martes, 15 de octubre de 2024

La necesaria sintonía

Publicado en Diario El Salvador.

Hace unos días, fueron electos siete magistrados propietarios de la Corte Suprema de Justicia (CSJ): cinco por haberse cumplido el plazo de los anteriores, uno en sustitución de otro que había renunciado y el último para cubrir una vacante por fallecimiento. A diferencia del presidente de la república y los diputados, que son elegidos directamente por el pueblo a través de las urnas, las máximas autoridades del Órgano Judicial provienen de una elección de segundo grado hecha por la Asamblea Legislativa, con mayoría calificada.

Durante todo proceso de selección de magistrados de la CSJ, es normal que se escuchen voces que pidan la necesaria idoneidad para el cargo, pero sobre todo la independencia judicial de los funcionarios en cuestión, entendida esta como “el principio según el cual los jueces y tribunales deben poder tomar decisiones de manera imparcial y libre de influencias externas, ya sean políticas, económicas, sociales o de cualquier otro tipo”. Sin embargo, hay que tener claro que la deseada independencia judicial es más bien una formulación ideal, una utopía que como tal no existe en su estado puro, pues lo que hay en realidad son grados o niveles de independencia (cuanto mayor, mejor), dentro de los cuales cabe la discusión acerca de qué candidatos dan indicios más sólidos para desempeñar el cargo con un nivel razonable de apego a este precepto.

Aquí es oportuno recordar que, contrario al deseo y expectativas naturales de las personas, las leyes y procesos jurídicos no suelen aplicarse por sí mismos de manera automática, sino que surten efecto a partir de la acción y la interpretación de seres humanos condicionados por muchísimos factores objetivos y subjetivos; por ello, no es extraño que puedan sostenerse jurídicamente argumentos para una postura a favor y otra en contra, en un mismo caso y basándose en el mismo cuerpo legal. Esto se aprecia con toda claridad en las resoluciones de tribunales colegiados que se toman por mayoría, cuando quienes no lograron hacer prevalecer su postura razonan su voto disidente.

En la práctica concreta, no solo en nuestro país sino en todas las democracias occidentales, lo cierto es que al momento de nominar o elegir magistrados de tribunales supremos siempre se tiene en cuenta un amplio conjunto de elementos fácticos, pragmáticos y de sentido común que intervienen, condicionan y de alguna manera justifican por qué decantarse hacia esta o aquella persona.

En el proceso de selección de los magistrados recién nombrados, la Asamblea Legislativa ha de haber considerado un elemento contextual importantísimo: la política de seguridad pública, que ha permitido poner bajo control el fenómeno delincuencial de origen pandilleril que durante décadas estuvo desbordado y afectó no solamente las vidas y los bienes de las personas, sino que también socavó cualquier posibilidad de desarrollo en otras áreas, como la economía y la educación. Es por ello que, en este ámbito, la línea de interpretación o hermenéutica jurídica de los profesionales del derecho elegidos, especialmente en la Sala de lo Constitucional, no debe estar en disonancia sino en coherencia con la conducción general del país, protegiendo así el interés de la población y descartando el riesgo de que se bloqueen o desmantelen los logros por vía de sentencias insólitas (como ocurría en un pasado no tan lejano).

La Constitución Política de la República de El Salvador, en su artículo 86, establece que los órganos ejecutivo, legislativo y judicial, aun cuando son independientes dentro de sus respectivas atribuciones y competencias, “colaborarán entre sí en el ejercicio de las funciones públicas”. La práctica histórica ha demostrado que solamente con el concurso y sintonía de los tres órganos del Estado es posible enfrentar los desafíos históricos y llevar adelante las grandes transformaciones que demanda la nación.

jueves, 26 de septiembre de 2024

Esas redes


En 2014 tuve la oportunidad de llevar una delegación de estudiantes del colegio Externado de San José a Nicaragua, con motivo de la primera edición del encuentro artístico de colegios jesuitas centroamericanos “Tejiendo Redes Ignacianas”. En 2016 y 2019 repetimos la experiencia en los colegios vecinos de Guatemala. Hoy, una década después de aquel inicio y ya en su cuarta edición, se me asignó la coordinación general del evento con sede aquí en El Salvador, gran tarea además de la usual de preparar la delegación artística que nos representara.

