domingo, 26 de junio de 2016

Llanto por un puerto

El Puerto de La Unión Centroamericana está considerado el motor que impulsará el desarrollo de todo el país, permitiendo la captación de carga nacional, regional y extra regional, la que luego será distribuida hacia toda América y otros continentes.

Web oficial del Puerto La Unión, CEPA.

Uno lee en los documentos oficiales la descripción del Puerto de La Unión, luego alza la mirada hacia la realidad y dan ganas de llorar.

Planificado durante la administración de Francisco Flores (1999-2004), construido durante la presidencia de Tony Saca (2004-2009), recibido y… nada más por el gobierno de Mauricio Funes (2009-2014), y reconocido veladamente su fracaso por los funcionarios de Salvador Sánchez Cerén (2014 a la fecha), este elefante blanco no tiene más futuro que ser habilitado como Museo a la Incapacidad Nacional.

Entre su edificación y mantenimiento, al momento se han malgastado cerca de 200 millones de dólares, sin que haya ninguna -óigase bien: ninguna- compañía naviera que esté interesada en operarlo, mientras que el Estado tampoco tiene los recursos como para ponerlo a funcionar.

¿Por qué nadie lo quiere? Simplemente porque no es negocio.

El Salvador no tiene un desarrollo industrial que requiera por sí mismo de un puerto adicional al de Acajutla. Y si se piensa en cubrir un mayor radio de acción, ya hay otros puertos en la región en mejores condiciones.

Para rematar, con la inauguración de las nuevas esclusas del Canal de Panamá, ya no tiene sentido un canal seco para buques postpanamax que puedan atracar en La Unión y desplazar su carga hacia Puerto Cortés, Honduras, si es que esta idea alguna vez sonó plausible; considerando además las dificultades aduaneras, de carreteras y de inseguridad en dos de los países más violentos del mundo.

Dificultad añadida es el dragado permanente que requiere el trayecto que los barcos deben transitar por el Golfo de Fonseca, el cual encarece los costos de operación del pobre puerto.

En el tinglado político, el partido FMLN cargará la culpa a quienes lo construyeron sin considerar objetivamente su viabilidad, mientras que el partido Arena señalará a quienes en principio pusieron trabas a su concesión y luego, ya en el poder, no supieron concluir exitosamente dicha licitación.

Y de burocracia, mejor ni hablemos.

Los únicos que nunca dejaron de sonreír son quienes propusieron y tuvieron a cargo su construcción: hicieron su negocio y una vez más nos vendieron espejitos.

viernes, 17 de junio de 2016

La homofobia y yo

Yo, como todas las personas de mi generación (y las anteriores por milenios), crecí en una cultura homofóbica y la interioricé como algo natural, sin siquiera conocer ese término y su significado.

Cuando supe que había hombres que se vestían y comportaban de maneras consideradas femeninas, al mismo tiempo aprendí que lo más natural del mundo era burlarse de ellos. Escuché por la radio canciones (¡Ay, mariposa!) y, en tertulias, chistes centrados en las costumbres de esos seres afeminados. Hogar, amigos y escuela coincidieron en ese enfoque.

Recuerdo que el primer homosexual al que vi, a una prudente distancia de diez metros, fue un personaje marginal de la ciudad, completamente drogado y con aspecto grotesco en el parque San Martín de Santa Tecla, lo cual fortaleció los prejuicios heredados sobre esa gente de la mala vida. Ahora que lo pienso, para entonces había visto ya a muchísimos hombres heterosexuales completamente drogados y con aspecto grotesco deambulando por esa misma ciudad, pero nunca se me ocurrió la idea absurda de creer que todos los demás varones eran así como ellos.

En aquella infancia donde uno absorbe irreflexivamente lo que dicen los mayores, llegó a mis oídos la primera historia de lesbianas, contada en familia con voces alarmadas, porque en el colegio donde iba una de mis hermanas había una compañera de quien se decía era marimacha y todas temían su acoso violento (aunque las anécdotas que circulaban nunca pasaron de algunas palabras y gestos demasiado afectuosos para quienes allí estudiaban).

En aquella misma época también me enteré de que había hombres homosexuales que no eran afeminados, como un sastre abstemio y solitario que hacía camisas y pantalones para el vecindario, pero eso no provocó ningún cambio en la percepción de rechazo que ya estaba instalada.

Así pues, en mis primeros quince años de vida mi opinión sobre la homosexualidad se mantuvo conforme a lo establecido y esperado: homofobia sin debate conceptual, en forma de repulsión y burla; con su contraparte de macho porque, en esas edades de afirmación de la hombría, el mayor temor para todo varón era que los compañeros de colegio lo consideraran culero, a tal punto de verse obligado a hacer cosas para probar que no lo era: desde liarse a golpes a la salida del colegio hasta ir con una prostituta en cuanto fuera posible, pasando por embriagarse al solo tener la ocasión.

Hasta allí, todo normal.

