a plazos y con intereses.
Hagan la cuenta y verán: dieciocho cuotas de tres dólares, más la activación, suman sesenta y cuatro dólares por el teléfono "gratis" que proporcionaron con ese plan. Sin seguro, sustituir uno cuesta alrededor de veinticinco dólares.
De todo lo dicho anteriormente, sólo espero que mis gastos mensuales en este rubro vuelvan a estar en un nivel austero y, sobre todo, que el proyectado ahorro no sirva para costear en mí ningún tratamiento derivado de esta monomanía.
miércoles, 24 de octubre de 2007
Nada claro
MONOMANÍA TELEFÓNICA I
Como resultado del repentino pero previsible fallecimiento de mi antiguo teléfono celular (cuya pantalla animada mostraba un perro lanudo y campestre sacudiéndose las moscas cada quince segundos), así como de la revisión del presupuesto familiar asignado al área de comunicaciones, quise cambiarme de compañía telefónica en aras de la economía y, de paso, la renovación de los aparatos (esto último, imposible durante el presente mes, por inexplicable desabastecimiento).
Pues bien: luego de cuatro semanas de deambular por aquí y por allá, interrogar vendedores de toda la competencia y hacer minuciosos cálculos... resulta que aún estoy donde al principio. ¿La razón principal?: el desprecio que he sufrido hasta en tres formas por parte de la empresa hacia donde pensé emigrar.
La primera sensación negativa fue como de ir a suplicar, por la desganada y ciertamente mezquina "atención" al cliente de la agencia que queda a la vuelta de mi casa (¿será que a las cinco de la tarde todos quieren irse ya?). El segundo intento duró casi tres semanas, cuando no lograron responderme con un "sí" o un "no" a mi solicitud debidamente documentada, hecho por el cual acabé retirando la petición. La tercera fue una cuestión de orgullo personal y merece un párrafo aparte.
La información no la pedí yo, pues fui abordado por una vendedora de quiosco en un centro comercial. El plan me pareció interesante; el modelo de teléfono móvil, bastante práctico; el desembolso, razonable y el ahorro, justificado. Pues bien, tras haber presentado todos los acrónimos en regla (DUI, NIT, ISSS, ANDA, DELSUR, etc.) y firmar por revés y derecho un bloque de catorce páginas (solicitud, contrato en letra ínfima y pagarés en blanco, ilegales pero ineludibles), recibí una llamada el día pactado para la entrega del aparato, pero no para efectuarla sino para comunicarme que... ¡la documentación había sido rechazada! ¿La razón?: porque en el último documento escribí "Rafael F. Góchez" debajo de la firma idéntica a sí misma a todas luces, en vez de poner mi nombre completo. La nueva exigencia fue, entonces, presentarme de nuevo al lugar donde hice los trámites y volver a firmar el documento en cuestión, escribiendo de mi puño y letra mis dos nombres y dos apellidos.
¿Qué les pasa, qué les sucede?
Tras meditarlo un poco, le expresé a la vendedora que me sentía vejado como cliente potencial. Para esta gente, no basta que uno tenga décadas viviendo en su casa, laborando en su trabajo y pagando sus cuentas al día. Van al descaro pidiendo firmas a diestra y siniestra, para salir con una frivolidad o idiotez semejante (lo que calce mejor). El mensaje subyacente es: "si nos pone su nombre abreviado, no podremos demandarlo cuando no nos pague". Opté entonces por manifestar mi postura ya inflexible y mandarlos a donde se merecen, con toda la diplomacia del mundo: si la documentación así presentada es suficiente, procedo a la compra; si no, no hay trato.
Y no lo hubo ni lo habrá.
Supongo que esto no los llevará a la quiebra y a mí tampoco me dejará incomunicado (aún estoy donde estaba y todo indica que esperaré otro par de semanas y acabaré renovando por dieciocho meses más). Pero han quedado en evidencia, señores: es que, pese a su publicidad millonaria, ustedes nunca se pusieron "claros".
Como resultado del repentino pero previsible fallecimiento de mi antiguo teléfono celular (cuya pantalla animada mostraba un perro lanudo y campestre sacudiéndose las moscas cada quince segundos), así como de la revisión del presupuesto familiar asignado al área de comunicaciones, quise cambiarme de compañía telefónica en aras de la economía y, de paso, la renovación de los aparatos (esto último, imposible durante el presente mes, por inexplicable desabastecimiento).
Pues bien: luego de cuatro semanas de deambular por aquí y por allá, interrogar vendedores de toda la competencia y hacer minuciosos cálculos... resulta que aún estoy donde al principio. ¿La razón principal?: el desprecio que he sufrido hasta en tres formas por parte de la empresa hacia donde pensé emigrar.
