Hay una frase bastante común que aconseja no dar explicaciones, pues “tus amigos no las necesitan y tus enemigos no las entenderán”. Suena bien, pero la realidad no es tan simple. A veces es necesario explicar la razón de ciertas cosas, no solo como testimonio de reflexión personal, sino en atención a personas que se preguntan sin mala intención el porqué de ciertas acciones públicas que uno toma, tal vez por no conocer todos los elementos necesarios para llegar a una respuesta satisfactoria.
En más de una ocasión, he contado que viví los primeros 25 años de mi vida entre el violento periodo pre-insurreccional y la desgraciada guerra civil, donde la expectativa de mi generación era tan básica como evitar las balas. Luego, tras la firma del armisticio en 1992, entré al segundo periodo de mi vida con la ilusión de la paz democrática, pero fue efímera: pronto se convirtió en desencanto y, poco a poco, el país cayó bajo el dominio de estructuras criminales, con escenas cada vez más horrendas y una cifra de muertos superior a la de los años del conflicto armado. Los gobiernos de aquellas décadas toleraron y empoderaron esta masacre de baja intensidad, mientras en lo político quedamos atrapados en un bipartidismo corrupto y exasperante. Así fueron mis segundos 25 años, inmerso en el escepticismo casi total.
Hoy, en esta tercera y posiblemente última etapa de mi vida, veo que el país ha comenzado a recuperarse de esas terribles pesadillas que lo marcaron durante medio siglo. Hay signos e indicadores concretos de recuperación, de esperanza y expectativa de progreso. No es una percepción aislada, sino compartida con una amplia mayoría de la población.
En este contexto es que entro al pasatiempo de dar mis opiniones en el ámbito político, a través de medios de comunicación social. Opinar es algo irrefrenable en mí. Siempre lo hice en lo laboral, en lo familiar y en lo cultural, pero es hasta esta edad que me he involucrado en programas de opinión pública y en el uso sistemático de redes sociales para tal fin. No hace falta justificarlo, pues es mi derecho inherente. En este ámbito, no tengo ningún problema en aceptar que mis intervenciones y análisis tienden a estar en sintonía con el actual rumbo que lleva el país, que es un proceso imperfecto pero alentador.
En atención a quienes se sorprenden de buena fe por mis apariciones públicas, me interesa establecer algo muy simple: que mi postura es sincera. Esta declaración debería ser una base implícita entre personas que comprenden que el pensamiento crítico puede llevar a conclusiones distintas, razonadas y sustentadas. Mis opiniones son auténticas y no tengo que disculparme por ninguna de ellas, salvo errores involuntarios.
Estoy consciente de que, como toda persona, puedo equivocarme. Ese es un riesgo que todos corremos en todas las etapas de nuestras vidas. Ante eso, la solución ilusoria de muchos es refugiarse en una coraza de escepticismo. Otros optan por estar siempre en contra, al acecho del fracaso ajeno para decir “te lo dije”. Pero también sé que muchas personas, a lo largo de la historia —y en mi propia familia—, tomaron la decisión de confiar, porque el nihilismo no va con la vida humana.
Al final, lo que realmente importa es que las decisiones se hayan tomado a partir del discernimiento y la honestidad intelectual, no por intereses mezquinos. Y en esto, uno cuenta con el apoyo de quienes verdaderamente importan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario