martes, 12 de agosto de 2025

De imparcialidad y objetividad

Publicado en Diario El Salvador

Imparcialidad y objetividad son dos términos que se usan mucho en los ámbitos del periodismo y las opiniones políticas. En ambos casos, aunque con matices, dichos conceptos suelen utilizarse como una forma de validación personal o institucional para respaldar lo que se comunica; sin embargo, con demasiada frecuencia, estos términos se confunden, generando percepciones erróneas que conviene aclarar.

La imparcialidad es la “falta de designio anticipado o de prevención en favor o en contra de alguien o algo”, sinónimo de equilibrio. Es lo que generalmente conocemos como neutralidad. Pensemos en un juez, que no puede ser ecuánime si, de entrada, tiene preferencia o animadversión hacia el acusado. Pero en la vida social, y especialmente en el debate político, difícilmente puede haber neutralidad. Ya sea por acción u omisión, por simpatía o antipatía, por palabras o silencios, de una u otra forma las personas adoptan una postura más o menos definida a favor o en contra de determinadas causas y actores, la cual admite distintos grados o niveles de adhesión, compromiso, militancia o incluso defensa a ultranza.

La objetividad, en cambio, es aquello “perteneciente o relativo al objeto en sí mismo, con independencia de la propia manera de pensar o de sentir”. Este es un dilema filosófico de larga data, especialmente en el campo de las humanidades. Filósofos escépticos, como David Hume, pusieron en duda la posibilidad de alcanzar conocimiento seguro, al señalar que nuestras ideas derivan de impresiones sensibles que no garantizan la verdad universal. Nietzsche sostuvo que no existen hechos, solo interpretaciones, negando así la existencia de una verdad objetiva accesible al sujeto. Desde esta mirada, todo conocimiento está mediado por la perspectiva, el lenguaje o el interés, lo que pone en entredicho la idea de una objetividad pura. No obstante, el ser humano se empeña en asirse a lo seguro, porque, si todo es relativo, la consecuencia inevitable es la angustia existencial. De ahí que la objetividad se mantenga como utopía: inalcanzable en su plenitud, pero con posibilidades razonables de aproximarse a ella.

Se desprende de lo anterior que sí es posible alcanzar buenos niveles de objetividad, pese a las propias preferencias. Lo importante es, en todo caso, sustentar aquello que afirmamos con datos, con lógica, con hechos y referencias verificables, dotándola de una solidez argumental mayor que la mera opinión subjetiva.

Un ejemplo muy ilustrativo de la realidad salvadoreña actual es el tema de seguridad ciudadana. Hay una notable mayoría de personas que apoyan la gestión del presidente Nayib Bukele, mientras que una minoría la rechaza; es decir, muchos son parciales a favor y pocos son parciales en contra del gobierno. Todos tienen distintos grados de convicción, pero difícilmente son neutrales, pues hasta la indiferencia puede considerarse como una aceptación tácita. Dentro de este espectro de parcialidades, unos tenderán a hablar cosas buenas y otros seguramente buscarán el pelo en la sopa… a lo cual tienen derecho. Sin embargo, objetivamente hablando, las estadísticas de la drástica reducción de homicidios y otros delitos son datos fríos y contundentes; por lo tanto, esto tendrían que reconocerlo, tanto quienes manifiestan su simpatía como su antipatía hacia el gobierno.

El problema surge cuando, con el fin de validar los relatos surgidos de sus preferencias racionales o expresiones emocionales, hay quienes optan por ignorar, manipular o incluso falsear los datos, con tal de sostener sus relatos. Teóricamente, ningún bando es inmune a caer en esta tentación; sin embargo, quienes llevan años en desventaja ante la opinión pública —y sin indicios ni asomos de emerger— parecen ser más proclives a recurrir a falacias y falsedades, presionados por la desesperación que provoca el verse rechazados una y otra vez por la población.

lunes, 11 de agosto de 2025

Zovatto y el temor al ejemplo


En el contexto político actual, existe una amplia red global de medios y oenegés que han asumido, por diseño e ideología, la dura tarea de deslegitimar el proceso político salvadoreño que lidera el presidente Nayib Bukele desde 2019. Para ello, esparcen una cascada de falacias a través de un pequeño ejército de periodistas, activistas e intelectuales; quienes se citan y validan entre sí para construir una narrativa para consumo de la audiencia internacional.

En el pasado reciente, esta gente logró que el Departamento de Estado de los Estados Unidos les comprara momentáneamente el discurso, especialmente en 2021 y parte de 2022. Este hecho quedó evidenciado en sanciones a funcionarios y declaraciones hostiles hacia el gobierno de El Salvador; pero dicha animadversión fue cediendo paulatinamente al pragmatismo geopolítico en los últimos años de la administración Biden, tanto así que al finalizar su periodo las relaciones bilaterales llegaron a ser no solamente cordiales, sino claramente colaborativas. Ya con la administración Trump, a partir de este año, las alianzas han sido más explícitas, propias de aliados confiables.

Pero la red de desprestigio persiste y persevera. Con Human Rights Watch y Amnistía Internacional a la vanguardia —secundados por Deutsche Welle, New York Times, El País, BBC y una larga lista— publican día tras día reportajes, artículos de opinión, informes, noticias y análisis orientados a cimentar la afirmación de que El Salvador vive bajo una dictadura, pese a que la realidad electoral y el contexto general dicen lo contrario.

En esta línea, uno de los rostros académicos y de currículum más extenso es el politólogo y jurista argentino Daniel Zovatto, quien se mueve en los círculos de analistas que se ocupan de la democracia global y, particularmente, en América Latina. En una reciente publicación en la red social X, Zovatto expresó de manera bastante sintética la esencia de la narrativa que promueven él y las instituciones aludidas. Contrario a lo que algunos pudieran creer, su abundancia de títulos no es garantía de conocimiento ni de mínima objetividad acerca de la realidad salvadoreña; sino que, por el contrario, con ellos pretende darle autoridad académica a un torrente de dogmas comunes en el círculo de autovalidación en el cual habita.

Zovatto confunde lo que él llama un “sistema autoritario” con el legítimo ejercicio de la autoridad de un gobernante, a quien el pueblo le ha dado y le ha revalidado el mandato de ocuparse de los graves problemas heredados por El Salvador, a lo largo de casi dos siglos de infructuosa vida independiente. El citado conferencista califica la reelección de Nayib Bukele en 2024 como inconstitucional, desconociendo con marcada necedad no solo la sentencia de la Sala de lo Constitucional que lo habilitó en 2021 (instancia electa conforme a las atribuciones legales de la Asamblea Legislativa), sino también la legitimidad que le otorgó el 85 % de la población y el reconocimiento de toda la comunidad internacional.

El académico activista da por sentada, a conveniencia, “la creciente represión contra periodistas —muchos de los cuales han debido abandonar el país para evitar la cárcel— y activistas de derechos humanos”, pero no quiere ver la estrategia de victimización y autoexilio desarrollada por estos sectores, reconocida incluso por voces opositoras. No pierde ocasión para censurar el estado de excepción, una herramienta imprescindible para erradicar estructuras criminales enquistadas por décadas en diferentes estratos sociales, las cuales provocaron más de 100,000 víctimas mortales durante los 30 años de la posguerra. Y así suma y sigue, con la pedantería característica de quienes creen entender la realidad desde una burbuja académica, completamente desconectada de las vivencias y experiencias de las personas.

No obstante, hay un elemento revelador en el discurso que expresa Zovatto: el temor de que el estilo de gobierno de Nayib Bukele —aun cuando tenga imperfecciones y deba ser constantemente revisado— pueda servir de inspiración para otros mandatarios que se enfoquen en resolver problemas prácticos, antes que permanecer anclados en conceptos que, por décadas, han demostrado su ineficacia y perpetuado tantos males.

En este sentido, el siguiente párrafo de Zovatto es una joya confesional:

“La región debe encender con urgencia todas las alarmas. Lo que hoy sucede en El Salvador podría anticipar el devenir autocrático de otras democracias latinoamericanas si no se actúa con determinación. Cuidado con la seducción y el peligro de la ‘bukelización’ y su ‘eficracia’: un pacto fáustico que, bajo el pretexto de orden, seguridad y resultados rápidos, legitima la cesión de libertades, degrada el Estado de derecho y desmantela la democracia”.

Lo que Zovatto y sus adeptos no aceptan ni aceptarán jamás es que esas “libertades”, ese “Estado de derecho” y esa “democracia” por la que tanto se rasgan las vestiduras nunca fueron reales, no solucionaron los problemas ingentes de la población y fueron construidas como superestructuras para perpetuar sistemas injustos y excluyentes en muchas regiones de América Latina. Y en El Salvador, solamente fueron excusas para contemplar, desde cómodas posturas intelectualoides, el hundimiento de una nación que ahora por fin tiene esperanzas sostenidas de emerger.

¿Un dictador amado por el pueblo?

Publicado en ContraPunto

El 5 de agosto de este año, el canal La Base América Latina transmitió un programa de opinión con varios invitados, entre ellos el activista opositor Óscar Martínez, del periódico digital El Faro, quien casi al final de su intervención pronunció una frase que debe quedar enmarcada para la historia: "Somos prensa crítica contra un dictador al que mi pueblo ama", dijo a nombre de su red de homólogos, en referencia al presidente Nayib Bukele.

Resulta paradójico, con tintes de absurdo, atribuirle a una misma persona dos características de suyo contradictorias: ser un dictador y ser amado por el pueblo. 

Comenzando por la segunda parte de la célebre frase, no hay ninguna duda del fortísimo apoyo que la población le ha endosado a Nayib Bukele en sucesivos eventos electorales, llegando al 85 % en las elecciones de 2024 y manteniendo esos números en todas las encuestas reales. Esto le ha permitido tener una Asamblea Legislativa que le da plena gobernabilidad, la cual también ha nombrado funcionarios de segundo grado en sintonía con sus políticas públicas.

No tiene, por lo tanto, ningún sentido ni tampoco rigor conceptual utilizar el término “dictador” para referirse a Nayib Bukele, pues en ningún momento este ha accedido ni se ha mantenido en el poder por la fuerza. Esta concentración de poder ha sido el resultado de la voluntad consciente de la enorme mayoría del pueblo, que es el verdadero soberano, consolidada a partir de los resultados en materia de seguridad y el inicio del despegue económico. El mandatario está en el legítimo ejercicio de la autoridad conferida por el soberano.

En términos simples: no existe un dictador amado por el pueblo. Si alguien es dictador, es porque necesita usar la fuerza como elemento imprescindible para estar en el poder, suprimiendo arbitrariamente las libertades ciudadanas. Tal fue el caso de Fidel Castro y sus herederos de sangre y de ideología en Cuba, donde hay un partido único por ley y se suprime de facto cualquier iniciativa opositora, con varios niveles de obsesiva prevención. Tales son los casos de Nicolás Maduro y la pareja maldita Ortega-Murillo en Nicaragua, quienes además tienen presos y exiliados políticos reales, no creados por redes internacionales de propaganda.

Si un pueblo empodera a una persona, usando los mecanismos legítimos para tal fin —y si, además, la oposición y el disenso tienen espacios tradicionales y digitales para decir lo que quieran— entonces no hay dictador ni dictadura, el término es impertinente. Otra cosa muy distinta es que haya quienes finjan persecución política o la invoquen para cubrir delitos de otra naturaleza, pero ese es análisis aparte.

Desmontada la falacia anterior, cabe hacer un par de observaciones adicionales. Si el autor de tan paradójica sentencia afirma que él y su camarilla combaten a Bukele y, al mismo tiempo, admiten que el pueblo ama a Bukele, la conclusión lógica sería que, en última instancia, estas personas que dicen ser “prensa independiente” en realidad combaten intencionalmente aquello que el pueblo quiere. En ese caso, pareciera que el espíritu de la dictadura yace en ellos mismos y no en aquel a quien así etiquetan, pues se consideran una élite por encima de la voluntad popular, a la cual deslegitiman.

Finalmente, un detalle que no es menor, aunque a primera vista pase desapercibido. El uso de “mi pueblo”, por parte del emisor, es una forma de expresar un distanciamiento emocional y político muy fuerte. El dicho popular “¡Ah, mi pueblo!” generalmente está cargado de una fractura identitaria y una paradoja dolorosa para quien lo pronuncia. Es al mismo tiempo condescendiente, lastimero e irónico, con un dejo de superioridad y frustración por algo que está culturalmente bien instalado. A este nivel, lo que se percibe en quienes así se expresan no es una voluntad de intentar, al menos, entender con simpatía y empatía a ese pueblo, sino la reafirmación de varias obsesiones adictivas que los tienen en la marginalidad desde la que opinan.

miércoles, 23 de julio de 2025

Todo por convicción, nada por transacción

Hay una frase bastante común que aconseja no dar explicaciones, pues “tus amigos no las necesitan y tus enemigos no las entenderán”. Suena bien, pero la realidad no es tan simple. A veces es necesario explicar la razón de ciertas cosas, no solo como testimonio de reflexión personal, sino en atención a personas que se preguntan sin mala intención el porqué de ciertas acciones públicas que uno toma, tal vez por no conocer todos los elementos necesarios para llegar a una respuesta satisfactoria.

En más de una ocasión, he contado que viví los primeros 25 años de mi vida entre el violento periodo pre-insurreccional y la desgraciada guerra civil, donde la expectativa de mi generación era tan básica como evitar las balas. Luego, tras la firma del armisticio en 1992, entré al segundo periodo de mi vida con la ilusión de la paz democrática, pero fue efímera: pronto se convirtió en desencanto y, poco a poco, el país cayó bajo el dominio de estructuras criminales, con escenas cada vez más horrendas y una cifra de muertos superior a la de los años del conflicto armado. Los gobiernos de aquellas décadas toleraron y empoderaron esta masacre de baja intensidad, mientras en lo político quedamos atrapados en un bipartidismo corrupto y exasperante. Así fueron mis segundos 25 años, inmerso en el escepticismo casi total.

Hoy, en esta tercera y posiblemente última etapa de mi vida, veo que el país ha comenzado a recuperarse de esas terribles pesadillas que lo marcaron durante medio siglo. Hay signos e indicadores concretos de recuperación, de esperanza y expectativa de progreso. No es una percepción aislada, sino compartida con una amplia mayoría de la población.

En este contexto es que entro al pasatiempo de dar mis opiniones en el ámbito político, a través de medios de comunicación social. Opinar es algo irrefrenable en mí. Siempre lo hice en lo laboral, en lo familiar y en lo cultural, pero es hasta esta edad que me he involucrado en programas de opinión pública y en el uso sistemático de redes sociales para tal fin. No hace falta justificarlo, pues es mi derecho inherente. En este ámbito, no tengo ningún problema en aceptar que mis intervenciones y análisis tienden a estar en sintonía con el actual rumbo que lleva el país, que es un proceso imperfecto pero alentador.

En atención a quienes se sorprenden de buena fe por mis apariciones públicas, me interesa establecer algo muy simple: que mi postura es sincera. Esta declaración debería ser una base implícita entre personas que comprenden que el pensamiento crítico puede llevar a conclusiones distintas, razonadas y sustentadas. Mis opiniones son auténticas y no tengo que disculparme por ninguna de ellas, salvo errores involuntarios.

Estoy consciente de que, como toda persona, puedo equivocarme. Ese es un riesgo que todos corremos en todas las etapas de nuestras vidas. Ante eso, la solución ilusoria de muchos es refugiarse en una coraza de escepticismo. Otros optan por estar siempre en contra, al acecho del fracaso ajeno para decir “te lo dije”. Pero también sé que muchas personas, a lo largo de la historia —y en mi propia familia—, tomaron la decisión de confiar, porque el nihilismo no va con la vida humana.

Al final, lo que realmente importa es que las decisiones se hayan tomado a partir del discernimiento y la honestidad intelectual, no por intereses mezquinos. Y en esto, uno cuenta con el apoyo de quienes verdaderamente importan.

sábado, 19 de julio de 2025

Disculpen, pero no.

Ahora que estoy en mi tercer año de ejercer la ciudadanía como comentarista político (“analista” es más usual; ojalá algún día lo sea), recibo una amplia gama de reacciones, en un rango que va desde muy favorables hasta muy desfavorables. Todas trato de manejarlas con humildad y altura, aunque en el segundo caso cuesta un poco más y, si bien no soy completamente inmune al veneno, me recompongo y sigo adelante.

Las críticas dañinas e insultos de personas desconocidas me dan igual. En cambio, cuando el lodo viene de personas conocidas, con quienes en algún momento tuve un vínculo medianamente cercano, reconozco que eso me entristece un poco, pero me limito a lamentar que no hayan desarrollado tolerancia hacia opiniones distintas y lo supero pronto.

Hay una tercera categoría, en cambio, que sí considero una intromisión abusiva. Viene de personas que me conocieron en mi rol docente, el cual se desarrolló correctamente pero que, una vez concluido en cada caso, no permanece más que como un recuerdo y una experiencia. Posterior a aquella circunstancia, jamás cultivamos nexos de ningún tipo en la vida adulta. Ninguno. Y de repente aparecen de la nada, con mensajes pretenciosos de censurar y pontificar acerca de lo que debo o no debo pensar y expresar como ciudadano, invocando aquel vínculo espaciotemporal pasado, blandiéndolo cual recurso de control moral y emocional sobre mi persona. Disculpen, pero no tienen ningún derecho.

martes, 8 de julio de 2025

Disonancia cognitiva y "dictadura"

Publicado en Diario El Salvador

La disonancia cognitiva es un fenómeno psicológico que ocurre cuando una persona tiene dos ideas —conceptos, creencias o informaciones— que se contradicen entre sí, lo cual le genera una incomodidad interna, una especie de crisis mental, que busca resolver. Eso es exactamente lo que sucede en nuestro país, cuando alguien se ve expuesto a dos afirmaciones incompatibles entre sí: la primera, que en El Salvador de 2025 hay una cruel y terrible dictadura; y la segunda, que el presidente de El Salvador en 2025 tiene una altísima aprobación popular y respaldo electoral. La única salida psicológica aceptable para ese dilema es suprimir una de las dos ideas.

Una solución sana podría ser cuestionar la tesis de la supuesta dictadura salvadoreña. En su estricta definición, una dictadura es un “régimen político que, por la fuerza o violencia, concentra todo el poder en una persona o en un grupo u organización y reprime los derechos humanos y las libertades individuales”. El elemento clave para su existencia es llegar o mantenerse en el poder por la fuerza, de manera ilegítima. Pero eso no ha sucedido en El Salvador; al contrario: el apoyo de la opinión pública y de la realidad electoral para el presidente Nayib Bukele ha ido creciendo desde 2019 (53 %) hasta 2024 (85 %) y se mantiene en 2025, como lo muestran todas las encuestas serias.