La primera sensación negativa fue como de ir a suplicar, por la desganada y ciertamente mezquina "atención" al cliente de la agencia que queda a la vuelta de mi casa (¿será que a las cinco de la tarde todos quieren irse ya?). El segundo intento duró casi tres semanas, cuando no lograron responderme con un "sí" o un "no" a mi solicitud debidamente documentada, hecho por el cual acabé retirando la petición. La tercera fue una cuestión de orgullo personal y merece un párrafo aparte.
La información no la pedí yo, pues fui abordado por una vendedora de quiosco en un centro comercial. El plan me pareció interesante; el modelo de teléfono móvil, bastante práctico; el desembolso, razonable y el ahorro, justificado. Pues bien, tras haber presentado todos los acrónimos en regla (DUI, NIT, ISSS, ANDA, DELSUR, etc.) y firmar por revés y derecho un bloque de catorce páginas (solicitud, contrato en letra ínfima y pagarés en blanco, ilegales pero ineludibles), recibí una llamada el día pactado para la entrega del aparato, pero no para efectuarla sino para comunicarme que... ¡la documentación había sido rechazada! ¿La razón?: porque en el último documento escribí "Rafael F. Góchez" debajo de la firma idéntica a sí misma a todas luces, en vez de poner mi nombre completo. La nueva exigencia fue, entonces, presentarme de nuevo al lugar donde hice los trámites y volver a firmar el documento en cuestión, escribiendo de mi puño y letra mis dos nombres y dos apellidos.
¿Qué les pasa, qué les sucede?
Tras meditarlo un poco, le expresé a la vendedora que me sentía vejado como cliente potencial. Para esta gente, no basta que uno tenga décadas viviendo en su casa, laborando en su trabajo y pagando sus cuentas al día. Van al descaro pidiendo firmas a diestra y siniestra, para salir con una frivolidad o idiotez semejante (lo que calce mejor). El mensaje subyacente es: "si nos pone su nombre abreviado, no podremos demandarlo cuando no nos pague". Opté entonces por manifestar mi postura ya inflexible y mandarlos a donde se merecen, con toda la diplomacia del mundo: si la documentación así presentada es suficiente, procedo a la compra; si no, no hay trato.
Y no lo hubo ni lo habrá.
Supongo que esto no los llevará a la quiebra y a mí tampoco me dejará incomunicado (aún estoy donde estaba y todo indica que esperaré otro par de semanas y acabaré renovando por dieciocho meses más). Pero han quedado en evidencia, señores: es que, pese a su publicidad millonaria, ustedes nunca se pusieron "claros".
domingo, 21 de octubre de 2007
Mi "top five" de baladas fresa
Como casi todo adjetivo que se refiere a fenómenos humanos, la clasificación "fresa" está relacionada con grupos y estándares sociales. En este caso, suele aplicarse a un estilo de vida (forma de hablar, vestir y lucir), gustos que fortalecen la propia percepción de la persona como algo fino, estilizado, a la moda y en contraste con lo considerado tosco, rudo o vulgar. El estilo "fresa" requiere de un gasto importante de dinero para realizarse y sus detractores lo catalogan como superficial y vanidoso en extremo.
Uno de los aspectos que conforman esta cultura es el mundo radial adolescente, inundado de ese tipo de música "fresa": comercial, popular, industrial y repetitiva. Dentro del amplio y mayoritariamente insoportable repertorio tenemos varios subgéneros tales como el "pop" rítmico y bailable, además de algo que podría llamarse "rock light" y, por supuesto, las baladas románticas. Estas últimas se caracterizan por tener letras fáciles tejidas en melodías pegajosas y lacrimógenas con círculos armónicos convencionales; las multitudes las entonan o tararean con los brazos ondeando en alto en conciertos multitudinarios, en los cuales nunca se sabe si se oyen más los gritos del público que la música en sí.
El contacto circunstancial con este género me resulta inevitable: al pasar por las estaciones de radio o televisión, de una u otra forma se filtran y a veces hasta es posible estacionarse ahí por un momento; además, mi trabajo me permite el contacto diario con adolescentes de diversas edades y uno ve, oye y quizá hasta absorba tales productos. Cabe señalar, no obstante, que muchos de los intérpretes de estas canciones poseen indudables méritos musicales y en algunos casos hasta voces privilegiadas: no cualquiera tiene el conjunto de habilidades requeridas para cautivar a tantas personas y convertirse en icono de la cultura popular.
