domingo, 9 de noviembre de 2025

Torpedos intelectuales contra la educación

Uno de las áreas clave de la administración Bukele es la educación, con el proyecto Dos Escuelas por Día como insignia, complementado con la entrega de tablets y laptops a estudiantes, así como becas a bachilleres de centros educativos públicos para que accedan a estudios superiores, entre otras acciones. Esto representa un esfuerzo decidido por elevar la calidad educativa, sumida en la precariedad durante décadas.

Políticamente hablando, es sumamente difícil ir en contra de estas iniciativas, salvo que sus detractores estén atrapados en una agenda de activismo opositor automático, lo cual acaba descalificándolos por su propio peso. Sin embargo, hay quienes se esmeran no solo para encontrar y magnificar fallas (que las pudieran tener, por ser obras humanas imperfectas), sino además para negarles toda posibilidad de que vayan a cumplir los objetivos para los cuales se están implementando.

Uno de los agoreros más persistentes —quizá por vocación, quizá por exceso de pesimismo— publicó en días recientes un artículo en donde se encarga, precisamente, de vaticinar que nada de esto funcionará. Comienza cargando su diatriba contra la tesis de que la educación es una herramienta para combatir la delincuencia. El escribiente aludido, en tono de profeta apocalíptico, descalifica el programa de becas, del cual forma parte incluso la universidad donde él labora. Les augura fracaso a quienes tomen esas oportunidades, a las cuales no ve como herramientas para romper el círculo vicioso de la exclusión.

Pocos en su sano juicio podrían sostener estas negaciones, pero él lo hace con el típico simplismo de afirmar que las pandillas proliferaron, de manera fatal y determinista, por la pobreza. Ciertamente, la precariedad económica es un caldo de cultivo para la delincuencia, pero no deriva mecánicamente en ella si hay un aparato estatal que combata el crimen de manera eficiente y si, además, existe un entorno valórico que indique caminos lícitos para superarse en todo sentido. La educación, como su objetivo principal, debe procurar el desarrollo de todas las inteligencias de la persona, pero esto no quita que también sirva como herramienta para prevenir que los jóvenes vayan por el camino del mal.

Luego, en un giro tan acrobático como falaz, atribuye la indisciplina de los jóvenes al régimen de excepción, así tal cual. No logra relacionar este fenómeno con las políticas permisivas, progresistas e hiper garantistas bajo las cuales crecieron al menos dos generaciones, cuando por décadas se fomentó la impunidad en nombre de equilibrios y valores supuestamente democráticos.

Por último, entre otras negaciones menores, este propagador del pesimismo viene a dar una conclusión propia de quien se rehusa a aceptar ciertas lecciones históricas, sea por orgullo o por obstinación ideológica. Para fundamentar la certeza del fracaso que pronostica, en este y todos los ámbitos, sentencia lo siguiente, en relación con la necesidad de abrir oportunidades a los jóvenes: “Eso no sucederá mientras no se reforme la estructura capitalista neoliberal, que divide la sociedad entre quienes acaparan las oportunidades y quienes no tienen futuro”.

En el fondo, lo que lo motiva parece ser el característico “de nada sirve”, propio de quienes han elegido sumergirse en el nihilismo. Mientras no cambie el sistema, nada se puede hacer. Revolución o muerte. Pero no se queda ahí. Lo interesante es ver qué acaba sugiriendo. Al final, deja una pista bastante clara: “La paz verdadera no es compatible con la dictadura neoliberal. La paz verdadera exige redistribución equitativa del ingreso nacional”.

Eso de la redistribución ya lo hemos escuchado demasiadas veces en América Latina, en boca de candidatos socialistas y comunistas. Seguir esos dogmas resultó en la destrucción de las economías y el aumento de los males que decían combatir. No, gracias. El camino a seguir no pasa por el reciclaje de utopías fallidas, sino por un capitalismo inclusivo que combine inversión, innovación y justicia social. Un modelo que no depende de profecías sombrías, sino de trabajo, educación y coherencia en las políticas públicas.

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