Artículo publicado en El Diario de Hoy (25 de febrero de 2018, página 20).
Encuestas recientes coinciden en reflejar un significativo porcentaje de personas que no están interesadas en ejercer el sufragio el próximo 4 de marzo, ya sea porque desconfían del proceso electoral o porque consideran que los partidos políticos existentes no representan a la ciudadanía, pues trabajan solo para sus propios intereses.
Muchas voces se han expresado en el mismo sentido, llamando a manifestar tal descontento y frustración a través de la abstención o la anulación del voto, exponiendo razones que parecen tener sentido.
Sin embargo, analizando con más cuidado hallaremos que el camino de la autoexclusión electoral es inadecuado e inconveniente. Preferencias o antipatías partidarias aparte, hay al menos tres argumentos para participar positivamente en estas elecciones.
Primero: votar masivamente reduce el poder del voto duro.
El así llamado “voto duro” de los partidos políticos es fundamentalmente dañino para el país. Esta ciega adhesión incondicional se muestra indolente e indulgente ante prácticas corruptas y antiéticas, pues siempre está allí para endosar cuantos cheques en blanco hagan falta.
Así, mientras más personas fuera del rebaño político le den la espalda al evento electoral, más fuerza relativa adquiere este voto fanático y, en consecuencia, los actuales institutos políticos seguirán sabiendo que no necesitan transformarse para convertirse en mejores representantes de la ciudadanía.
El voto consecuente de la población es premio o castigo necesario; en cambio, la abstención o la anulación es no más que enmudecer y aceptar implícitamente el statu quo.
Segundo: votar racionalmente depura las instituciones.
El voto bien informado debería convertirse en un voto pragmático, racional, cambiando funcionarios/as municipales o legislativos que no han cumplido con sus responsabilidades y dándole la oportunidad a otros que tengan mejores perfiles y propuestas.
Y aun cuando la oferta política actual no sea demasiado alentadora (especialmente en cuanto a diputados/as), tampoco es cierto que “todos los candidatos son iguales”, pues las generalizaciones suelen ser engañosas.
En el caso de la elección legislativa, el voto por rostro es una forma efectiva de distinguir y seleccionar la oferta, pero para que este funcione bien es necesario que la gente esté mucho más atenta a las trayectorias personales, las acciones realizadas y las propuestas presentadas por los candidatos/as.
Tercero: a los políticos los mueve el voto, no la indiferencia.
Creer que la abstención o la anulación del voto es un poderoso grito de protesta que hará temblar los cimientos de la partidocracia es, cuando menos, ingenuo. Incluso si los votos nulos fueren más que los válidos, el gran “logro” sería repetir las elecciones… con los mismos candidatos.
La realidad es esta: en cada municipio, de una u otra manera siempre se elegirá un alcalde o alcaldesa, y a la Asamblea Legislativa invariablemente llegarán 84 diputados. El número es excesivo, sí, pero mientras no se reforme la Constitución no habrá menos de ellos como consecuencia de no votar. Ya que esto será así, es mejor tener alguna incidencia que ninguna en la selección de tales funcionarios.
Si le quiere mandar un mensaje a la clase política, tenga claro que el único lenguaje que posiblemente entiendan es el voto positivo en una u otra dirección específica. Las abstenciones y votos nulos, más allá de las coloquiales y pintorescas frases que en las papeletas puedan escribirse, a nadie le quitan el sueño.
Dicho lo anterior, recordemos que el solo voto no basta para transformar el sistema político: hacen falta muchas más acciones que exijan eficiencia, honestidad y rendición de cuentas a los funcionarios públicos. El voto es la manera más elemental de incidir en la vida política, pero si nos desentendemos de él, no cabe la posibilidad de pensar siquiera en otras formas de participación más activas.