Luego de los anteriores párrafos introductorios, voy a lo que vine: confesar mis cinco baladas fresa preferidas, algunas de ellas a tal punto que podría escucharlas varias veces seguidas y luego otras tantas dentro de mi cabeza. ¿Qué argumentos objetivos puedo dar para esta lista? No es ni el altísimo nivel poético de las letras ni las especiales filigranas de la música; es más: algunas de ellas ni siquiera tienen voces espectaculares y sus acordes son tan fáciles de extraer que hasta un principiante podría hacer un acompañamiento mínimo. Tampoco están ligadas a ningun evento especial de mi vida pasada. Digo, entonces, que son inexplicables, pues cada una de ellas tiene un algo especial e indefinible que las ha puesto en tal especial lugar.
Helas aquí, vienen de distintas épocas y están en elemental orden alfabético.
- "Cielo" - Benny Ibarra.
- "Completamente enamorados" - Chayanne.
- "Entra en mi vida" - Sin bandera.
- "La vida después de ti" - Lu.
- "Yo sin ti" - Ricardo Montaner.
¡Vaya: que todos tenemos nuestras debilidades!
Uno de los aspectos que conforman esta cultura es el mundo radial adolescente, inundado de ese tipo de música "fresa": comercial, popular, industrial y repetitiva. Dentro del amplio y mayoritariamente insoportable repertorio tenemos varios subgéneros tales como el "pop" rítmico y bailable, además de algo que podría llamarse "rock light" y, por supuesto, las baladas románticas. Estas últimas se caracterizan por tener letras fáciles tejidas en melodías pegajosas y lacrimógenas con círculos armónicos convencionales; las multitudes las entonan o tararean con los brazos ondeando en alto en conciertos multitudinarios, en los cuales nunca se sabe si se oyen más los gritos del público que la música en sí.
El contacto circunstancial con este género me resulta inevitable: al pasar por las estaciones de radio o televisión, de una u otra forma se filtran y a veces hasta es posible estacionarse ahí por un momento; además, mi trabajo me permite el contacto diario con adolescentes de diversas edades y uno ve, oye y quizá hasta absorba tales productos. Cabe señalar, no obstante, que muchos de los intérpretes de estas canciones poseen indudables méritos musicales y en algunos casos hasta voces privilegiadas: no cualquiera tiene el conjunto de habilidades requeridas para cautivar a tantas personas y convertirse en icono de la cultura popular.
Luego de los anteriores párrafos introductorios, voy a lo que vine: confesar mis cinco baladas fresa preferidas, algunas de ellas a tal punto que podría escucharlas varias veces seguidas y luego otras tantas dentro de mi cabeza. ¿Qué argumentos objetivos puedo dar para esta lista? No es ni el altísimo nivel poético de las letras ni las especiales filigranas de la música; es más: algunas de ellas ni siquiera tienen voces espectaculares y sus acordes son tan fáciles de extraer que hasta un principiante podría hacer un acompañamiento mínimo. Tampoco están ligadas a ningun evento especial de mi vida pasada. Digo, entonces, que son inexplicables, pues cada una de ellas tiene un algo especial e indefinible que las ha puesto en tal especial lugar.
Helas aquí, vienen de distintas épocas y están en elemental orden alfabético.
- "Cielo" - Benny Ibarra.
- "Completamente enamorados" - Chayanne.
- "Entra en mi vida" - Sin bandera.
- "La vida después de ti" - Lu.
- "Yo sin ti" - Ricardo Montaner.
¡Vaya: que todos tenemos nuestras debilidades!
lunes, 15 de octubre de 2007
Una película de miedo
La semana pasada vimos la película "El descenso" con el grupo de adolescentes que tengo a mi cargo en la materia de lenguaje. Originalmente, tocaba ver un filme relacionado con temas históricos, conforme al programa, pero viendo su estado de ánimo y considerando además que ya antes habían visto "Romero" (de 1989, la única película sobre temas salvadoreños que merece verse), decidimos dedicar ese espacio para una película recreativa.
En mi análisis previo únicamente cupieron tres posibilidades genéricas: comedia, acción o miedo. Descarté la primera opción porque la mayoría de cintas son muy conocidas y el efecto se pierde a la segunda vez que uno las mira. En cuanto a la segunda posibilidad, el mercado está inundado, la mayoría de corte y sello norteamericano, y no creí digno dedicar mis horas de clase para hacerles eco. Me quedé, pues, con la tercera posibilidad: una buena película de miedo que no fuera muy conocida por ellos. La elegida estuvo poco tiempo en cartelera hace un par de años y, aunque la han dado recientemente en varios canales de televisión por cable, tampoco es de las más comunes o de referencia obligada entre la cultura juvenil.
