Publicado en Diario El Salvador
Las celebraciones de la independencia ocurren en todos los países que alguna vez fueron colonias de pasados imperios, celebrando así el nacimiento de ese colectivo como nación. Sin embargo, por realizarse de manera casi automática, muchas veces se olvida actualizar su sentido, siendo necesario volver a reflexionar sobre la identidad nacional y su historia.
Hasta hace unos setenta años, el discurso oficial dictaba una visión romántica de la independencia, según la cual un grupo de nobles patriotas —liderados por el presbítero José Matías Delgado y henchidos de ideales— arriesgaron sus vidas para darle al pueblo la ansiada libertad, quebrando así el yugo español. La visualización de ese mito está en un famoso cuadro del pintor chileno Luis Vergara Ahumada, donde se ve a Delgado arengando a la extasiada multitud (brazo extendido señalando al futuro), composición gráfica que llegó al pueblo impresa en los antiguos billetes de cinco colones.
Sin embargo, a mediados de los años cincuenta comenzó una calculada labor de demolición de la cultura tradicional (entendida como “ideología” en el sentido de representación falsa de la realidad), aparejada al surgimiento de las organizaciones políticas y militares de izquierda. El primer símbolo artístico relevante que representó ese quiebre fue el poema-discurso “Patria exacta”, de Oswaldo Escobar Velado (agria y desgarradora contracara de la “Oración a la bandera”); mientras que el libro más demoledor fue la monografía El Salvador, de Roque Dalton, publicada por el sello cubano Casa de las Américas en 1963 (prácticamente la base y preludio académico de Las historias prohibidas del Pulgarcito, su obra contracultural más representativa).
Como resultado de lo anterior, durante las convulsas décadas de los setentas y ochentas las celebraciones patrias fueron cayendo en descrédito ante muchos sectores de la población. Los próceres perdieron su aura mística y pasaron a ser vistos como una élite criolla de gestores de una independencia conveniente solo para sus intereses económicos, los fundadores del estado semifeudal oligárquico que se perpetuó por décadas a base de negarle sus derechos a las mayorías. En este afán, hasta hubo activistas radicales de izquierda que quemaron la bandera nacional, en señal de repudio al statu quo.
Finalizada la guerra civil, las celebraciones de la independencia resurgieron en medio de los escombros de la demolición que supusieron 12 años de matanza inútil y más de 80,000 víctimas mortales. El azul y blanco fue abrazado entonces de manera universal por los salvadoreños en un soñado reencuentro.
Tristemente, las dos décadas y media de progresiva decepción política y descomposición social que siguieron a la firma de los Acuerdos de Chapultepec fueron creando una mancha degradante para el orgullo nacional. Identificarse como salvadoreño implicó evocar irremediablemente a la capital mundial de los homicidios y el reino de la más salvaje impunidad, provocando incontables expresiones de desazón; sin embargo, nuestros símbolos patrios pervivieron como una declaración implícita de perseverancia y fidelidad a los ideales de un mejor destino.
Hoy, a 202 años del acta de independencia de Centroamérica, el entusiasmo por la celebración de la existencia de este colectivo llamado República de El Salvador ya no depende de los dudosos motivos por los que actuaron los próceres. Nuestras celebraciones y símbolos han sobrevivido a tantas estocadas porque los colectivos no pueden existir sin una identidad, aunque sus orígenes hayan sido polémicos. Gestos tan sinceros como el canto fervoroso del Himno Nacional, enarbolar jubilosos nuestra bandera y declarar con orgullo nuestra nacionalidad en cualquier rincón de la tierra representan ahora la esperanza vigente en la inmensa mayoría, por recorrer el camino definitivo hacia la emancipación de los grandes males históricos que han bloqueado sus más caras aspiraciones.
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