* Publicado en Diario El Salvador (18 de abril de 2023, página 25).
El concepto de democracia (“sistema político en el cual la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce directamente o por medio de representantes”) es más amplio y exigente que la sola realización de elecciones periódicas, pero no puede prescindir de un componente fundamental, sin el cual perdería su sentido: “la participación de todos los miembros de un grupo o de una asociación en la toma de decisiones”.
La Declaración Universal de Derechos Humanos establece que toda persona tiene tales derechos y libertades “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Dicho lo anterior, es curioso ver cómo en el contexto político actual hay cierto sector, que gusta de posar como intelectual, que reclama para sí el tener una influencia política privilegiada en virtud de sus títulos académicos, menospreciando la opinión mayoritaria del soberano, que es ese conjunto heterogéneo de personas al que llamamos pueblo.
Ese tipo de pensamiento elitista lo vemos particularmente en los análisis que ciertas personas e instituciones hacen de las encuestas de opinión pública, cuando se esmeran en desacreditar los datos por ellos mismos recolectados, atribuyendo el resultado a la supuesta ignorancia, desinformación o engaño de la población encuestada, incluso estableciendo correlaciones estadísticamente inválidas.
Su tesis de fondo (más o menos oculta por decoro) es que la población que así se ha manifestado no tiene el mismo derecho que los ilustrados para opinar de política y dar su voto a quien consideren que mejor vela por sus intereses, porque una minoría iluminada sabría qué es lo mejor para unos y otros, aunque no sea capaz de convencer al conglomerado social de la validez, sensatez y conveniencia de sus propuestas.
La presunta superioridad de la élite por encima del vulgo no es una idea política nueva, pues ya desde la antigüedad griega Platón se decantó por la República de los Sabios, una sofocracia en donde gobernarían los filósofos (sistema que él consideraba superior a la democracia).
Pero en este punto hay un error esencial. Es cierto que la sabiduría es una cualidad imprescindible en los gobernantes y, por otra parte, está claro que la formación académica superior es una aspiración legítima y deseable para toda persona; sin embargo, no hay evidencia de que la sabiduría se derive mecánicamente de la simple acumulación de saberes, más bien sobran ejemplos de opiniones y acciones insensatas producidas por personas bien tituladas.
El problema es que se confunde conocimiento con sabiduría, lo cual ya no es sostenible a partir de la conceptualización de las inteligencias múltiples (Howard Gardner, 1983). Recordemos que según este enfoque las personas tienen diversas capacidades en distintos campos de acción (verbal, matemático, espacial, auditivo, kinestésico, intrapersonal, interpersonal y naturalista). De aquí se sigue que la sensatez y la sabiduría no vienen dadas por la inteligencia académica sino por la inteligencia emocional, la cual involucra fundamentalmente lo intrapersonal (comprensión de sí mismo) y lo interpersonal (comprensión de las demás personas).
Ojo: no se trata de desacreditar a la academia, pues la educación formal proporciona valiosas herramientas para la vida personal y social; el punto es entender que tener un grado académico no implica necesariamente que la persona produzca un análisis más objetivo de su situación personal, social o política, libre de prejuicios y distorsiones ideológicas.
Así pues, al hablar de democracia es preciso entender que todos los miembros de una sociedad tienen el derecho a opinar a partir de sus propias vivencias y experiencias particulares, siendo cada opinión igualmente respetable y válida para el recuento general, sea cual sea su nivel educativo formal. Pretender lo contrario es esencialmente antidemocrático.
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