La trama es bastante sencilla: un grupo de amigas en busca de adrenalina, emociones fuertes a través de pasatiempos extremos, como lanzarse en una balsa a través de los rápidos de un río, saltar de rascacielos dependiendo sólo de una cuerda teóricamente resistente o, como es el caso, una especie de alpinismo subterráneo, es decir, la exploración de cavernas. Desde el planteamiento inicial ya se ve que en esta aventura algo saldrá mal e irá aún a peor. Además de los recursos normales en este tipo de obras (golpes orquestales y efectos sonoros repentinos, apariciones sorpresivas, etc.), que manipulan hábilmente el temor básico del ser humano ante los ruidos fuertes y la oscuridad, se añade la sensación de claustrofobia, dando como resultado una tensión agobiante que es, paradójicamente, la gracia y el gusto de la película. Excepto una pequeña pesadilla al final, no hay aquí ningún elemento sobrenatural ni diabólico, aunque sí criaturas hipotéticas que, en la lógica de la evolución, podrían existir.
La exhibición fue un éxito rotundo... en todo sentido. Me explico: chicos y chicas realmente sintieron miedo, terror verdadero, en carne propia y hasta la médula de los huesos, como para que se les erizaran hasta los vellos de debajo de las orejas y sintieran las palpitaciones de su joven corazón irrigando de adrenalina hasta el último rincón de su cuerpo en desarrollo. Las evidencias principales no fueron sólo los gritos colectivos propios de un paseo por la "casa del horror" (pues estos son bastante comunes e incluso esperados, sin descontar los de algunos que los exageran, como parte de la guasonería que impera en el colectivo ante escenas así). Fue cuando salieron de la sala que noté aún la excitación y nerviosismo en el tono de sus rostros y la naturaleza de sus comentarios, aunque la reacción unánime fue un estruendoso aplauso cuando comenzaron a pasar los créditos aún en la oscuridad.
Sin embargo, una ligera duda me inquietó en las horas posteriores a este notable suceso: ¿no habrá sido... demasiado? Me justifico en un honesto "no" y explico mis argumentos.
La única clasificación verificable a través de internet en países latinoamericanos es la de Argentina y Brasil, donde la ubican como apta para dieciséis años (no tengo registros de para qué edad fue clasificada en nuestro país, aunque conociendo los criterios que manejan los encargados de estos asuntos, y dado el casi nulo contenido sexual de la película en cuestión, supongo que andaría por los quince años, menores acompañados de un adulto). Estos jovencitos y jovencitas ya han visto, en el cine y en su casa, películas como "El aro", que asusta mucho, y "Destino final", que salpica bastante sangre y vísceras. Es posible incluso que hayan brincado de sus asientos con el hábil tejido de "Los otros". También conocían, por literatura y también en película, a los morlock, esa horrible especie subterránea y antropofágica que ideó H.G. Wells en "La máquina del tiempo". En suma: suponerlos aptos y resistentes no es descabellado.
Pese a lo anterior, quizá lo pensaría un par de veces más si me tocara decidirlo de nuevo. De momento, confío en que los temores subsecuentes, si los hubiere, serán ahuyentados a partir de la razón y, como debe ser, con la asistencia paternal y maternal (con lo cual esta experiencia habrá contribuido a la unidad familiar). A la fecha, no tengo noticia de secuelas graves (como hospitalizaciones por problemas nerviosos) y, desde el fondo de mí, espero que estas posibilidades sólo sean temores irracionales e infundados, producto del masivo momento.
Pero, en resumen y al final de cuentas... ¡qué va! Después de todo, ¿no tendría la vida algo menos de sabor si de vez en cuando el recuerdo del miedo que sentimos ante una de estas películas no asomara en nuestra memoria, rodeados de la oscuridad de la noche perenne?
En mi análisis previo únicamente cupieron tres posibilidades genéricas: comedia, acción o miedo. Descarté la primera opción porque la mayoría de cintas son muy conocidas y el efecto se pierde a la segunda vez que uno las mira. En cuanto a la segunda posibilidad, el mercado está inundado, la mayoría de corte y sello norteamericano, y no creí digno dedicar mis horas de clase para hacerles eco. Me quedé, pues, con la tercera posibilidad: una buena película de miedo que no fuera muy conocida por ellos. La elegida estuvo poco tiempo en cartelera hace un par de años y, aunque la han dado recientemente en varios canales de televisión por cable, tampoco es de las más comunes o de referencia obligada entre la cultura juvenil.
