El término “daño colateral” se refiere a los perjuicios accidentales, no intencionales, causados a terceros como resultado de una operación militar, ya sea en sus bienes materiales o su integridad física. Estos daños han existido desde la más lejana antigüedad, pero el término como tal lo acuñó el ejército de los Estados Unidos en el contexto de la guerra de Vietnam. Actualmente su uso (literal o figurado) se ha ampliado a otros ámbitos, incluso en la medicina (donde son llamados “efectos adversos” de un medicamento, que en algunos casos pueden ser devastadores).
En la actual coyuntura sociopolítica de El Salvador, donde está vigente la medida constitucional del régimen de excepción desde marzo de 2022 para apresar a todos los miembros de las pandillas criminales, las autoridades han usado el término para referirse a aquellas personas capturadas erróneamente, sin ser miembros de dichas estructuras delincuenciales; es decir, son inocentes que psaron meses en prisión mientras se hacían las averiguaciones (algunos de los cuales llegaron a fallecer por diversas causas).
Se tiene entonces, por un lado, la presente política de seguridad del gobierno, que ha logrado desarticular casi por completo la actividad de las pandillas (con la subsiguiente reducción al mínimo de homicidios y demás delitos cometidos por estas estructuras); pero, en contraparte, también hay un conjunto de afectaciones a personas inocentes, producto de esa misma política.
¿Qué cabe hacer ante tal panorama? La verdad es que no existe una respuesta simple ni fácil.
Como punto de partida, sin faltar el respeto al dolor de las personas injustamente afectadas por la medida, es necesario aceptar que toda acción humana es susceptible de errores y que la probabilidad de cometerlos aumenta según sea el número de individuos involucrados en su implementación. Por supuesto, se trata de evitar estos yerros lo más que se pueda, pero en el campo de lo real se sabe que van a ocurrir y que se tendrá que lidiar con ellos.
Lo anterior crea la necesidad de hacer una evaluación permanente de la cuantía de los daños colaterales de la acción tomada, en contraposición a los beneficios objetivos y resultados de la misma.
Tomando como referencia la tasa de homicidios en El Salvador durante el periodo 2009-2018 (64 por cada 100,000 habitantes), en el país hubo aproximadamente 41,000 asesinatos en una década (casi 340 al mes, 11 al día). En contraparte, durante el régimen de excepción el promedio de homicidios ha bajado drásticamente a 2.3 por cada 100,000 habitantes. Ojo: pasar de 64 a 2 (o a lo sumo 3) no es cosa baladí, aparte de la reducción significativa de otros delitos graves como la extorsión.
Visto en una perspectiva temporal y desde un ángulo inverso, numéricamente hablando, el costo estimado en vidas humanas por no aplicar esta política de seguridad (bajo el argumento de sus imperfecciones) habría sido de 4,100 asesinatos anuales, aparte de continuar sin esperanza en la debacle social de las décadas anteriores.
Ahora bien: está claro que estos datos, aunque objetivos, no resuelven el dolor de los inocentes que han sufrido directamente los daños colaterales, pues ninguna explicación alivia el sufrimiento de las personas capturadas injustamente, tampoco de sus familiares.
No obstante, al ser la aplicación de esta política de seguridad una decisión consciente en defensa de la ciudadanía en general, el Estado debe redoblar esfuerzos para minimizar los errores en su aplicación y, además, considerar a futuro hacer una reparación simbólica de los daños colaterales, en los casos que corresponda.
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