Armar esta logística consumió decenas de horas, más miles de correos y mensajes con los maestros/as de arte de los colegios hermanos, con las familias anfitrionas y con los compañeros/as docentes involucrados en la organización y logística, con la correspondiente cuota de estrés laboral. Al final, todo valió la pena, porque se tuvo un evento diverso y ameno para todas las partes involucradas. Aquí se construyó una experiencia inolvidable y qué gusto me da haber sido parte de ella.

sábado, 14 de septiembre de 2024

Los otros símbolos patrios

Publicado en Diario El Salvador

Un símbolo es un “elemento u objeto material que, por convención o asociación, se considera representativo de una entidad, de una idea, de una cierta condición, etcétera”. Nuestra Ley de Símbolos Patrios establece oficialmente tres: escudo, bandera e himno. Allí también se reconoce la Oración a la Bandera, de David J. Guzmán, “como una exaltación a la patria”; asimismo, en diversos momentos fueron declarados como representativos nacionales el torogoz, el maquilishuat, el bálsamo y el izote.

Sin embargo, existen otros símbolos más allá de los oficiales, que también representan la salvadoreñidad. La manera de detectarlos es bastante sencilla: si su evocación o exposición es asociada claramente con el colectivo y es reconocida como elemento identitario, tanto en la percepción interna de sus miembros como externa desde otros grupos, entonces estamos en presencia de un símbolo patrio fáctico, informal o extraoficial, pero plenamente funcional. El ejemplo más claro lo tenemos en la gastronomía: las pupusas.

Estos símbolos aglutinadores también pueden ser personas que, por sus notables obras y acciones meritorias, llegaron a convertirse en personajes que identifican y representan a la ciudadanía urbi et orbi. Tal estatus se alcanza solamente cuando ya se han superado las controversias y discusiones coyunturales, es decir, cuando ese gran juez que es el tiempo ha dado su sentencia. Tal es el caso de nuestro profeta y mártir, San Óscar Arnulfo Romero, el salvadoreño más universal, cuya palabra y legado son innegables referentes morales.

La cultura y el deporte también son campos fértiles para el surgimiento de personajes que puedan ocupar tan privilegiados pedestales, si bien muchas veces la devoción de las multitudes tiende a la indulgencia con sus yerros, perfectamente humanos. En el ámbito artístico, Alfredo Espino, Salarrué y Claudia Lars son una tríada sólida de autores clásicos salvadoreños que bien podrían representarnos, por cuanto supieron entender y plasmar con singular estilo y depurada técnica la esencia de nuestra tierra y nuestra gente; pese a ello, lo cierto es que no son tan conocidos por las mayorías populares y su trascendencia tampoco llega a ser un claro referente ante la mirada del extranjero. En cambio, en la cancha futbolera sí tenemos a uno que fue, es y será admirado por generaciones, reconocido por propios y extraños: nuestro genio y figura, el Mágico González.

La política es, seguramente, el campo menos prolífico para aportar nombres que lleguen a convertirse en símbolos merecedores de respeto y admiración, pese a los intentos de sus partidarios por hacerles monumentos (muchos de los cuales, con el paso de los años, acaban siendo ignorados, despreciados y hasta demolidos). Tristemente, en casi dos siglos de vida republicana, lo que hemos tenido —y en abundancia— no son políticos ilustres sino todo lo contrario, a tal grado que elaborar una lista del oprobio es tan fácil como nombrar, en orden cronológico inverso, a los expresidentes de la república: prófugos, refugiados, procesados, encarcelados, señalados y repudiados por el pueblo. En este ámbito cabe comentar lo siguiente: en atención a su indiscutible popularidad e impacto mediático dentro y fuera del país, muchos mencionan la posibilidad que el presidente Bukele sea recordado de manera distinta a la de sus predecesores; sin embargo, ese veredicto solamente lo dará el tiempo, pasadas un par de décadas después de finalizar su gestión.

En suma, los símbolos que fortalecen la nacionalidad son importantes, no solo por lo que unifican e identifican, sino por los sentimientos de pertenencia y compromiso que pueden inspirar en cada una de las personas, dándole sentido y trascendencia al trabajo diario, teniendo la certeza que ese esfuerzo vale la pena y nos hace partícipes de la tarea colectiva para dejar un mejor legado del que recibimos.

lunes, 2 de septiembre de 2024

Gestión de conflictos en las instituciones

Publicado en ContraPunto.

Todas las instituciones sociales (religiosas, políticas, militares, gremiales, etc.) tienen mecanismos de coordinación y toma de decisiones para la consecución de sus fines. En dicha labor es esencial el papel de quienes las conducen, para armonizar y administrar no solo los aportes de cada miembro, sino también sus diferencias. Existen distintos estilos y modelos de gestión institucional, que van desde los más verticales (jerárquicos o autoritarios) hasta los más horizontales (participativos, colaborativos), cada uno con sus ventajas y desventajas, dependiendo del tipo y tamaño del colectivo, así como de sus liderazgos.

