Publicado en Diario El Salvador
Pertenezco a la generación de estudiantes universitarios que tuvo la fortuna de asistir a las cátedras de realidad nacional que, a mediados de los ochenta, daba el sacerdote jesuita y filósofo Ignacio Ellacuría en el auditorio de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”.
Tales ejercicios analíticos se producían en medio de una prolongada guerra civil, financiada por las potencias protagonistas de la Guerra Fría pero peleada por los ejércitos locales: la Fuerza Armada gubernamental y la guerrilla del FMLN; cada bando con su respectivo aparato de información y propaganda (el Coprefa y la Radio Venceremos, los más emblemáticos).
En medio de una aguda polarización ideológica, aquellas cátedras tenían características únicas que las convertían en auténticos destellos iluminadores, en medio de la situación social y política progresivamente caótica y absurda de una guerra que, si bien pudo tener alguna justificación reivindicativa en sus orígenes, para entonces ya había perdido sentido.
El discurso social y político de Ellacuría no era perfecto (nada humano lo es y podría mencionar un par de deslices notables), sin embargo tenía tres ideales superiores, de búsqueda constante en su elaboración, que aun sabiéndolos imposibles de alcanzar en su totalidad, eran de presencia evidente en la raíz de su elaboración.
Lo primero era la búsqueda de la objetividad, con todo y los problemas filosóficos y dificultades ideológicas que esto plantea. Ellacuría se afanaba en fundamentar sus opiniones con datos ciertos; obtenidos, analizados e interpretados cuidadosamente. Claro que tenía sus simpatías y antipatías por causas y personajes de la época, pero jamás lo escuché emitir opinión pública a partir de la bilis o la simple animadversión. En sus alocuciones, nunca cedió a la fácil subjetividad, pese a que no le faltaron provocaciones.
Lo segundo era un claro afán de imparcialidad, evitando casarse con cualquiera de los bandos en conflicto: ni con la derecha, por contradicciones obvias, pero tampoco con la izquierda y su peligrosa propensión a instrumentalizar discursos y figuras. Él tuvo la valentía de confrontar y señalar el daño que hacían unos y otros, desde una ética cristiana comprometida hasta las últimas consecuencias.
En este punto, cabe traer a cuenta un concepto suyo muy relacionado con los dos ideales antes mencionados: la afirmación de que la universidad debe aportar elementos para entender la realidad y para transformarla, pero haciéndolo “universitariamente”; esto en referencia a mantener prudente distancia y no confundirse con las facciones políticas y, en cambio, esmerarse en ser rigurosa con el método de sus investigaciones y aportes.
Finalmente, el tercer elemento presente en sus análisis era la sintonía con el sentir de la población. Como hombre religioso, una de sus constantes búsquedas era la palabra y la voluntad de Dios, las cuales -según su convicción- no necesariamente estaban en las jerarquías y esquemas tradicionales, sino que muchas veces se manifestaban en la voz de los humildes.
Siendo Ellacuría una eminencia académica, jamás despreció el sentir y pensar de las personas sencillas o con menor nivel educativo; por el contrario, insistía en la importancia de “que el pueblo haga oír su voz” y ponía como prioridad el interés mayoritario de la gente en sus propuestas.
Más de treinta años han pasado desde que esas magníficas cátedras dejaron de existir. Al recordarlas hoy, en perspectiva histórica, es posible dimensionar mejor su real valor, no solo en su iluminadora presencia en aquella época, sino en su sentida y cada vez más notoria ausencia en las décadas posteriores.
Pero como el lamento es solo nostalgia, más vale centrarse en el reto actual, que es mantener vigentes en todo análisis de la realidad nacional los ideales que inspiraron a aquel notable intelectual: la búsqueda de objetividad, el afán de imparcialidad y, ante todo, las aspiraciones populares como eje orientador.
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