Otros elementos a tener en cuenta para la conceptualización dictatorial de un régimen son si respeta o no las libertades civiles, los derechos políticos y la participación democrática. En el transcurso de estos años, la oposición política ha podido expresarse en todos los medios a su disposición y ha convocado a cuantas marchas ha querido. Las alegaciones de supuesta persecución política de algunos de sus militantes, voceros o simpatizantes —en algunas ocasiones bajo el título autogenerado de defensores de derechos— no se corresponden con los procesos jurídicos que la Fiscalía les sigue por dineros ilícitos. Los agrupados en un sector del periodismo activista inundan las redes y cámaras de eco con denuncias constantes de supuestos acosos e inminentes capturas que les habrían informado sus fuentes ocultas, pero ninguna de ellas se ha concretado. Un material de contraste adicional que podría servir para el análisis es la entrevista al ex comisionado presidencial Andrés Guzmán Caballero, disponible en redes. Tras un análisis crítico de estos y otros elementos, habría suficiente base como para descartar esta primera tesis.

Pasemos ahora a la otra solución para el dilema entre las dos ideas aquí planteadas, que sería negar a como dé lugar la aprobación y el respaldo popular del presidente, deslegitimando así su permanencia en el poder. Precisamente esto es lo que hace la oposición menos analítica, con afirmaciones de sorprendente ligereza y desconexión con la realidad, tales como que la mayoría de la población está desinformada y vive bajo una ilusión propagandística, que las personas que se expresan bien del presidente ignoran lo que tendrían que saber para retirarle su apoyo y volverse en su contra, que las encuestas están compradas, que hubo fraude electoral (citando como prueba el mito de las papeletas planchadas), etcétera. De esa manera, pueden continuar abrazando, repitiendo y repitiéndose la creencia en la dictadura, ya no tanto para convencer a otros, sino para que estos no los convenzan.

Al final del día, estos dilemas mentales no son cuestión de dogmas ni de repeticiones mecánicas. Se trata de analizar con base en los hechos, pensamientos e incluso emociones. Ganar y mantener la voluntad popular por tantos años no es cosa menor y, si la gente respalda con claridad un camino a seguir, tiene poco sentido práctico oponerse por egos y necedades. Otra cosa son los intereses particulares concretos y mezquinos, pero ese ya es otro tema.

viernes, 20 de junio de 2025

Aclaración pública


Por este medio, deseo hacer una aclaración acaso evidente, pero necesaria.

Hace tres años decidí participar más activamente en el debate público, ejerciendo mi derecho ciudadano de expresar opiniones, comentarios y análisis políticos en diversos medios de comunicación social, tradicionales y digitales.

Desde el inicio estuve consciente del riesgo de recibir ataques personales, dada la toxicidad que prevalece en ese ambiente; sin embargo, valoré más la posibilidad de aportar pensamiento desde un estilo particular, ecuánime y ponderado, convicción en la que me mantengo firme y con ánimo de continuar.

Durante ese trajinar he tenido el cuidado de no vincular mis opiniones particulares con mi trabajo como docente en una institución educativa de larga trayectoria, tanto en mis artículos y entrevistas externas como en el día a día estudiantil interno. Mantener esta separación de roles me ha permitido conservar mi responsabilidad e integridad profesional, al tiempo que desempeñarme satisfactoriamente en los espacios de opinión a los que he sido invitado. En este particular, agradezco tanto a mis superiores en lo laboral, como a los anfitriones de los programas mediáticos, por el respeto y la comprensión que me brindan.

Invito cordialmente a las personas que aún no han logrado entender la separación de ambos roles, a que hagan el esfuerzo por no confundirse ni confundir a la audiencia. Lo que es conmigo como “analista político”, es conmigo y con nadie más. No busquen flancos de ataque en escaques inexistentes fuera del tablero.

Atentamente,

Rafael Francisco Góchez
Escritor y docente, Licenciado en Letras
Red social X: @rfgochez

viernes, 6 de junio de 2025

Propuesta para reflotar el fútbol salvadoreño

Publicado en Diario El Salvador

Si hay un tema en el que todos, absolutamente todos los sectores de la vida nacional tendríamos que estar de acuerdo, es que el fútbol salvadoreño está en la calle de la amargura desde hace varias décadas. Indicadores objetivos sobran: equipos en permanente crisis, estadios vacíos como norma, fracasos como costumbre a nivel de selección mayor, ausencia de futbolistas nacionales en ligas extranjeras importantes, etc. Lo curioso es que, a pesar de que este es un señalamiento recurrente, la dinámica decadente no ha cambiado.

Como aficionado nacido a finales de los años 60, soy de la generación que presenció cómo países que antes estaban por debajo de nosotros —muchos sin ligas profesionales medianamente armadas— y a los que les ganábamos sin complicaciones nos fueron dejando atrás: Canadá, Panamá, Jamaica y, últimamente, Nicaragua. Ni hablar del paupérrimo desempeño de los equipos nacionales en torneos regionales. Y así podría seguir el inventario de males, en un extenso diagnóstico que ya conocemos sobradamente. Pero todo eso será tinta desperdiciada en un improductivo muro de los lamentos, a menos que se propongan y ejecuten soluciones realistas, acciones concretas para sacar del estado catatónico al alicaído deporte de las mayorías.

Como punto de partida, es necesario entender que la maldición del fútbol salvadoreño es un problema de estructuras más que de personas (aunque personajes nefastos no han faltado). Esas estructuras inoperantes abarcan desde el modo en que se constituyen y gestionan los equipos de primera división hasta la manera en que se forman los jugadores y las expectativas que puede tener quien decide dedicarse profesionalmente al fútbol. La pregunta clave es si ese cambio puede ser liderado por las mismas personas que han estado enquistadas en la estructura que urge desmontar. Pareciera que no, pues es un hecho social que las estructuras obsoletas se protegen a sí mismas. De ahí que el cambio quizá deba ser conducido por actores que, hasta hoy, no se habían involucrado directamente en ese pantano, pero con la capacidad de liderazgo y poder suficiente para tirar de la carreta, superando las resistencias naturales de los obstruccionistas.

En cuanto a propuestas concretas, seguramente habrá muchas por considerar, pero hay una en particular que implica e integra múltiples soluciones necesarias: que la Liga Mayor de Fútbol adopte el modelo de franquicias fijas, con inversionistas con capacidad financiera certificada. El modelo sería análogo al de la Major League Soccer, abandonando el sistema de ascensos y descensos. Así, entre ocho y diez marcas funcionarían como asociaciones deportivas privadas o como asocios público-privados, con incentivos fiscales incluidos.