Las instituciones militares y religiosas, por su misma naturaleza, suelen ser fuertemente verticales, con líneas de mando claramente definidas emanadas desde la cúpula; mientras que las asociaciones civiles y comunales tienden a implementar mecanismos con mayor posibilidad para que sus integrantes expresen diversidad de opiniones y se les tome en cuenta. La familia y la escuela, en cuanto instituciones sociales, han transitado en el tiempo entre unas formas y otras, según los paradigmas vigentes, pero en general se perciben cada vez menos rígidas, con las bondades que eso supone, pero también con los riesgos inherentes a la excesiva permisividad.

En perspectiva histórica, no es difícil demostrar que, como sociedad, nuestro común denominador en la gestión de conflictos institucionales han sido los esquemas de comportamiento que privilegian las reacciones primarias e instintivas de protección (de lo que se considera el propio territorio) y defensa (de aquellas posesiones físicas o afectivas). Así, ante un cuestionamiento o crítica que se recibe por parte de otra persona, el impulso básico de autoconservación actúa y se le etiqueta inmediatamente como enemiga, cediendo a la fácil tentación de atacarla y alejarla, en lugar de buscar un diálogo constructivo y con madurez. Un ejemplo típico es la discusión familiar entre padres e hijos, sea por un noviazgo, un permiso para salir o cualquier otra causa discutible, la cual pronto escala a gritos y amenazas en donde el adulto acaba señalándole la puerta y ofreciéndole la calle al joven, como única alternativa a vivir bajo normas incuestionables, sin abrir la posibilidad de flexibilizarlas, establecer acuerdos sobre la base de la autoridad parental o incluso adaptar las reglas a nuevas realidades.

Un área especialmente interesante para el análisis de los modelos de gestión de conflictos es la que involucra a las fuerzas políticas en la historia del país, particularmente aquellas que en su momento se definieron como revolucionarias en sus luchas contra las dictaduras militares de los años setenta. En aquel contexto de guerra declarada, los cuestionamientos y divergencias internas fueron percibidos como amenazas a la existencia misma de dichas organizaciones. La intolerancia extrema de los psicópatas que estaban en los cargos de dirección de aquellos grupos se concretizó en asesinatos emblemáticos, como los de Roque Dalton (ERP) y Mélida Anaya Montes (FPL). Luego, a partir de la posguerra, los conflictos internos que siguieron existiendo en todo el espectro político e ideológico del país dejaron de resolverse con la eliminación física de la disidencia, dando paso a maneras relativamente pacíficas pero igualmente excluyentes: escisiones y expulsiones basadas en una supuesta búsqueda de pureza ideológica o lealtad absoluta, quimeras que acabaron debilitando a los entonces fuertes partidos políticos, Arena y FMLN.

De un análisis más amplio de todo lo anterior, se tendría que concluir que el camino del aprendizaje y desarrollo de las inteligencias emocionales, aplicadas al ámbito institucional, es largo pero imprescindible. La meta debería ser aprender a gestionar apropiadamente los conflictos naturales dentro de las distintas organizaciones sociales, formadas en última instancia por personas que no necesariamente han de caber en un molde único, pero que pueden sumar esfuerzos en aras de sus fines comunes.

lunes, 12 de agosto de 2024

Ajustes al sistema

Pulicado en Diario El Salvador

Desde hace varios meses, en la medida que fue mejorando la seguridad ciudadana, la principal preocupación expresada por la población salvadoreña ha pasado a ser la economía, tal como lo confirman diversos análisis, encuestas y conversaciones. Esto lleva a poner sobre la mesa una reflexión acerca de nuestro sistema económico, entendiéndolo como “el conjunto de principios, instituciones, leyes, políticas y prácticas que una sociedad utiliza para organizar la producción, distribución y consumo de bienes y servicios”.

Siempre se nos dijo que éramos un país capitalista, pero una atenta lectura de la historia nacional lo refuta. Durante el primer siglo de su vida como nación independiente, El Salvador fue poco más que una gran finca semifeudal, en donde la pobreza de las mayorías marginadas era una condición necesaria para maximizar las ganancias de la oligarquía agroexportadora, con el Estado como su instrumento para mantener el statu quo. Fue hasta mediados del siglo XX cuando comenzó un proceso de industrialización, aunque el modelo agrario continuó predominando hasta el estallido de la guerra civil de los años 80, cuando inició su pronunciado declive.