La trama es bastante sencilla: un grupo de amigas en busca de adrenalina, emociones fuertes a través de pasatiempos extremos, como lanzarse en una balsa a través de los rápidos de un río, saltar de rascacielos dependiendo sólo de una cuerda teóricamente resistente o, como es el caso, una especie de alpinismo subterráneo, es decir, la exploración de cavernas. Desde el planteamiento inicial ya se ve que en esta aventura algo saldrá mal e irá aún a peor. Además de los recursos normales en este tipo de obras (golpes orquestales y efectos sonoros repentinos, apariciones sorpresivas, etc.), que manipulan hábilmente el temor básico del ser humano ante los ruidos fuertes y la oscuridad, se añade la sensación de claustrofobia, dando como resultado una tensión agobiante que es, paradójicamente, la gracia y el gusto de la película. Excepto una pequeña pesadilla al final, no hay aquí ningún elemento sobrenatural ni diabólico, aunque sí criaturas hipotéticas que, en la lógica de la evolución, podrían existir.
La exhibición fue un éxito rotundo... en todo sentido. Me explico: chicos y chicas realmente sintieron miedo, terror verdadero, en carne propia y hasta la médula de los huesos, como para que se les erizaran hasta los vellos de debajo de las orejas y sintieran las palpitaciones de su joven corazón irrigando de adrenalina hasta el último rincón de su cuerpo en desarrollo. Las evidencias principales no fueron sólo los gritos colectivos propios de un paseo por la "casa del horror" (pues estos son bastante comunes e incluso esperados, sin descontar los de algunos que los exageran, como parte de la guasonería que impera en el colectivo ante escenas así). Fue cuando salieron de la sala que noté aún la excitación y nerviosismo en el tono de sus rostros y la naturaleza de sus comentarios, aunque la reacción unánime fue un estruendoso aplauso cuando comenzaron a pasar los créditos aún en la oscuridad.
Sin embargo, una ligera duda me inquietó en las horas posteriores a este notable suceso: ¿no habrá sido... demasiado? Me justifico en un honesto "no" y explico mis argumentos.
La única clasificación verificable a través de internet en países latinoamericanos es la de Argentina y Brasil, donde la ubican como apta para dieciséis años (no tengo registros de para qué edad fue clasificada en nuestro país, aunque conociendo los criterios que manejan los encargados de estos asuntos, y dado el casi nulo contenido sexual de la película en cuestión, supongo que andaría por los quince años, menores acompañados de un adulto). Estos jovencitos y jovencitas ya han visto, en el cine y en su casa, películas como "El aro", que asusta mucho, y "Destino final", que salpica bastante sangre y vísceras. Es posible incluso que hayan brincado de sus asientos con el hábil tejido de "Los otros". También conocían, por literatura y también en película, a los morlock, esa horrible especie subterránea y antropofágica que ideó H.G. Wells en "La máquina del tiempo". En suma: suponerlos aptos y resistentes no es descabellado.
Pese a lo anterior, quizá lo pensaría un par de veces más si me tocara decidirlo de nuevo. De momento, confío en que los temores subsecuentes, si los hubiere, serán ahuyentados a partir de la razón y, como debe ser, con la asistencia paternal y maternal (con lo cual esta experiencia habrá contribuido a la unidad familiar). A la fecha, no tengo noticia de secuelas graves (como hospitalizaciones por problemas nerviosos) y, desde el fondo de mí, espero que estas posibilidades sólo sean temores irracionales e infundados, producto del masivo momento.
Pero, en resumen y al final de cuentas... ¡qué va! Después de todo, ¿no tendría la vida algo menos de sabor si de vez en cuando el recuerdo del miedo que sentimos ante una de estas películas no asomara en nuestra memoria, rodeados de la oscuridad de la noche perenne?
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Rafael Francisco Góchez
Archivado en:
Cine sin "pop corn",
Profesor maestro docente
domingo, 14 de octubre de 2007
Perder por tiempo
El reloj de ajedrez es un mecanismo diseñado para regular el tiempo del que cada jugador dispone para realizar sus movimientos y así evitar que alguien, por ejemplo, pudiera tomarse todo un día para pensar y efectuar su próxima jugada, queriendo con ello quizá hallar la solución perfecta o provocar tal aburrimiento en el rival como para desesperarlo, inducirlo al error o provocar el abandono de la partida.
Aunque actualmente los relojes de ajedrez digitales tienden a sustituir por completo a los antiguos relojes mecánicos, ambos aparatos cumplen la misma función, si bien con ligeras variantes de aplicación en los distintos formatos de competencia. Salvo que su oponente no tenga material suficiente para dar cualquier mate posible a su rival, un jugador a quien se le termina su tiempo disponible pierde la partida. Por esa inexorable regla, el reloj de ajedrez obliga a tomar decisiones, cosa esencial en el juego y, sobre todo, en la vida misma: de ahí que la práctica avanzada del ajedrez sea una valiosa herramienta para formar el carácter.