Este esquema permitiría planificar inversiones a mediano plazo. Las fuerzas básicas de cada club recibirían la atención que merecen y, con una adecuada promoción y gestión de marketing, se podría vincular al equipo con la gente y lograr que esta regresara a los estadios. Actualmente, podrían consolidarse al menos seis franquicias con viabilidad deportiva y comercial: Alianza (San Salvador), FAS y Metapán (Santa Ana), Firpo (Usulután), Águila (San Miguel) y Limeño (La Unión). También cabría explorar otras plazas como Sonsonate y San Vicente, además de un segundo equipo en San Salvador y otro en La Libertad.

Otras medidas complementarias serían: capacitar a todos los entrenadores nacionales en métodos modernos (sector con enormes deficiencias técnicas y pedagógicas), limitar a tres extranjeros por equipo (no “paquetes”), reactivar el Torneo de Copa, cambiar el formato de competencia de la liga (premiando la constancia y no la mediocridad), establecer un tope salarial realista y promover una asociación de futbolistas activos.

Ojalá la FIFA usara su poder, en coordinación con el INDES, para implementar esta reforma; sin embargo, para ello se requiere que un grupo de personas capaces y con visión de cambio dé el paso al frente y esté dispuesto a hacerse cargo de esta enorme tarea.

jueves, 15 de mayo de 2025

El ocaso del debate político en TV abierta

Publicado en Diario El Salvador

Desde hace algunos años, varios programas de análisis y debate político que se transmitían en señal de televisión abierta y por cable en El Salvador han ido saliendo del aire, debido a su baja audiencia y consecuente escasez de anuncios publicitarios que aporten ingresos para sostener sus costos operativos. Empresas dedicadas casi por completo a este rubro, como Teleprensa (Canal 33) y TVX (canal 23), cerraron operaciones. Espacios importantes cancelaron segmentos de entrevistas, como El Noticiero (Canal 6), o están mutando progresivamente hacia contenidos no políticos, como Frente a Frente (TCS). Ya no hay entrevistas políticas en Canal 12, al tiempo que los programas de este tipo en Grupo Megavisión han reducido su alcance: Diálogo pasó de 90 a 60 minutos y Pulso Ciudadano fue trasladado del canal 21 al 19.

Este declive del contenido político en los medios televisivos tradicionales no es exclusivo de El Salvador, sino que está ocurriendo a nivel global. Un caso emblemático es el de Cable News Network (CNN), una cadena histórica estadounidense centrada en contenido político, que ha registrado caídas significativas en su audiencia. En 2024, cerró su icónica sede en Atlanta, la torre CNN Center, y trasladó sus operaciones al campus de Techwood, un espacio más reducido en la misma ciudad.

Varias razones explican este fenómeno, siendo la principal la digitalización del consumo de contenidos. Según estudios globales, como los de Pew Research, más del 70% de los adultos en América Latina consumen noticias principalmente a través de redes sociales y plataformas digitales, una tendencia que también afecta a los programas de análisis político. Ciertamente, las plataformas digitales son ahora el principal medio a través del cual las personas reciben y comentan información, publicidad y propaganda de todo tipo.

Si los programas de análisis y opinión política de televisión abierta aún tienen cierta presencia y relevancia en la opinión pública, es porque de ellos se extraen clips de video, de 1 o 2 minutos de duración máxima, que en muchos casos se viralizan cuando contienen expresiones significativas o incluso insólitas (dando lugar, en no pocas ocasiones, a memes); sin embargo, esta difusión no se traduce en mayor audiencia para el programa en sí, puesto que hay muy pocas personas dispuestas a ponerse frente a una pantalla por 30, 45 o 60 minutos de conversación ampliada, que requiere atención para seguir el hilo conductor, menos si posteriormente pueden tener un resumen de los puntos más importantes.

Un factor adicional en el contexto salvadoreño, que contribuye al declive de estos programas, es la desaparición progresiva de los grandes analistas políticos de antaño, que en su momento gozaron de admiración generalizada y de quienes la gente esperaba profundidad y fundamento en sus intervenciones, aunque su tendencia ideológica no fuera imparcial: desde los filósofos Ignacio Ellacuría y Francisco Peccorini, pioneros en esas contiendas intelectuales hace 40 años; pasando por los novedosos debates televisivos en que se enfrascaban notables figuras de distintos signos ideológicos, en las décadas de la posguerra; hasta ese último gran personaje que fue don Dagoberto Gutiérrez, a quien daba gusto ver, tanto por sus alocuciones como por sus cualidades escénicas. Figuras de ese nivel, en formato televisivo de conversación larga, formal y prolífica, respetados incluso por sus adversarios más feroces, quizá ya no existen.

De lo dicho anteriormente no debe concluirse que el análisis y el debate político en medios de difusión masiva hayan perecido; por el contrario, siguen siendo muy relevantes, pero en canales y formatos distintos a los de antes. Las plataformas digitales les ofrecen a las personas mayor cercanía, interacción, facilidad de acceso, flexibilidad y control de qué, cómo, cuándo, dónde y por qué sumergirse en el universo político. Los tiempos y las formas han cambiado y, con la llegada de la inteligencia artificial, seguirán evolucionando. La clave es adaptarse o desaparecer.

jueves, 1 de mayo de 2025

Patinazos y entrevistas fallidas

Contexto

Estoy a punto de cumplir dos años "ejerciendo la ciudadanía" desde programas de opinión política —televisión, radio y plataformas digitales— actividad en la cual encuentro una bonita motivación y me siento satisfecho, pese a la tensión que implica preparar las intervenciones y la pequeña molestia de lidiar con el hate (inevitable por el solo hecho de existir en redes sociales). En general, creo haberme construido una imagen respetable, aunque imperfecta y no exenta de situaciones incómodas: patinazos y entrevistas fallidas.