Si por capitalismo entendemos “un sistema económico que se basa en la propiedad privada de los medios de producción, la libre empresa y el mercado libre como el principal mecanismo para la asignación de recursos y la determinación de precios”, no sería sino hasta después de la finalización del conflicto armado interno, a mediados de los 90, cuando comienza a delinearse, aunque dependiendo de las remesas como soporte del consumo y la terciarización de la economía; sin embargo, sus pecados de origen fueron la voraz tradición y las nocivas costumbres de las antiguas élites económicas heredadas a los nuevos actores, quienes siguieron viendo al Estado no como ente regulador, garante de los principios liberales, sino como herramienta de abuso y distorsión de las reglas del juego, para ponerlas completamente a su favor.

El partido Arena fue el instrumento político apropiado para tal fin durante 20 años, mientras que el FMLN no tocó ese esquema, más bien se acomodó a él durante 10 años y, junto con sus antecesores, le añadieron un nuevo componente social dañino y desolador al panorama nacional: las pandillas, cuyo caldo de cultivo fue la descomposición social de la posguerra y la exclusión económica.

Harto de un bipartidismo paralizante y de un estado de cosas desesperanzador, el pueblo decidió en 2019 llevar al poder a Nayib Bukele, dándole en 2021 las herramientas legales para gobernar en sintonía con todos los poderes y ratificando esa decisión en 2024. Tras un primer quinquenio marcado por la pandemia del covid y la guerra contra las pandillas como preocupaciones centrales, llega su segundo quinquenio con la economía como prioridad. Algunas señales recientes revelarían la intención de que el país se encamine hacia un capitalismo más inclusivo, no dogmático, implementando medidas que pudieran provocar las críticas de algunos neoliberales radicales, pero que serían necesarias y exigidas por las condiciones concretas de nuestro contexto social, político, histórico y económico.

Si lo que se busca es que la prosperidad de uno influya positivamente en la prosperidad de todos, el Estado debe garantizar condiciones justas para productores, inversionistas, comerciantes y consumidores; por eso mismo, conociendo la tradición de voracidad instalada por siglos en diversas capas socioeconómicas, no se puede dejar todo a la jungla de la oferta y la demanda, especialmente en productos sensibles como la canasta básica y aquellos que cubren las necesidades elementales. Dicho de otra forma: hay que hacer los ajustes pertinentes a este incipiente sistema económico capitalista, fuera de la ortodoxia teórica, para que produzca los beneficios sociales tan largamente esperados.

lunes, 22 de julio de 2024

Por qué Trump embiste a los salvadoreños

Publicado en ContraPunto

El jueves 18 de julio de este año, en su discurso de aceptación como candidato a la presidencia de los Estados Unidos de América por el Partido Republicano, Donald Trump hizo una acusación tan falsa como desconcertante: que El Salvador está enviando intencionalmente a sus criminales a Estados Unidos, como estrategia para bajar sus índices de homicidios. Incrédulos y boquiabiertos, hubo quienes sugirieron que quizá Trump había confundido a El Salvador con Venezuela; pero dos días después, en un mitin en Michigan, repitió el discurso y quedó perfectamente claro que Trump dijo exactamente lo que había querido decir.

Este ataque artero a la política de seguridad implementada en nuestro país por el presidente Bukele ha dejado perplejos a muchos, pues entra en flagrante contradicción con el apoyo explícito que importantes sectores y líderes republicanos, entre ellos el senador Marco Rubio y la congresista María Elvira Salazar, han expresado a la guerra contra las pandillas en reiteradas ocasiones. Hay quienes ven esto como una puñalada trapera a la supuesta simpatía existente entre Trump y Bukele, aun cuando se sabe que en política no hay amistades, sino intereses.

La pregunta es por qué la campaña de Trump ha decidido estigmatizar así a los migrantes salvadoreños, de manera análoga a como lo hizo con los mexicanos en la campaña 2016 (a quienes etiquetó como “criminales, violadores y narcotraficantes”). Más allá de posibles actitudes e ideas supremacistas, la respuesta está en los fríos números y en el desalmado cálculo político electoral.

Según el sitio Real Clear Politics, el panorama para la elección presidencial de noviembre de 2024, contando los votos electorales por estado, estaba así (hasta antes de la retirada del candidato demócrata Joe Biden):

· Estados con ventaja demócrata: 198 votos electorales.
· Estados con ventaja republicana: 219 votos electorales.
· Estados en disputa (“swing states”): 121 votos electorales.

Se necesitan 270 votos electorales para ganar la elección.

Visto sobre el mapa, tenemos los “blue states” (demócratas) versus los “red states” (republicanos). Los grises son los “swing states”, en donde aún no está claro el panorama. Es en estos estados donde la campaña electoral debe ser especialmente intensa.

