El 10 de octubre de 2023 se conoció del vil asesinato de una niña de 7 años en un barrio popular del área metropolitana de San Salvador, hecho abominable en el cual, según las primeras pesquisas, el criminal habría actuado por motivaciones sexuales. El presunto responsable, ya capturado, es un vecino contra quien las autoridades aseguran tener suficientes pruebas testimoniales, documentales y científicas que lo incriminan. Este caso recuerda a otro execrable hecho, como lo fue la violación y asesinato de la niña Katya Miranda en 1999, crimen que quedó en la impunidad aunque las investigaciones señalaron a su propio abuelo como el perpetrador.
Crímenes como los antes referidos provocan la inmediata condena
ciudadana, avivando el clamor de justicia así como la exigencia del más duro
castigo para esta clase de individuos. Nadie en su sano juicio debería pensar
siquiera en esgrimir algún tipo de descargo para semejante conducta. Nadie en
su sano juicio. Nadie.
Pero en tiempo de relativismos morales, oportunismos
políticos y estupideces ideológicas, nunca se sabe, pues existe cierto sector de
la sociedad, supuestamente ilustrado, que desde hace muchos años se ha esmerado
en presentar a los miembros de las peores estructuras criminales no como
victimarios sino como víctimas de la sociedad, en un retorcido esfuerzo por
aplicar a su conveniencia teorías sociales y psicológicas del más diverso
origen (desde Rousseau hasta Marx, pasando por Freud) para entender y acaso justificar
las más horrendas acciones.
Aparte de reportajes, publicaciones y expresiones de cierto sector del periodismo actual, que documentan esta enfermiza tendencia, hay una notable obra en la literatura de ficción nacional que toca este tema: la novela ¡Justicia, señor gobernador!, publicada por Hugo Lindo en 1961. Su trama es el esfuerzo de su personaje principal —el doctor Amenábar, juez y abogado— por examinar la formación (o deformación) de la personalidad de un reo de apellido López Gámez, convicto por la violación y asesinato de una niña de 6 años.
Lo interesante del caso es que el propio doctor Amenábar no tiene ninguna
duda de que López Gámez fue, en efecto, el autor material del crimen; sin embargo,
se resiste a creer en la maldad del individuo y, por el contrario, se empeña en
indagar en su miserable pasado psicosocial para explicar su conducta. En ese
afán, se remonta hasta la infancia del criminal y los abusos que este sufrió, de
donde derivan los serios traumas que finalmente empujaron a López Gámez a cometer
el horroroso hecho. A partir de tales hallazgos, el doctor Amenábar dicta una insólita
sentencia que lleva hasta las últimas consecuencias la traslación de las culpas,
por cuya causa es destituido de su cargo y acaba recluido en un manicomio.
¡Justicia, señor gobernador! plantea, a través de su
protagonista, una conclusión absurda a partir de razonamientos que pueden tener
algún sentido por separado, tanto desde el punto de vista social como
psicológico y moral, como lo son la interconexión de las acciones humanas y los
orígenes de las aberraciones conductuales; sin embargo, una vez más, en la
realidad de casos como el mencionado al principio, nadie debería atreverse a insinuar
siquiera que el asesino tenga algún tipo de explicación, justificación o atenuante.
¿O habrá aún quienes lo intenten…?
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