Patinazos

Uno no es todólogo, pero ya montado en el caballo (lo digo simbólicamente, porque nunca he ejercido la equitación) te lanzan todo tipo de preguntas de gran variedad de temas de coyuntura. En algunos casos, he tenido que decir “de eso no puedo opinar”, pero en otros me he atrevido, creyendo conocer el tema, solo para darme cuenta de que —en más de una ocasión— dije cosas erróneas, tales como mencionar una ley que cambió hace un tiempo, citar mal un artículo o confundir un término en particular. Errare humanum est. 😬

Entrevistas fallidas

En algunas ocasiones, he tenido entrevistas completamente gratuitas. En cuatro o cinco ocasiones me preguntaron y me filmaron, pero jamás publicaron la nota, sea porque no dije lo que querían, sea porque a última hora cambió la agenda y el tema ya no era importante. Otra vez fui a cierta televisora para una serie de apariciones cortas en el lapso de media hora, pero al final solo fue una de 2 minutos, porque se vino una transmisión urgente. Pese a las expectativas frustradas de aparecer en pantalla, prefiero verlas desde la creencia popular de “por algo pasan las cosas”, sin molestarme. Esto incluye una vez que me contactaron para una entrevista, me dijo que daría las indicaciones “en un par de minutos” y hasta la fecha, pues… 🙄

Reflexión

En este pasatiempo, puedo cometer errores y no me pesa reconocerlos. Lo que no me verán hacer es llegar a mentir o inventar, sea por encargo o por llamar la atención.

miércoles, 30 de abril de 2025

Dilemas de la Iglesia y el nuevo papa

Publicado en Diario El Salvador

Tras el fallecimiento del papa Francisco, el cónclave para elegir al nuevo Vicario de Cristo está señalado para iniciar el 7 de mayo. No hay un tiempo límite de duración para esta solemne asamblea cardenalicia, pues el requisito es que el designado obtenga dos tercios de los votos emitidos. Siempre que se piensa en un nuevo papa, emergen especulaciones y debates sobre su perfil, de cara a las necesidades y expectativas de una institución milenaria que congrega aproximadamente 1.4 mil millones de fieles, esto es, cerca del 18 % de la población mundial.

En términos generales y además del sentir de la feligresía, dos son las principales expectativas que recaen sobre la sucesión papal, especialmente desde la sociedad laica occidental: la primera, el rol de la Iglesia como agente social en un mundo crecientemente secularizado y desigual, y, segunda, su postura sobre temas morales de amplio debate generacional.

Desde el concilio Vaticano II, concluido hace 60 años, la Iglesia Católica asumió un papel importante en la promoción de la justicia social, ya no solo a nivel de caridad individual (como hacía antes), sino cuestionando las estructuras sistémicas que marginaban a grandes sectores de la población. De allí surgió un nuevo impulso para la Doctrina Social de la Iglesia, como un llamado a la conciencia y la conversión de quienes manejaban los destinos de las naciones; pero también dio lugar a la controvertida Teología de la Liberación, una interpretación extrema que en varios países, como El Salvador, facilitó la incorporación de mucha población católica a los movimientos armados de la izquierda latinoamericana, en un contexto de dictaduras, represión y violencia estructural.

Con el ascenso del cardenal jesuita Jorge Bergoglio, investido como papa Francisco en 2013, muchos sectores creyeron o quisieron ver un nuevo giro social dentro de la Iglesia, pero Francisco mantuvo siempre un tono prudente y diplomático, lejos de la beligerancia imaginada por quienes resintieron la cruzada anticomunista de Juan Pablo II. Todo parece indicar que los electores, los 133 cardenales que no sobrepasen los 80 años de edad, mantendrán el énfasis en la espiritualidad católica posconciliar, enraizada en la fidelidad a la tradición y la apertura moderada al diálogo contemporáneo.

El segundo tema es más delicado, pues la doctrina católica parece estar cada vez más en conflicto con los cambios de creencias y consensos sociales en temas como el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, los anticonceptivos, el divorcio y el empoderamiento de la mujer al interior de la jerarquía, donde no son pocos los sectores que demandan reformas profundas y urgentes. En la pugna entre conservadores y progresistas, el papa Francisco fue catalogado dentro del segundo bloque, pues tuvo muchos gestos de comprensión y acercamiento hacia quienes se han sentido excluidos por las categorías antes mencionadas; sin embargo, es importante recalcar que la doctrina no sufrió ningún cambio sustancial bajo su papado, pues sigue siendo la misma consignada en el Catecismo de la Iglesia Católica, un volumen de aproximadamente 1,000 páginas que buena parte de los católicos no suele consultar de manera sistemática.

En este aspecto, aunque a nivel externo se presente el dilema de nombrar a un papa “conservador”, uno “moderado” o uno “liberal”, lo cierto es que la doctrina oficial se le impone a cualquiera que resulte electo, por lo que lo más probable es esperar continuidad, no grandes cambios ni revoluciones profundas. Hay que tener presente que buena parte de los temas morales en discusión provienen de enseñanzas doctrinales firmes —algunas de rango dogmático— que, por su misma conceptualización, no se pueden cambiar ni aún con la voluntad de un nuevo concilio o de una mayoría de cardenales. Lo que puede haber son cambios de actitudes, de énfasis pastoral, pero no de doctrina. En otras palabras: la Iglesia Católica seguirá siendo fiel a sí misma.


viernes, 11 de abril de 2025

Generación IA: ¿la muerte del pensamiento?

Publicado en Diario El Salvador.

Siempre que surge un avance tecnológico disruptivo, ciertos sectores reaccionan con temor, emitiendo predicciones catastrofistas. En el ámbito educativo, tradicionalmente conservador, muchos docentes han seguido este patrón: advertir que esta o aquella nueva herramienta arruinará a las generaciones que la utilicen. Basta recordar la transición de las tablas de logaritmos a la calculadora científica o, más recientemente, el paso de las bibliotecas físicas con ficheros de tarjetas a la biblioteca global computarizada que es Internet.

Hoy, en 2025, estamos viviendo una de esas transformaciones que redefinen la educación y la percepción del mundo: la irrupción incontenible de los generadores de texto basados en Inteligencia Artificial (IA), accesibles para cualquier persona con un smartphone. ChatGPT, Grok, Gemini, Copilot, DeepSeek y otros han alcanzado un nivel de articulación de ideas que no solo organiza la información disponible en la web, sino que lo hace con una coherencia y sofisticación que supera al humano promedio. En sus versiones más avanzadas, se sitúan al nivel de la élite educada: escritores, filósofos, científicos, académicos, artistas y otros creadores de pensamiento que desde el siglo XIX se conocen como la intelligentsia.