Ahora bien, ¿qué pintan los salvadoreños en este mapa? Según un censo de 2020, la inmensa mayoría de salvadoreños que viven en EE. UU. residen en los estados de California, Maryland y Nueva York, que son claramente favorables a los demócratas (“solid blue”); en Texas, que se inclina por Trump; y en Virginia, que está en zona gris (disputa cerrada).

Al atacar a los salvadoreños y desacreditar a Bukele, cuya simpatía entre la diáspora es aún más abrumadora que dentro de El Salvador, Trump sabe que el apoyo que pueda perder en estados como California, Maryland y Nueva York es irrelevante, puesto que de todas formas allí no tiene posibilidades de ganar; tampoco pone en gran riesgo su ventaja existente en Texas, ya que aun cuando los salvadoreños tengan voz, no tienen voto (la mitad están sin papeles desde siempre y el porcentaje de compatriotas que ya son ciudadanos es bien bajo).

El uso de la etiqueta anti salvadoreña se dirige, entonces, a los “swing states” como Michigan, Minnesota, Wisconsin y otros, en donde la presencia de salvadoreños y latinos en general es mínima. El propósito de Trump para ganar votos en esos estados es simple: generar xenofobia contra los latinos que entran a miles de kilómetros de distancia por la frontera sur, asustando a la población anglosajona de aquellas tierras con una amenaza fantasma: la vieja táctica del Bogeyman.

En conclusión, este ataque de Trump contra los salvadoreños (que seguramente se repetirá una y otra vez durante la campaña) puede que le cueste la simpatía de nuestros compatriotas en muchos lugares donde le da igual, pues no tiene oportunidad, pero él y su equipo de campaña creen que les dará réditos electorales en los estados donde más lo necesita, así sea a costa de un “backlash”.

Pero más allá de la lógica inmisericorde de los cálculos numéricos, ningún salvadoreño, sin importar su preferencia política local, puede alegrarse o justificar esa campaña estigmatizante, pues tal discurso potencia la discriminación y puede propiciar ataques (verbales e incluso físicos) contra nuestros compatriotas allá. Ojalá no sea así y rectifiquen a tiempo.

martes, 2 de julio de 2024

La finalidad del arte

Publicado en Diario El Salvador

La reestructuración del Ministerio de Cultura, anunciada recientemente junto con el nombramiento del nuevo titular de dicha cartera de estado, presenta una ocasión propicia para reflexionar sobre una pregunta fundamental relacionada con el objeto y propósito de tal institución; pero antes de formularla, es necesario precisar a qué nos referimos dentro de ese campo asombrosamente amplio que abarca la cultura (“conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”), enfocándonos aquí en la acepción generalizada del término como sinónimo de arte o bellas artes: arquitectura, escultura, pintura, música, danza, literatura (narrativa, poesía, teatro), cine y otras disciplinas nuevas que pudieran incluirse.

Delimitado así el terreno, la pregunta prenunciada en el párrafo anterior es la siguiente: ¿para qué sirve el arte, cuál es su finalidad, cuál su propósito? Tal cuestionamiento es inmensamente más simple que su respuesta, la cual ha sido ampliamente teorizada a lo largo de la historia, oscilando entre dos polos que a primera vista parecen contradictorios: de un lado, el “arte por el arte”; del otro, el utilitarismo.

La doctrina del "arte por el arte" surgió en Francia a principios del siglo XIX y rápidamente se extendió a toda Europa y América. El poeta Teófilo Gautier, uno de sus principales representantes, afirmó con claridad la esencia de esta postura: “el único propósito del arte es la belleza”. Desde tal punto de vista, una obra de arte no tiene que cumplir ninguna función moral, didáctica, política o de cualquier otra índole que no sea estética, pues esta se justifica por sí misma y solamente debe ser juzgada de acuerdo a cánones estrictamente artísticos, técnicos.

En contraparte, la visión utilitaria afirma que el arte debe tener una función práctica y servir a propósitos morales, educativos, religiosos, políticos o de cualquier otro tipo, que se consideren útiles para la sociedad. Ya desde la lejana antigüedad, el filósofo griego Platón afirmaba que el arte debía promover la virtud y la justicia. El arte renacentista de los siglos XV y XVI, aun con su exquisita perfección formal, solo fue posible en la medida en que sirvió a propósitos como la didáctica religiosa, el conocimiento y difusión del humanismo, la promoción de valores morales e incluso la propaganda política y social (promoción de la imagen de poderosos de la época, que fueron los mecenas de aquellos genios). En el siglo pasado, el arte de denuncia y compromiso social tuvo gran auge, sostenido en buena parte por los planteamientos de Jean-Paul Sartre y otros teóricos. Contemporáneamente, el arte se usa cada vez más como terapia para mejorar y fortalecer la salud mental, emocional y física de las personas; asimismo, este también es visto como una herramienta para alejar a los jóvenes de la delincuencia.

