Publicado en Diario El Salvador
La reforma del artículo 248 de nuestra Constitución —aprobada por la Asamblea Legislativa anterior para ser ratificada por la presente, de acuerdo al procedimiento establecido en su mismo texto— ha ocupado la agenda de los diversos espacios de opinión ciudadana, con justa razón debido a la trascendencia que tiene dicho acto legislativo. Esta reforma crea la posibilidad de que cualquier cambio en el texto de la Carta Magna pueda ser hecho realidad dentro del periodo de la misma legislatura que lo aprobó en primera instancia, toda vez concurran las tres cuartas partes de los votos favorables en su ratificación (es decir, no menos de 45 de 60 diputados, lo cual representa una fuerte legitimidad). En términos muy sencillos, significa que la bancada de Nuevas Ideas puede implementar las reformas constitucionales que estime convenientes en este mismo periodo legislativo, sin tener que esperar hasta 2027 para que la siguiente Asamblea las valide con mayoría calificada.
Un primer elemento para analizar —en el que todos los sectores políticos seguramente están de acuerdo, por ser evidente— es que esta llave recién creada representa un gran poder, de una magnitud que no se había visto en décadas en la historia del país. La diferencia es que, en esta ocasión, dicho poder no es arbitrario sino que proviene del pueblo a través del mecanismo establecido por la democracia representativa: el voto. Ciertamente, el proyecto político del presidente Nayib Bukele y su bancada legislativa ha recibido el respaldo popular en sucesivos eventos electorales, siendo además algo sostenido en el tiempo y de carácter abrumador, dados los números absolutos y relativos. Esta afirmación, dicha con la serenidad que impone la realidad, es clave para entender lo que viene.
Ante tal panorama, surge en la ciudadanía la inquietud natural, racional y emotiva a la vez, de para qué va a usarse un poder así de grande, emanado del soberano. Una primera reacción puede ser invocar el conocido axioma filosófico según el cual el poder es algo negativo por sí mismo, conduciendo a la opresión y posibilitando males endémicos, como la corrupción de quienes lo ejercen. Esta postura es históricamente comprensible, dado el modo como se condujeron los destinos de la nación durante casi dos siglos, pero claramente no es la única posibilidad de conceptualizarlo y ejercerlo: usado correctamente, el poder es una herramienta adecuada para resolver los grandes problemas de la gente, impulsando así el cambio social a través de un liderazgo efectivo y eficiente.
Es desde esta última perspectiva que se debe entender ese acto de confianza realizado por la población, al revalidar de manera consciente el mandato del presidente por un periodo más y ampliarle su mayoría en la Asamblea. Las victorias electorales logradas por el ejecutivo y su complemento legislativo, que han posibilitado la actual correlación de fuerzas para implementar reformas constitucionales de manera inmediata, tienen su base principalmente en el uso que le han dado al poder para combatir el terrible flagelo de las pandillas criminales, enquistado en todas las capas sociales.
La lógica más elemental indica que, si el poder así usado logró enfrentar exitosamente un problema ante el cual otros pactaron y se arrodillaron miserablemente, entonces tiene sentido esperar que el poder del soberano, delegado en esas mismas personas, pueda ir resolviendo otros desafíos mayores, como la exclusión social, cultural y económica.
Por supuesto, ese proceso implica riesgos; por eso, el camino de los cambios tendrá que ser vigilado por la población, quien deberá permanecer atenta para prevenir y señalar las fallas, cuando sea preciso hacerlo, usando las maneras y recursos pertinentes, pues en esa constante interacción entre electores y funcionarios está la mayor garantía para alcanzar las grandes metas nacionales.
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