Publicado en Diario El Salvador, 11 de mayo de 2023.
Las relaciones entre ajedrez y política son tan antiguas como el juego mismo. Importantes figuras históricas lo practicaron (Benjamin Franklin, Napoleón y Simón Bolívar, entre otros), no solo por diversión sino porque ambas prácticas representan el combate y comparten formas típicas de razonamiento.
En palabras del connotado maestro y dirigente deportivo sudamericano Uvencio Blanco, “el ajedrez ha servido como una proyección simbólica de los procesos políticos y sociales más importantes; de hecho, podemos evidenciar que las aplicaciones metafóricas del ajedrez a los distintos dominios de la civilización humana datan de antes del siglo XIII y siguen operando en las narrativas modernas a través de diversas disciplinas”.
El ajedrez tiene dos conceptos fundamentales aplicables a la política: táctica y estrategia. La estrategia es el plan general para alcanzar el objetivo último: en el ajedrez, se trata de ganar la partida dando jaque mate, aunque puede haber objetivos estratégicos parciales (como establecer dominio en cierto sector del tablero); en la política, se trata de acceder al poder quitándoselo al adversario.
La táctica, en cambio, es el conjunto de procedimientos concretos para abonar a la causa general. Son movimientos orientados a ganar ventaja material o posicional, pequeños pasos tras la meta final, acciones puntuales que van marcando avances propios y minando la posición del adversario.
La estrategia y la táctica deben adecuarse a las condiciones existentes sobre el tablero, evaluadas con la mayor objetividad posible. En términos sencillos y populares, no se puede “atacar a lo loco” en el sector equivocado, tampoco donde la correlación de fuerzas o el momento no son oportunos.
Aterrizando en el actual escenario político salvadoreño, cabe preguntarse si esa amalgama de sectores llamada “oposición” tiene una estrategia bien definida y si sus tácticas son apropiadas.
La estrategia opositora, a la fecha, no está clara (más allá de que expresen su furibunda animadversión por los tres órganos del Estado); por el contrario, luce confusa e incoherente, comenzando por la indecisión fundamental de participar o no (juntos o por separado) en el próximo evento electoral, hasta el enigma esencial de si lo que quieren es regresar los que estuvieron antes o, en cambio, van a presentar una propuesta realmente distinta (lo cual es incompatible con sus voceros visibles y patrocinadores conocidos).
En cuanto a los recursos tácticos, cualquier ajedrecista intermedio sabe que al oponente se le ataca donde está débil, no donde está fuerte. Por ello, no se entiende que la oposición se empeñe en ir, sin ningún matiz ni discreción, contra lo que la población percibe como el mayor logro del presente ejercicio gubernamental, como es la desarticulación de las estructuras criminales que por décadas sometieron al país (hecho reconocido por los activistas opositores más propensos al ejercicio analítico). En esto no hay que confundirse: una cosa es abogar por casos de errores puntuales en capturas, que puede ser causa justa, y otra muy distinta es emprenderla maliciosamente contra toda la política de seguridad.
Otro ejemplo de tácticas fallidas son las que atienden amenazas imaginarias, que llevan a maniobras innecesarias en detrimento de otros aspectos realmente importantes. Es curioso cómo la oposición gusta de librar batallas fantasmas, producto de su paranoia, como el caso de la libertad de expresión, donde insisten en vender un panorama sombrío a su conveniencia, pese a que objetivamente nunca antes como ahora hubo más canales activos para expresar la diversidad de opiniones de todos los sectores.
Ciertamente, el ajedrez aplicado a la batalla política es un valioso instrumento para desarrollar un auténtico pensamiento crítico, dentro del cual la autocrítica es imprescindible. Pero ni lo uno ni lo otro parece ser el fuerte de esta amorfa oposición política.
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