A través de los años, el uso del reloj de ajedrez por parte de mis alumnos y alumnas me ha revelado una parte clave de sus respectivas personalidades. También he visto situaciones de personas que, aun cuando nunca practicaron el ajedrez, sus comportamientos bien podrían analogarse con situaciones relativas al mundo de los escaques.
Una de los casos más llamativos es el de quienes reiteradamente "pierden por tiempo", personas a quienes una y otra vez les cuesta lo indecible decidirse entre esta o aquella línea de juego hasta que, finalmente, el reloj acredita la consumición de sus minutos y, consecuentemente, la derrota. Mi percepción es que son personas un poco más inseguras que el resto, no proclives a asumir el mínimo riesgo y que se aferran al análisis exhaustivo como vía segura para evitar una caída. Debo señalar que muchas veces tal estrategia funciona, frente a las locuras y alucinaciones de un rival excesivamente impulsivo y seguramente menor. Sin embargo, cuando la lucha es pareja o incluso en desventaja, ocurre que ante una propuesta agresiva, complicada y ciertamente delicada no son capaces de dar una respuesta en el tiempo prudencial, sino que prácticamente se paralizan.
No se trata, como pudiera pensarse, de que no tengan la menor idea de cómo responder a la jugada del rival; por el contrario, visualizan dos o tres opciones, todas ellas con sus respectivos riesgos y ninguna con la plena seguridad que quisieran, y no acaban de elegir ni la una ni la otra, o bien la premura de tiempo en la tardía variante que finalmente ejecutan es la causa de la pérdida. En el análisis posterior a la partida, son capaces de explicar de modo bastante claro las desventajas reales o imaginadas de esta o aquella jugada, justificando en ello el porqué de su no elección. Incluso esgrimen argumentos relacionados con la posible censura del movimiento, por parte de su entrenador u otras personas de las que espera su aprobación.
Lo curioso es que, de modo implícito o tácito, razonan como si "perder por tiempo" fuera menos malo que perder por mate o rendirse en una posición insostenible, aunque a fin de cuentas el resultado se anote exactamente de la misma manera. ¡Cuántas veces el temor a decidir nos hace caer en la ilusión de que hallaremos en la parálisis un refugio para no asumir responsabilidades!
Aunque actualmente los relojes de ajedrez digitales tienden a sustituir por completo a los antiguos relojes mecánicos, ambos aparatos cumplen la misma función, si bien con ligeras variantes de aplicación en los distintos formatos de competencia. Salvo que su oponente no tenga material suficiente para dar cualquier mate posible a su rival, un jugador a quien se le termina su tiempo disponible pierde la partida. Por esa inexorable regla, el reloj de ajedrez obliga a tomar decisiones, cosa esencial en el juego y, sobre todo, en la vida misma: de ahí que la práctica avanzada del ajedrez sea una valiosa herramienta para formar el carácter.
A través de los años, el uso del reloj de ajedrez por parte de mis alumnos y alumnas me ha revelado una parte clave de sus respectivas personalidades. También he visto situaciones de personas que, aun cuando nunca practicaron el ajedrez, sus comportamientos bien podrían analogarse con situaciones relativas al mundo de los escaques.
Una de los casos más llamativos es el de quienes reiteradamente "pierden por tiempo", personas a quienes una y otra vez les cuesta lo indecible decidirse entre esta o aquella línea de juego hasta que, finalmente, el reloj acredita la consumición de sus minutos y, consecuentemente, la derrota. Mi percepción es que son personas un poco más inseguras que el resto, no proclives a asumir el mínimo riesgo y que se aferran al análisis exhaustivo como vía segura para evitar una caída. Debo señalar que muchas veces tal estrategia funciona, frente a las locuras y alucinaciones de un rival excesivamente impulsivo y seguramente menor. Sin embargo, cuando la lucha es pareja o incluso en desventaja, ocurre que ante una propuesta agresiva, complicada y ciertamente delicada no son capaces de dar una respuesta en el tiempo prudencial, sino que prácticamente se paralizan.
No se trata, como pudiera pensarse, de que no tengan la menor idea de cómo responder a la jugada del rival; por el contrario, visualizan dos o tres opciones, todas ellas con sus respectivos riesgos y ninguna con la plena seguridad que quisieran, y no acaban de elegir ni la una ni la otra, o bien la premura de tiempo en la tardía variante que finalmente ejecutan es la causa de la pérdida. En el análisis posterior a la partida, son capaces de explicar de modo bastante claro las desventajas reales o imaginadas de esta o aquella jugada, justificando en ello el porqué de su no elección. Incluso esgrimen argumentos relacionados con la posible censura del movimiento, por parte de su entrenador u otras personas de las que espera su aprobación.
Lo curioso es que, de modo implícito o tácito, razonan como si "perder por tiempo" fuera menos malo que perder por mate o rendirse en una posición insostenible, aunque a fin de cuentas el resultado se anote exactamente de la misma manera. ¡Cuántas veces el temor a decidir nos hace caer en la ilusión de que hallaremos en la parálisis un refugio para no asumir responsabilidades!
domingo, 7 de octubre de 2007
Consumismo (ideas dispersas)
La aparente censura unánime de ese mal contemporáneo que llamamos "consumismo" no deja de darme vueltas en la cabeza. Sospecho que con demasiada facilidad utilizamos esta palabra para criticar e incluso para sentirnos culpables, sin que sea del todo claro cuál es el problema. La dificultad quizá esté en su definición, o más precisamente, en la falta de ella. En todas las formulaciones que he consultado, asociados al consumismo aparecen al menos dos elementos: el primero, la subordinación de cualquier esencia personal al hecho de comprar y poseer objetos; el segundo, lo superfluo y vano de la mayoría de dichos objetos, en tanto exceden nuestras necesidades razonables. En ambos casos hallamos altas dosis de ambigüedad, subjetividad y quizá hasta algunos pensamientos absurdos.
Si determinar cuándo una persona en verdad se define a sí misma a partir de los objetos que posee es ya una tarea harto difícil, mucho más complicado es imaginar a alguien que no lo haga de una u otra forma. Me viene a la mente un chico que critica a sus amigos por usar chumpas marca "Adidas", mientras él porta una pieza con tinte de añil, expresando por el uso de ese objeto y a través de él un planteamiento más bien nostálgico, nacionalista y ciertamente anti-imperialista, legítimo a toda regla, aunque el objeto haya sido comprado en una tienda a precio de mercado, a fin de cuentas. Otro puede decir, acaso sinceramente: "yo poseo esta camisa de marca, pero sé que no soy ella", aunque esté bien envuelto por ese trozo de tela por el cual seguramente pagó un precio nada despreciable. ¿Quién podría demostrar o desmentir esa presunta identidad individuo-objeto?
Todas las personas proyectamos nuestras opciones, creencias e identidades, en objetos visibles, generalmente fabricados por otros (no sé si alguna vez en la historia de la humanidad haya habido una época en que cada persona hacía sus propias vestimentas y artefactos con sello personal e inconfundible). La diferencia está en cuáles de esos objetos queremos y de hecho podemos comprar. En este punto, un amigo bromeaba en tono cáustico: "El problema del consumismo es que unos sí podemos consumir, mientras que otros no tienen los recursos necesarios para hacerlo. Eso es injusto. Por lo tanto, ¡luchemos para que todos tengan igualdad de oportunidades... y puedan consumir!". Más allá de la broma, el sueño de un mundo sin pobreza, ¿no es, de hecho, un mundo donde todos tengan acceso a los bienes y beneficios del progreso y, en ello, a la sociedad de consumo?
En cuanto a quién puede realmente determinar cuán razonable puede o no ser determinada necesidad, el tema se vuelve aún más complicado, pues hubo países (y todavía quedan tres o cuatro) con sistemas que pregonaron como lema "pedir a cada quien según sus capacidades y dar a cada cual según sus necesidades", pretendiendo en ello que una supra-inteligencia estatal estableciese los límites para una y otra gestión, calcinando toda libertad personal. En cuanto a las "necesidades creadas" por la publicidad capitalista, no dudo que induzcan intereses y expectativas en las masas, pero me cuesta creer que haya alguien capaz de vender alguna cosa que no responda a alguna necesidad objetiva o subjetiva que tenga algún tipo de base real (otra cosa es juzgar si éstas son formativas o no, como los excesos de vanidad, ostentación, competencia, etc.).
Relacionado con todo este lío, está el problema de la pobreza, para cuya solución entiendo que el camino correcto no es la caridad sino el trabajo. Imaginemos qué pasaría si quienes tenemos cierta capacidad adquisitiva sólo tuviéramos las camisas "necesarias" (tres, un número razonable para poder cambiarse a diario y evitar ofensas odoríferas). Seguramente los dueños de muchas fábricas de camisas no se enriquecerían tanto porque, lógicamente, no se necesitarían tantas fábricas de camisas; pero entonces, tampoco se necesitaría tanta gente que trabajara en esas fábricas de camisas y, en consecuencia, habría más personas pobres. ¿Podría alguien explicar dónde está el error o la ventaja?