Aterrizando en la coyuntura actual, es claro que el trabajo del Ministerio de Cultura en este quinquenio irá por esta última línea, tal como lo expresa textualmente el comunicado oficial del nombramiento del ministro, al asignarle la misión de “impulsar los valores familiares y patrióticos, que son prioridad en la agenda del presidente”.

Por supuesto, en el país seguirán existiendo y presentándose, en diversos espacios gestionados por personas e instituciones privadas, otras expresiones artísticas, tanto en una línea puramente esteticista como también obras al servicio de causas diversas, incluso activismo no necesariamente coincidente con la perspectiva estatal o la idiosincrasia local. Es en ese panorama de conjunto donde hay que visualizar la diversidad de la oferta artística, aprovechando esa variedad de oportunidades para disfrutar de sus valores formales, reflexionar sobre sus valores vitales y desarrollar el propio sentido crítico.

lunes, 17 de junio de 2024

Para personas de amplio criterio

El fin de semana del 15 y 16 de junio se presentó, en el Teatro Nacional de San Salvador, la obra titulada “Inmoral”, producida por el Proyecto Inari, que en su publicidad incluyó el logo del Ministerio de Cultura. Según la nota de un periódico local, es “una fusión entre las artes performáticas drag y las artes dramáticas del teatro”.

El significado pertinente de “drag”, del sitio web WordReference, es un slang o jerga: “associated with the opposite sex, transvestite”, lo cual queda claro en las fotos promocionales pero no en el afiche. Seguramente el término más conocido es el que incluye las dos palabras: drag queen. Se trata, pues, de una obra enmarcada dentro del movimiento LGBT+ cuyo argumento se describe así:

A la protagonista de esta obra, se le es anunciado que su mejor amigo fue asesinado, agregado a esto es violentada por el cuerpo de seguridad y, al regresar a su casa asustada, se da cuenta que todos los fantasmas de su pasado han venido a visitarla.

Luego de las dos funciones de la obra, y seguramente atendiendo quejas de algunas personas que asistieron, el Ministerio de Cultura emitió un comunicado en donde manifiesta que la compañía teatral “no describió con precisión el contenido de su obra, que resultó ser no apta para todo público”; además, reclama que hayan usado el logo institucional sin su autorización. Por estas razones, se lee, “las funciones restantes del Proyecto Inari en el Teatro Nacional de San Salvador han sido canceladas” (aun cuando aparentemente ya no había más programadas).

Este incidente da pie para revivir el antiquísimo debate sobre la censura. Sabiendo que el arte es una compleja integración de aspectos formales y de contenido, la calidad artística tiende a establecerse a partir del manejo de los registros y códigos propios de cada rama del arte, mientras que el contenido siempre queda sujeto a valoraciones morales, políticas o de cualquier otra índole. Así, la censura puede ejercerse sobre obras que no alcanzan los estándares mínimos de calidad puramente estética o también, como en este caso, contra espectáculos cuyo contenido sea considerado por algún motivo inapropiado, inconveniente, perjudicial, incorrecto, etc. Este debate es infinito y no tiene mucho sentido pretender zanjarlo de una vez por todas (allá cada quién con su opinión).

La postura del Ministerio de Cultura es que dicha institución arrienda los espacios que administra, como el Teatro Nacional, “exclusivamente para eventos culturales que sean apropiados para audiencias de todas las edades”. Este incidente se enmarca en el contexto de una fuerte polémica en la cultura occidental, especialmente en países del primer mundo, sobre la exposición de menores de edad a espectáculos queer. A nivel local, responde a una política explícita de supresión en ámbitos estatales (culturales, educativos, etc.) de cualquier contenido que promueva —explícita o implícitamente— la así llamada Ideología de Género.

De acuerdo a declaraciones de sus productores, la obra “Inmoral” se ha presentado libremente en diversos espacios escénicos desde hace un año. Se entiende que el público ha acudido consciente y a sabiendas de qué va el tema. La polémica actual surge por hacerla en espacios estatales supuestamente familiares, a los cuales ingresarían personas incautas que podrían sentirse ofendidas en sus valores conservadores. Siendo así, acaso habría que añadir obligatoriamente en la promoción de dichos espectáculos esta antigua y nunca superflua prevención: “Para personas de amplio criterio”.

sábado, 15 de junio de 2024

Delfy: 22 de mayo de 1979

Publicado en ContraPunto

A primeras horas de la noche del 22 de mayo de 1979, un grupo de jóvenes manifestantes fue atacado por elementos de los cuerpos de seguridad del gobierno del general Carlos Humberto Romero. Varios murieron, entre ellos mi hermana Delfy Góchez Fernández, estudiante de Psicología de la UCA, quien estaba por cumplir 21 años.

Personalmente, el conocimiento e interpretación de las circunstancias que propiciaron su muerte ha sido un proceso lento y difícil, construido sobre la base de relatos y testimonios dispersos. Desde hace muchos años he tenido claro lo que ocurrió, lo cual pude confirmar posteriormente a través de publicaciones de personas que conocieron de primera mano los hechos, incluyendo algunas sobrevivientes.

El contexto social de 1979 en El Salvador y en toda la región era sumamente convulso. Desde hacía varios años, cinco organizaciones insurgentes se habían venido fortaleciendo, encaminadas a lanzar una ofensiva armada para derrocar a la dictadura militar, vía insurrección popular, ante la evidencia de que todos los espacios de oposición política pacífica habían sido cerrados de manera definitiva, brutal y sangrienta.

Del lado gubernamental, la única respuesta a las demandas sociales era la represión generalizada, incluyendo torturas y ejecuciones extrajudiciales. Los antecedentes del 30 de julio de 1975 y el 28 de febrero de 1977, cuando sendas manifestaciones de protesta habían sido disueltas por militares a balazo limpio en las calles de San Salvador, no habían dejado duda del talante criminal del régimen del coronel Arturo Armando Molina (1972-1977). Tal política continuó bajo el mandato del general Carlos Humberto Romero, quien ascendió al poder en 1977 de la misma forma que su antecesor: vía clamoroso fraude electoral y matanza en las calles.

Mi hermana Delfy había entrado a las luchas sociales a través de las Fuerzas Universitarias Revolucionarias “30 de julio” (FUR-30, con sede en la UCA), que eran parte del Bloque Popular Revolucionario (BPR), frente de masas de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL). Entiendo que en aquel momento era muy difícil mantenerse al margen de una aguda polarización política. En tal contexto, muchos optaron por incorporarse a dichas organizaciones, con la plena disposición de sacrificar sus vidas para alcanzar los nobles ideales de justicia y libertad. (Otra cosa muy distinta es el talante moral de algunos dirigentes de aquellas organizaciones, lo cual se fue revelando en el tiempo hasta confirmar las más amargas certezas.)

El martes 8 de mayo, dos semanas antes de la fecha que titula estos párrafos, un grupo de personas que ocupaban la catedral metropolitana fueron atacadas con armas de guerra por la policía, con saldo de varios muertos que quedaron tendidos sobre las gradas del templo católico. Este hecho dejó en claro una vez más el modus operandi de los cuerpos de seguridad del régimen: cualquier manifestación de protesta iba a ser tratada de la misma forma. A partir de entonces, esa era una verdad ineludible y de conocimiento obligatorio para la dirigencia de los grupos insurgentes, fuesen de la cúpula o de mandos medios.

Por esos días, un grupo de militantes del BPR ocuparon la embajada de Venezuela (colonia Escalón, San Salvador). con fines de protesta política y plantear reivindicaciones sociales. Los miembros del cuerpo diplomático, inicialmente retenidos por los activistas, habían logrado escapar del recinto. A la fecha del martes 22 de mayo, el local tenía cortados los suministros de agua potable y energía eléctrica; además, la sede estaba rodeada por un fuerte dispositivo de seguridad.

Ante tal situación, la dirigencia local del BPR decidió organizar una marcha para romper el cerco policial y extraer a sus compañeros de la embajada. Aunque la actividad fue promovida explícitamente como humanitaria para “llevar agua y alimentos” a los ocupantes, en realidad tenía un propósito militar de rescate.

El hecho es que el BPR, frente de masas de las FPL, mandó a un centenar de manifestantes, la gran mayoría desarmados, prácticamente como grupo de choque contra un cerco policial, a sabiendas de que los agentes del régimen tenían el aval para disparar sus fusiles de guerra G3, en espacio abierto y de manera indiscriminada, con toda la ventaja táctica, sin que necesariamente hubiese provocación de por medio.

