Publicado en Diario El Salvador
La imagen histórica del docente es un arquetipo, una representación modélica que, en nuestro país, quedó plasmada en el Himno al maestro, que compusieron Joaquín Trejo y Ciriaco de Jesús Alas a principios del siglo XX. Esta antigua pieza ofrece una visión romántica que eleva al profesor al rango de un “noble apóstol” en lucha perenne por hacer triunfar a la ciencia, siendo ejemplo de virtud y actor fundamental para que, sobre sus alumnos y alumnas, descienda “de los cielos hermosa la paz”.
La docencia es una bonita profesión, pero el contexto actual requiere de una reconceptualización de la figura del docente de cara a la realidad, más allá de los sublimes conceptos expresados en la pieza poética aludida.
La cualidad de abnegación que se les atribuye a los maestros y maestras luce como un eufemismo injusto. Una persona abnegada es alguien “que se sacrifica o renuncia a sus deseos o intereses, generalmente por motivos religiosos o por altruismo”. El gesto es noble, sí, pero el término se usa para justificar los bajos salarios enraizados por décadas en el sistema y, además, invisibilizar el trabajo no remunerado que el docente realiza fuera de su jornada laboral, revisando tareas y exámenes en casa porque no le han asignado tiempo para que lo haga dentro de su horario contratado.
En cuanto a la nobleza del apostolado y el aura beatífica que conlleva el verso “de virtud el ejemplo les das”, la sociedad debe tener muy claro que los maestros y maestras son personas de carne y hueso, con una vida propia fuera de las aulas a la que como ciudadanos/as tienen derecho. En este sentido, al docente no se le debe pedir santidad, sino que cumpla con sus obligaciones según la Ley de la Carrera Docente, entre las cuales están la diligencia y eficiencia en el desempeño de sus labores, el respeto a los alumnos/as y demás miembros de la comunidad educativa, así como una buena conducta dentro y fuera de su centro educativo.
Otra percepción que debe cambiar es la de ver al docente como poseedor de la llama del conocimiento, fuego sagrado que da generosamente a sus estudiantes, sacándolos de la oscuridad. Claro que el maestro o maestra debe conocer muy bien las materias que imparte, pero consciente de que todo ese saber ya está al alcance de sus alumnos/as en la biblioteca global computarizada que llamamos Internet, al alcance de un clic, de una manera más completa y en ocasiones audiovisualmente más atractiva. Esto no vuelve innecesario al profesor/a, pero sí le cambia su rol, pasando de ser un transmisor de información a convertirse en un organizador de sentidos y significados, de acuerdo a la realidad del estudiante.
Finalmente, en cuanto a la formación en valores (inevitablemente asociada a la escuela como institución social), no es justo que se cargue al docente con una responsabilidad que pertenece primordialmente a la familia. Los y las docentes pueden desarrollar contenidos programáticos de orden moral (ya sea desde esa materia específica o como ejes transversales), también están llamados a hacer las observaciones pertinentes sobre conductas estudiantiles y a apoyar a las familias en este sentido; sin embargo, son los padres y madres quienes tienen el deber de inculcar en sus hijos e hijas los códigos de comportamiento necesarios para el correcto desarrollo personal y la sana convivencia social.
La profesión docente es una vocación en desarrollo permanente, con momentos memorables y significativos. Ya es tiempo de que la sociedad le dé el reconocimiento que merece, pero no desde aquella imagen convenientemente idealizada, sino a partir de realidades más justas y sensatas.
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