No obstante esta pequeña muestra de las dudas que me consumen, declaro lo siguiente: no avalo la esclavitud de la persona a los dictados de la moda, centrados en el culto a la imagen externa sostenida a partir de la portación de objetos que le den un estatus social con el solo fin de considerarse "persona digna" ante los estándares de su grupo de personas significativas. Esta actitud me parece una salida falsa y fácil, una pantalla para ocultar carencias íntimas, una especie de hipocresía ontológica. Sé y pregono que lo importante está en el cultivo y desarrollo de nuestras capacidades intelectuales, afectivas y espirituales. Es sólo que estos líos, debates y satanizaciones del "consumismo" no acaban de dejarme tranquilo cada vez que realizo una compra... ¿superflua?
Si determinar cuándo una persona en verdad se define a sí misma a partir de los objetos que posee es ya una tarea harto difícil, mucho más complicado es imaginar a alguien que no lo haga de una u otra forma. Me viene a la mente un chico que critica a sus amigos por usar chumpas marca "Adidas", mientras él porta una pieza con tinte de añil, expresando por el uso de ese objeto y a través de él un planteamiento más bien nostálgico, nacionalista y ciertamente anti-imperialista, legítimo a toda regla, aunque el objeto haya sido comprado en una tienda a precio de mercado, a fin de cuentas. Otro puede decir, acaso sinceramente: "yo poseo esta camisa de marca, pero sé que no soy ella", aunque esté bien envuelto por ese trozo de tela por el cual seguramente pagó un precio nada despreciable. ¿Quién podría demostrar o desmentir esa presunta identidad individuo-objeto?
Todas las personas proyectamos nuestras opciones, creencias e identidades, en objetos visibles, generalmente fabricados por otros (no sé si alguna vez en la historia de la humanidad haya habido una época en que cada persona hacía sus propias vestimentas y artefactos con sello personal e inconfundible). La diferencia está en cuáles de esos objetos queremos y de hecho podemos comprar. En este punto, un amigo bromeaba en tono cáustico: "El problema del consumismo es que unos sí podemos consumir, mientras que otros no tienen los recursos necesarios para hacerlo. Eso es injusto. Por lo tanto, ¡luchemos para que todos tengan igualdad de oportunidades... y puedan consumir!". Más allá de la broma, el sueño de un mundo sin pobreza, ¿no es, de hecho, un mundo donde todos tengan acceso a los bienes y beneficios del progreso y, en ello, a la sociedad de consumo?
En cuanto a quién puede realmente determinar cuán razonable puede o no ser determinada necesidad, el tema se vuelve aún más complicado, pues hubo países (y todavía quedan tres o cuatro) con sistemas que pregonaron como lema "pedir a cada quien según sus capacidades y dar a cada cual según sus necesidades", pretendiendo en ello que una supra-inteligencia estatal estableciese los límites para una y otra gestión, calcinando toda libertad personal. En cuanto a las "necesidades creadas" por la publicidad capitalista, no dudo que induzcan intereses y expectativas en las masas, pero me cuesta creer que haya alguien capaz de vender alguna cosa que no responda a alguna necesidad objetiva o subjetiva que tenga algún tipo de base real (otra cosa es juzgar si éstas son formativas o no, como los excesos de vanidad, ostentación, competencia, etc.).
Relacionado con todo este lío, está el problema de la pobreza, para cuya solución entiendo que el camino correcto no es la caridad sino el trabajo. Imaginemos qué pasaría si quienes tenemos cierta capacidad adquisitiva sólo tuviéramos las camisas "necesarias" (tres, un número razonable para poder cambiarse a diario y evitar ofensas odoríferas). Seguramente los dueños de muchas fábricas de camisas no se enriquecerían tanto porque, lógicamente, no se necesitarían tantas fábricas de camisas; pero entonces, tampoco se necesitaría tanta gente que trabajara en esas fábricas de camisas y, en consecuencia, habría más personas pobres. ¿Podría alguien explicar dónde está el error o la ventaja?
No obstante esta pequeña muestra de las dudas que me consumen, declaro lo siguiente: no avalo la esclavitud de la persona a los dictados de la moda, centrados en el culto a la imagen externa sostenida a partir de la portación de objetos que le den un estatus social con el solo fin de considerarse "persona digna" ante los estándares de su grupo de personas significativas. Esta actitud me parece una salida falsa y fácil, una pantalla para ocultar carencias íntimas, una especie de hipocresía ontológica. Sé y pregono que lo importante está en el cultivo y desarrollo de nuestras capacidades intelectuales, afectivas y espirituales. Es sólo que estos líos, debates y satanizaciones del "consumismo" no acaban de dejarme tranquilo cada vez que realizo una compra... ¿superflua?
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