Publicado en Diario El Salvador.
El 12 de octubre aún está marcado en los calendarios de varios países como el Día de la Raza o Día de la Hispanidad, denominaciones que conmemoran la fecha de la llegada del navegante Cristóbal Colón a la isla de Guanahani (actual archipiélago de las Bahamas), hecho que en la cultura popular se conoce como “el descubrimiento de América” (pese a que Colón, en sus cuatro viajes y hasta su muerte, siempre creyó haber estado en las Indias Orientales, en el Asia).
En El Salvador, la festividad se instauró en 1915 mediante decreto legislativo, “como recuerdo de gratitud y admiración al descubridor del Nuevo Mundo”, en sintonía con la propuesta continental del funcionario español Faustino Rodríguez-San Pedro, quien eligió la fecha como símbolo de la unión iberoamericana, iniciativa que fue aceptada de inicio por prácticamente todos los países implicados.
Aunque desde el principio su denominación suscitó algunas polémicas, no fue sino hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX cuando esta se cuestionó fuertemente y de manera bastante generalizada, a la luz de una revisión crítica de la historia, tanto así que para 1992 y la celebración del quinto centenario del así llamado “descubrimiento” (que es, en sí, un término eurocéntrico), el lema contestatario más recordado fue la pregunta retórica “500 años ¿de qué?”
En diferentes momentos de su historia, los países latinoamericanos han ido modificando la denominación y el sentido inicial de la conmemoración aludida, sustituyéndola en algunos casos por una visión más respetuosa e integradora. En nuestro país, la Asamblea Legislativa suprimió en 2021 la “Fiesta de la Raza”, por considerar que dicho concepto lesiona la dignidad de los pueblos indígenas, que sufrieron terribles vejaciones durante la conquista y colonia española.
Sin embargo, más allá de la perspectiva que se asuma al momento de visualizar y entender los hechos ocurridos hace 500 años, es importante ser fieles a la historia y reconocer nuestra identidad nacional como un mestizaje étnico y cultural, forjado a lo largo de siglos. En este tema no caben los simplismos, pues tan nuestras son las raíces de los pueblos originarios (pipiles, mayas, lencas y otros) como aquellas que provienen de la vertiente peninsular española, sin olvidar el aporte afrodescendiente (aunque mucho menor en comparación con países vecinos) y otras etnias que a través de la historia se han fundido en el crisol de la salvadoreñidad (como la de ascendencia árabe, entre otras).
En consonancia con lo anterior, es curioso notar cómo aquellas que consideramos “nuestras tradiciones”, expresadas en diversas formas de folclore (bailes, trajes típicos, gastronomía, mitos y leyendas, etc.) no se remontan mayoritariamente al pasado prehispánico sino a las épocas colonial y posteriores. Piezas musicales y coreográficas tradicionales como “Las cortadoras” y el “Pregón de los nísperos” aluden a la recolección del café, cultivo que se introdujo a gran escala en el país hasta mediados del siglo XIX. El sentido de las danzas de los Historiantes (moros y cristianos) y El Torito Pinto viene de España: la primera referida a la guerra de reconquista de casi ocho siglos en la península ibérica y la segunda, la representación de la tauromaquia. El Cipitío no va con taparrabo sino con cotón de manta, sombrero de palma y caites, tal como se les mandó vestir a los indios una vez finalizada la conquista. Y así hay muchos otros ejemplos.
Lo dicho anteriormente no es para minimizar nuestras raíces indígenas, sino para evidenciar nuestra identidad mestiza, lo cual requiere de honestidad histórica e implica la aceptación y el respeto por las diversas fuentes vitales que nos han alimentado durante nuestra historia y nos han llevado a ser lo que somos: un colectivo multicultural en donde ya no caben las discriminaciones injustas ni las intolerancias obsoletas.
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