Pero en el bachillerato hubo alguien que no encajaba con la expectativa: un reconocido profesor con claro amaneramiento y de quien absolutamente todos los jóvenes estudiantes decíamos era homosexual, y no obstante muy respetado por las autoridades de ese colegio. Nadie nunca pudo confirmar si la acusación era verdadera, pero todos la dimos por cierta, tanto así que -en uno de esos pocos momentos en que no hacíamos guasa de sus gestos- discutimos sobre “cómo era posible” que los curas que dirigían ese centro de estudios lo tuvieran allí trabajando, “siendo así como era”. Yo no encontré explicación, aunque algunos compañeros mantenían la tesis del pragmatismo institucional, dada la cantidad de actividades colegiales ad honorem que el profesor organizaba con gran dedicación y eficiencia.

¿Pero cómo era él, a fin de cuentas?

Curiosamente, los mismos que hacíamos las burlas (persistentes aún ahora en las reuniones anuales de promoción) somos unánimes en reconocer las excelentes habilidades docentes del tipo en cuestión, su especial devoción por inculcar la escucha de la música clásica, su desbordado entusiasmo por organizar al estudiantado en apoyo al equipo de baloncesto colegial, y por supuesto sus infaltables e ingeniosas frases célebres (entre serias y cómicas). Tanto fue su aporte educativo que un edificio de esa institución lleva su nombre, tras su repentino fallecimiento hace varios lustros.

Ya en edad universitaria, las sacudidas contra esa mi habitual compañera, la homofobia, fueron mayores.

La primera y más determinante vino de la clase de psicología, donde se nos explicó el tema desde un punto de vista estrictamente profesional, con suficiente sustento académico para entender que la homosexualidad está determinada por factores propios de cada persona y ajenos a su voluntad, es decir, que cada quien es como es. También aprendí sobre los mitos y realidades del tema, y eso me liberó de mucha ignorancia.

La segunda fue la personalidad de un eminente catedrático, también ya fallecido, cuya presunta orientación sexual siempre se comentó en corrillos. El pensamiento construido y expresado por ese hombre, tanto en el aula como en diversas publicaciones, es del más elevado humanismo, siendo sus aportes de lo más valioso que pueda encontrarse en la maltratada cultura nacional.

En mi alma máter también tuve ocasión de leer El lobo, el bosque y el hombre nuevo, libro de Senel Paz, y ver su adaptación al cine bajo el sugerente título de Fresa y chocolate, filme dirigido por Tomás Gutiérrez Alea. Hay allí una escena en que el joven revolucionario David le dice a Diego, el protagonista homosexual, que entiende su situación, la cual se debe a traumas sufridos en la infancia. Diego se carcajea cortésmente y le pregunta de dónde ha sacado esa idea tan descabellada. Eso me cuestionó fuertemente, porque a pesar de todo, yo aún sustentaba esa misma idea.

Y así, entre la década de los noventas y la primera del milenio, el antídoto contra la homofobia me fue llegando a cuentagotas, investigando el tema en fuentes académicas confiables y además examinando con afinada comprensión ciertas obras literarias, teatrales y cinematográficas que plantean el tema con bastante profundidad.

Adicionalmente a lo anterior, en mi ámbito laboral ocasionalmente fui sabiendo de personas gais y lesbianas, muchas de ellas que lo declararon abiertamente con posterioridad, así como transexuales. Al día de hoy, a ninguna de ellas la recuerdo como gente perversa, malvada o con declarados antivalores. En ningún caso vi que para ellos o ellas esa fuera una opción a elegir dentro de un menú a la carta, tampoco una moda como muchos dicen, sino una orientación sexual que descubrieron en cierto momento de sus vidas. Los hubo creyentes, algunos aún esperando aceptación por parte de su religión, así como gente agnóstica y también ateos. En más de algún caso conocí también a sus familias y no las vi particularmente disfuncionales, a menos que tuvieran serios problemas en aceptar la naturaleza de su hijo o hija.

Todo lo anterior no los convierte ni en santos ni en demonios, tan solo son personas con sus luces y sombras, como cualquiera de nosotros.

Eso no es todo lo que tengo que decir al respecto del tema, pero hasta aquí voy a llegar con esta retrospección.

No por parecer progre voy a fingir que me agrada ver ciertas demostraciones de amor homosexual, como tampoco me gusta el sushi ni la ópera, pero eso jamás me autoriza a negar el derecho de otras personas a las que sí; y tampoco me impide a reconocer y condenar la sinrazón de quienes les vilipendian, persiguen o incluso asesinan.

Quizá aún haya resabios homofóbicos en mi visión de mundo, tal vez porque la cura contra esa enfermedad me fue provista por la inteligencia lógica, mientras que los prejuicios culturalmente adquiridos son irracionales y además muy resistentes. Sé que hay personas que llegan a la aceptación de la diversidad por otros medios, como la empatía o el principio universal de no discriminación, sin tanto laberinto conceptual, y eso me alegra.

Pero cualquiera sea el camino, lo importante es la disposición a limpiar la conciencia de tanta incomprensión, ignorancia e intolerancia.

* Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Factum y puede leerse allí este enlace.

lunes, 6 de junio de 2016

Ausencias

¿Cómo contar el vacío que deja la repentina e inexplicada desaparición de un ser querido? Las solas palabras no bastan: hacen falta imágenes, símbolos que se aproximen al dolor constante, al perenne riesgo de derrumbar toda esperanza de reencuentro y a la necedad-necesidad de aferrarse a algo que no cuadra en la lógica del sinsentido.

Eso es el Ausencias, ganador del Premio Ariel 2016 de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas en la categoría de cortometraje documental.

Con realización y guion de Tatiana Huezo (mexicana de origen salvadoreño, 1972), bajo la producción de Agnaïs Vignal y Julio López, este filme de 26 minutos consigue situar al espectador en un contexto emocional universal, pues aun cuando ocurre en un lugar concreto (Saltillo, Coahuila) con personas específicas (Esteban, Walberto, Brandon), permite adentrarse en esa angustia irresoluta de quienes no saben el paradero de sus familiares arrebatados sin explicación alguna, que puede ser peor que la certeza de saberlos en una tumba.

El testimonio narrado tiene la virtud de ser auténtico sin caer en el melodrama, de dejarse acompañar por tomas sugerentes de espacios vacíos de ilusiones, así como de encarar la vida con una fe laica saludable e inusual.

Inserto en lo cotidiano, el texto sabe además incorporar el debate sobre cómo continuar viviendo por quienes quedan, sin abandonarse al lamento y la inacción, y sin rendirse ante la muerte.

sábado, 4 de junio de 2016

Fuera de línea o fuera de orden

"Avoid loud and aggressive persons:
they are vexations to the spirit."
Max Ehrmann, Desiderata.

“Fuera de línea” se ha convertido en uno de los programas más desagradables de la radiodifusión salvadoreña. Y eso es decir mucho.

Sus productores, Radio Corporación YSKL, quizá crean que es interesante el estilo de discusión y permanente polémica que, como norma explícita, mantienen sus presentadores Eugenio Calderón y Raúl Beltrán Bonilla; pero no se han dado cuenta de que hace mucho tiempo pasaron el límite razonable de la coherencia e inteligibilidad, para dar paso a un dime que te diré propio de plaza pública o nuestra insigne Asamblea Legislativa (que viene a ser lo mismo).

Muy poco pueden hacer los otros dos presentadores, Cristian Villalta y Carlos Aranzamendi, para mantener siquiera la unidad temática del segmento, ante los usuales aspavientos, sarcasmos, altisonancias y ultrajes mutuos en que Eugenio y Beltrán se sumergen al solo iniciar el programa, que se transmite en vivo los lunes y viernes a las 5:00 p.m. en la mencionada estación.

Sin importar las poses y fotos dizque amigables que pongan en redes sociales, lo cierto es que "Fuera de línea" ha derivado en una anarquía tal que hasta el operador de la consola tiene que sacarlos del aire sin previo aviso para ir a menciones comerciales, harto de esa molesta simultaneidad de alaridos y aruñones verbales.

Si fuera un guion como en la lucha libre de la WWE, hasta gracioso sería. Pero no.

La monotonía que ese penoso espectáculo auditivo produce es tal que bien podrían grabar un segmento y ponerlo repetido en todas las emisiones, sin que el público lo notara, porque ya no se sabe ni cuál es el motivo concreto de discusión en cada caso.

¿Será que nadie en la KL es capaz de poner un poco de orden, en beneficio del oyente?

Porque una cosa es diferir en opiniones, discutir con pasión un tema o incluso ponerle algo de chile picante a la plática; y otra muy distinta es que, en el transcurso de varios minutos al aire, el Chele y el Primo se pasen diciendo “¡Bruto vos! ¡No, tonto vos!", sacándose a relucir mutuamente el rosario de insensateces y errores periodísticos cometidos por uno y otro desde tiempos bastante pretéritos (que no es el tema de este artículo, pero daría para varias páginas de inquisiciones).

Lo triste es que semejantes modelos de discusión y debate, difundidos masivamente a través de una radioemisora de mucho prestigio acumulado, fomentan en la población la intolerancia, la descalificación y la agresión mutua, profundizando (si es que se puede aún más) la descomposición social que padecemos.

Cierro con un último comentario, como quien va pasando.

La etiqueta del programa dice que "el toque femenino” lo pone Tuty Santamaría, una modelo a quien cada vez que le dan oportunidad de hablar, le ponen música de streap-tease de fondo. No me extrañaría que en las próximas ediciones incorporaran algunos aullidos lobeznos.


Posdata: el programa aún tiene anuncios publicitarios pagados y por eso continúa emitiéndose, pero no sé si los auspiciadores han hecho mediciones de audiencia o nada más se dejan ir por la "marca YSKL". Mi impresión es que no soy el único que acaba cambiando de estación a los pocos minutos, a fin de cuidar el ánimo y el oído.