En la experiencia docente cotidiana con adolescentes de la Generación Z, el uso de la IA ya está normalizado, no solo para tareas escolares (cuyo formato tradicional se ha vuelto obsoleto) y el desarrollo de habilidades de investigación, sino también para actividades de lectura comprensiva y redacción dentro del aula. El problema no es la herramienta en sí, que es asombrosa, sino su uso indiscriminado como atajo para todo, sin que el estudiante haya desarrollado previamente sus habilidades básicas de razonamiento y análisis.

Pero lo que hoy es solo preocupante podría tornarse desolador en la siguiente generación: aquellos nacidos a partir de 2020, que bien podrían llamarse Generación IA. Para ellos, el proceso educativo, desde la lectoescritura (que están aprendiendo ahora mismo, a sus cinco años), estará mediado por sistemas de inteligencia artificial cada vez más sofisticados. Así, lo que podría parecer una enorme ventaja de la civilización encierra un riesgo considerable: que estos niños y niñas deleguen desde la infancia la generación y expresión de sus ideas en la IA, no como herramienta complementaria, sino como sustituto de una de las facultades esenciales del ser humano: el pensamiento. Esto recuerda aquel principio evolutivo que asoma amenazante: “órgano que no se usa, se atrofia”.

No obstante, el futuro del pensamiento no tiene por qué ser necesariamente apocalíptico. Es posible que esta camada de humanos, la Generación IA, al interactuar constantemente con modelos de lenguaje avanzados, adopte sus patrones y desarrolle naturalmente ciertas inteligencias, como la lingüística y la intrapersonal; por ejemplo, recibir consejos fundamentados e instantáneos podría incluso fortalecer la inteligencia emocional y la capacidad de afrontar crisis existenciales.

Siendo ecuánimes, el rumbo que tome la humanidad en su relación con la IA aún no está definido. Gran parte de lo que venga dependerá del sistema educativo y de cómo las familias, los docentes y las autoridades integren estas herramientas, cuya presencia e influencia es imposible ignorar, aunque se pueda debatir sobre sus implicaciones. Tal como ha sucedido en el pasado con otros avances, la clave está en no satanizar el recurso sino, en primer lugar, entenderlo y luego diseñar estrategias que permitan aprovecharlo de manera crítica y responsable. La IA puede ser una aliada en la educación si se le otorga el rol correcto, como ya ocurre en el ajedrez (donde el motor más poderoso, Stockfish, es imprescindible en el entrenamiento de los jugadores de alto nivel). Si esto se logra, podría ser el mayor salto educativo de la historia; si no, podría ser la antesala de una generación intelectualmente dependiente, perezosa y sin ningún sentido crítico.

lunes, 7 de abril de 2025

El Síndrome del Frankenstein Cognitivo

Publicado en ContraPunto

La literatura clásica y la psicología están profundamente vinculadas, pues ambas exploran la naturaleza humana: la primera a través de universos de ficción que plantean dilemas existenciales; la segunda, desde una perspectiva clínica. No sorprende, por tanto, que algunos comportamientos humanos hayan sido nombrados en alusión a personajes literarios o mitológicos; por ejemplo, el narcisismo, derivado del mito de Narciso, o el complejo de Edipo, formulado por Freud a partir de la tragedia griega de Sófocles.

Actualmente, no existen en la psicología ni en la psiquiatría referencias clínicas al Síndrome del Frankenstein Cognitivo, pero el concepto bien podría proponerse para describir la conducta de ciertos individuos —especialmente académicos o intelectuales— que, en el ámbito político, producen una narrativa ficticia tan elaborada y persuasiva… que terminan creyéndosela. El temor a las supuestas consecuencias de un discurso, que ellos mismos han alimentado, los lleva finalmente a huir del mismo contexto que ayudaron a distorsionar. En este patrón concurren múltiples factores: sesgos cognitivos, profecías autocumplidas, burbujas de autovalidación, refuerzos grupales, distorsión perceptiva de la realidad y, en algunos casos, cierta dosis de paranoia.

Como es sabido, el doctor Víctor Frankenstein es un personaje de ficción creado en 1818 por la escritora inglesa Mary W. Shelley, en una novela considerada precursora tanto de la ciencia ficción como de la literatura gótica. Frankenstein es un científico obsesionado con la posibilidad de reanimar materia muerta. Su ambición lo lleva a ensamblar un ser humano a partir de partes de cadáveres. Cuando logra darle vida a la Criatura, queda horrorizado ante el resultado y huye de ella. El resto de la historia gira en torno a la persecución del creador por parte de su Criatura, quien, abandonada y rechazada, desarrolla un profundo resentimiento y una sed de venganza.

Un ejemplo contemporáneo de este Síndrome del Frankenstein Cognitivo podría ser el del académico Jason Stanley, profesor de la Universidad de Yale y autor del libro “Cómo funciona el fascismo” (2018), quien ha anunciado recientemente su intención de abandonar los Estados Unidos. Stanley sostiene que, bajo el liderazgo de Donald Trump, el país ya opera como un régimen fascista, en el que se han vulnerado el Estado de derecho, la libertad académica y los derechos civiles. Según una entrevista publicada por la BBC (cuya tesis central fue extraída con ayuda de ChatGPT), Stanley teme por su seguridad y la de su familia ante un clima crecientemente autoritario, antisemita y represivo. Como académico y padre de hijos negros y judíos, considera que las instituciones democráticas han cedido ante el poder ejecutivo y que ya no actúan como freno al avance del fascismo, lo que lo impulsa a mudarse a Canadá buscando libertad y protección.

Sin duda, el clima político en los Estados Unidos merece debate y análisis. Sin embargo, las afirmaciones de Stanley resultan excesivas y, francamente, muy dudosas. Más que una reacción racional a una amenaza inminente, su postura parece el resultado de haberse asustado con el mismo monstruo que ha venido estudiando durante años y del cual extrae una certeza: “el fascismo vive y está aquí”. En este sentido, su especialización académica podría haber influido no solo en su diagnóstico, sino también en su respuesta emocional.

En El Salvador contemporáneo, se han visto casos análogos de algunos periodistas, activistas e incluso académicos que han llegado a convencerse de que viven bajo una terrible dictadura, alimentando esa idea con ríos de tinta digital, discursos encendidos en diversos medios, artículos alarmistas y noticias catastróficas. Generalmente, no dan evidencia concluyente de persecución sistemática, pero han optado por autoexiliarse o solicitar asilo político, más por convicción personal que por amenazas objetivamente comprobadas. En ese trance, tampoco puede descartarse que en algunos casos haya influido el deseo de mejorar su situación laboral o económica, como también podría ser el caso de Stanley.