En última instancia, yo respeto el compromiso que adquirió mi hermana Delfy en ese contexto social y dentro de la disciplina de la organización a la que pertenecía. Lo que no acepto es que aquellos dirigentes hayan enviado a tanta gente a esa misión, conscientes de que no tenían ninguna oportunidad de éxito y sabiendo que lo único que iba a producir eran muertos en las calles.

En lo que a mí concierne, tengo claro que la bala criminal que mató a mi hermana Delfy salió de un fusil de los cuerpos de seguridad del régimen asesino del general Carlos Humberto Romero; pero también sé que la planificación y el diseño culposo que la colocaron fatalmente en la trayectoria de una bala que todos sabían iba a ser disparada, fueron responsabilidad de la dirigencia de las FPL, a través de sus frentes de masas BPR y FUR-30.


viernes, 7 de junio de 2024

Aquella institucionalidad


Publicado en Diario El Salvador

Desde hace algún tiempo viene sonando repetidamente, en ciertos círculos académicos y periodísticos de la oposición nacional e internacional, un discurso de preocupación y lamento por los conceptos “democracia” e “institucionalidad”, a partir de la premisa que bajo el gobierno de Nayib Bukele estos bienes sociales se estarían perdiendo progresivamente, hasta llegar a un punto de no retorno que los más tozudos califican como “dictadura”.

Puesto que dicho razonamiento ha chocado frontalmente con la realidad electoral de un fuerte apoyo popular a la gestión del mandatario, estos mismos intelectuales han formulado entonces la tesis que, ante la insoportable situación a la que se llegó bajo el reino de las pandillas, el pueblo salvadoreño acabó sacrificando la democracia y su institucionalidad a cambio de la sensación de seguridad.

Tal razonamiento es una falacia y un engaño histórico, porque presupone la existencia real de aquella institucionalidad democrática como esencialmente buena, desvinculándola de su realidad concreta, en la cual hubo un grave deterioro de la seguridad ciudadana precisamente como efecto directo de esa misma institucionalidad.

Es necesario entender que la supuesta democracia de la posguerra fue, en realidad, una partidocracia en la que las dos fuerzas beligerantes, convertidas en instituciones electorales de derecha e izquierda, ganaron la capacidad de bloquearse mutuamente, no para velar por los intereses populares sino para repartirse beneficios y prebendas en negociaciones oscuras con métodos nefastos. En estas prácticas concurrieron otros partidos políticos que, con mayor o menor descaro, asumieron cínicamente el rol de mercenarios, con la excusa de darle gobernabilidad al país, a cambio de pingües beneficios personales.

Como consecuencia de aquel estado de cosas, la falta de atención e interés de aquella institucionalidad para resolver los crecientes problemas de la población, particularmente durante los dos primeros gobiernos de Arena, facilitó enormemente la proliferación de las pandillas, que encontraron su caldo de cultivo en la marginalidad socioeconómica de amplios sectores de la población. Luego, cuando el problema ya fue imposible de ignorar, los dos siguientes gobernantes en turno lanzaron políticas propagandísticas de mano dura y súper dura, pero sin más plan que intervenciones mediáticas y esporádicas carentes de continuidad.

Después vino el primer gobierno del FMLN, que no solo se acobardó ante el desafío de la criminalidad organizada, sino que literalmente se arrodilló ante ella, implementando una tregua que vino a empoderar y convertir en actores políticos a quienes tanto daño estaban causando al país. El segundo gobierno del partido rojiblanco aparentemente intentó dar marcha atrás en esto, al menos a nivel de discurso, pero durante su gestión se tuvieron las cifras más espeluznantes y desesperanzadoras de asesinatos. Todo lo anterior ocurrió, no se olvide nunca, bajo las instancias ejecutivas, legislativas y judiciales de un estado fallido.

Lo que nunca entendieron los gestores y defensores de aquella institucionalidad es que, para combatir a organizaciones criminales de ese nivel, se necesitaba de la acción coordinada y unitaria de los tres órganos del estado, con leyes especiales y procedimientos excepcionales acordes a la lógica y la realidad operativa de dichos grupos, tal como ha quedado demostrado en la praxis.

En esta línea de pensamiento, bien puede afirmarse lo siguiente: no es que hoy se haya perdido la institucionalidad democrática, sino que esta se ha alineado en la misma dirección por mandato del soberano, que es el pueblo, para comenzar a resolver los grandes problemas históricos de los que nunca se ocupó esa decadente clase política que todavía ocupa el espacio de la oposición, si bien cada vez más desintegrada. Esta realidad es la que ha entendido la gente, incluso la más sencilla, y esta es la explicación de las decisiones electorales que han llevado al segundo mandato del presidente Bukele.