Publicado en Diario El Salvador.
Siempre que surge un avance tecnológico disruptivo, ciertos sectores reaccionan con temor, emitiendo predicciones catastrofistas. En el ámbito educativo, tradicionalmente conservador, muchos docentes han seguido este patrón: advertir que esta o aquella nueva herramienta arruinará a las generaciones que la utilicen. Basta recordar la transición de las tablas de logaritmos a la calculadora científica o, más recientemente, el paso de las bibliotecas físicas con ficheros de tarjetas a la biblioteca global computarizada que es Internet.
Hoy, en 2025, estamos viviendo una de esas transformaciones que redefinen la educación y la percepción del mundo: la irrupción incontenible de los generadores de texto basados en Inteligencia Artificial (IA), accesibles para cualquier persona con un smartphone. ChatGPT, Grok, Gemini, Copilot, DeepSeek y otros han alcanzado un nivel de articulación de ideas que no solo organiza la información disponible en la web, sino que lo hace con una coherencia y sofisticación que supera al humano promedio. En sus versiones más avanzadas, se sitúan al nivel de la élite educada: escritores, filósofos, científicos, académicos, artistas y otros creadores de pensamiento que desde el siglo XIX se conocen como la intelligentsia.
En la experiencia docente cotidiana con adolescentes de la Generación Z, el uso de la IA ya está normalizado, no solo para tareas escolares (cuyo formato tradicional se ha vuelto obsoleto) y el desarrollo de habilidades de investigación, sino también para actividades de lectura comprensiva y redacción dentro del aula. El problema no es la herramienta en sí, que es asombrosa, sino su uso indiscriminado como atajo para todo, sin que el estudiante haya desarrollado previamente sus habilidades básicas de razonamiento y análisis.
Pero lo que hoy es solo preocupante podría tornarse desolador en la siguiente generación: aquellos nacidos a partir de 2020, que bien podrían llamarse Generación IA. Para ellos, el proceso educativo, desde la lectoescritura (que están aprendiendo ahora mismo, a sus cinco años), estará mediado por sistemas de inteligencia artificial cada vez más sofisticados. Así, lo que podría parecer una enorme ventaja de la civilización encierra un riesgo considerable: que estos niños y niñas deleguen desde la infancia la generación y expresión de sus ideas en la IA, no como herramienta complementaria, sino como sustituto de una de las facultades esenciales del ser humano: el pensamiento. Esto recuerda aquel principio evolutivo que asoma amenazante: “órgano que no se usa, se atrofia”.
No obstante, el futuro del pensamiento no tiene por qué ser necesariamente apocalíptico. Es posible que esta camada de humanos, la Generación IA, al interactuar constantemente con modelos de lenguaje avanzados, adopte sus patrones y desarrolle naturalmente ciertas inteligencias, como la lingüística y la intrapersonal; por ejemplo, recibir consejos fundamentados e instantáneos podría incluso fortalecer la inteligencia emocional y la capacidad de afrontar crisis existenciales.
Siendo ecuánimes, el rumbo que tome la humanidad en su relación con la IA aún no está definido. Gran parte de lo que venga dependerá del sistema educativo y de cómo las familias, los docentes y las autoridades integren estas herramientas, cuya presencia e influencia es imposible ignorar, aunque se pueda debatir sobre sus implicaciones. Tal como ha sucedido en el pasado con otros avances, la clave está en no satanizar el recurso sino, en primer lugar, entenderlo y luego diseñar estrategias que permitan aprovecharlo de manera crítica y responsable. La IA puede ser una aliada en la educación si se le otorga el rol correcto, como ya ocurre en el ajedrez (donde el motor más poderoso, Stockfish, es imprescindible en el entrenamiento de los jugadores de alto nivel). Si esto se logra, podría ser el mayor salto educativo de la historia; si no, podría ser la antesala de una generación intelectualmente dependiente, perezosa y sin ningún sentido crítico.