Como se ha señalado, el “Síndrome del Frankenstein Cognitivo” no está definido en la literatura científica; por ello, esta es una propuesta conceptual para nombrar y analizar un patrón observable. El fenómeno no es menor, si se considera que la decisión de abandonar un país, haciendo toda la alharaca posible, no solo tiene implicaciones políticas, sino que puede generar rupturas familiares y un desarraigo traumático para personas cercanas que, sin compartir esas creencias, terminan lidiando con sus consecuencias.

viernes, 21 de marzo de 2025

Corrupción, la herencia maldita

Publicado en Diario El Salvador

Latinoamérica es una región rica en recursos naturales, con clima benévolo y cuya población se entrega al trabajo con devoción ancestral. Pese a estas bendiciones, los países latinoamericanos aún están sumidos en el subdesarrollo, cuyas causas han sido objeto de extensos análisis y debates. Uno de ellos es el libro Por qué fracasan los países (Acemoglu y Robinson, 2012), el cual reconoce la historia colonial de América Latina como factor determinante, pero señala como más decisiva la influencia nefasta de las instituciones extractivas, que concentraron el poder y la riqueza en manos de una minoría, dificultando la consolidación de economías dinámicas y democracias estables en la vida independiente de las naciones del subcontinente.

En estrecha relación con estas estructuras sociales ha estado el fenómeno de la corrupción, históricamente utilizada como herramienta para extraer beneficios particulares del aparato estatal, mediante redes de reparto de favores y dinero a grupos de interés; en íntima connivencia con las instituciones políticas y judiciales, controladas por las élites para evadir la acción de la justicia, perpetuar la impunidad y, a la vez, mantener la vigencia de las prácticas ilícitas que les beneficiaban.

En este contexto general, puede afirmarse que El Salvador aún carga con una herencia sociocultural de corrupción institucionalizada, de la cual urge liberarse como requisito indispensable para progresar en todos los ámbitos de la vida social. Este concepto se refiere a “la transmisión generacional de patrones de corrupción dentro de una sociedad, que han sido asumidos y perpetuados a través de sus instituciones”.

En términos simples, la corrupción institucionalizada no es otra cosa que la omnipresencia de “la cultura del más vivo”, la cual se aprende y se reproduce a lo largo del tiempo en diversas prácticas cotidianas, funcionando como una regla no escrita del sistema. A este nivel, la corrupción va más allá de excepciones particulares, convirtiéndose en un fenómeno estructural muy arraigado en la cultura política, económica y social, cuya erradicación requiere no solamente de leyes fuertes y voluntad política emanadas desde las altas esferas gubernamentales, sino del compromiso activo de todos los sectores de la población.

A partir de lo anterior, la sociedad salvadoreña necesita comprender que la guerra contra la corrupción es más difícil de ganar que la guerra contra las pandillas, porque toca prácticas profundamente internalizadas e incluso normalizadas, tanto en los ámbitos públicos como privados. La Ley Anticorrupción y otras reformas, recientemente aprobadas por la Asamblea Legislativa para fortalecer los controles y aumentar las penas, no son solamente la concreción del discurso que el presidente Nayib Bukele ha mantenido desde el quinquenio anterior, con la ventaja añadida de satisfacer un requisito puntual de organismos multilaterales de financiamiento.

Este esfuerzo gubernamental tiene sentido porque ofrece posibilidades concretas de ir saneando a la sociedad salvadoreña, en cuanto ofrece la oportunidad para que todos los sectores se involucren en la lucha por la honestidad, allí donde les corresponda: desde las altas esferas del poder, con prácticas honestas de rendición de cuentas; hasta la población que supervisa, vigila y denuncia situaciones irregulares; pasando por las instituciones encargadas de detectar, investigar, documentar, juzgar y condenar a quienes hagan uso ilícito de los recursos estatales.

En esta cruzada, la participación ciudadana y la respuesta integral de sus autoridades son pilares fundamentales para romper con este nefasto ciclo perverso. Ya que se tienen la voluntad política y las herramientas fortalecidas, este es un momento decisivo y una oportunidad única en la historia nacional para hacerlo, sin contemplaciones hacia colores políticos, nexos sociales o incluso lazos familiares. El camino hacia una sociedad más justa, en ruta a su desarrollo integral, pasa necesariamente por el combate constante, firme, sistemático e implacable contra la corrupción, en el tiempo y en el lugar que esta se encuentre.

miércoles, 19 de febrero de 2025

ARENA: ¿la crisis final?

Publicado en La Noticia SV

En días recientes han aflorado con gran virulencia rencillas y señalamientos personales entre miembros y exmiembros del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Si bien es cierto que los dimes y diretes han alimentado las noticias y el contenido sensacionalista, la realidad de fondo es que el otrora partido mayoritario, que gobernó el Ejecutivo durante 20 años y tuvo una presencia protagónica en el Legislativo por más de tres décadas, enfrenta un serio problema estructural, mucho más profundo que los exabruptos particulares y a menudo folclóricos que emergen periódicamente.

Lo anterior se sustenta en un breve análisis de los elementos esenciales para que un partido político tenga una existencia significativa e incidencia real en la vida nacional. El principal y más visible es su base: ¿a qué sectores de la sociedad representa? ARENA surgió a principios de los ochenta como instrumento político-electoral de la vieja oligarquía agroexportadora, en reacción al programa político contrainsurgente patrocinado por Estados Unidos, iniciado con el golpe de Estado de 1979 a través de la inestable alianza entre un sector del ejército y el Partido Demócrata Cristiano. En esa época se impusieron tres reformas clave en la economía nacional: la reforma agraria, la nacionalización de la banca y la nacionalización del comercio exterior. ARENA fue fundada bajo el liderazgo del mayor Roberto d’Aubuisson como reacción a dichas reformas, con una ideología nacionalista y anticomunista. Sus cuadros políticos provinieron en buena medida del defenestrado Partido de Conciliación Nacional (PCN) y, sobre todo, de la disuelta Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), enraizada en el campo y la ciudad como grupos de apoyo y acción de los gobiernos militares de los años setenta.

Con el tiempo, ARENA evolucionó desde esa versión primitiva hacia una más civilizada, pasando de sus orígenes oligárquicos agroexportadores a representar a los nuevos grupos de poder económico del sector terciario (bienes y servicios), logrando cuatro periodos presidenciales consecutivos. Su salida del Ejecutivo en 2009 no representó una debacle inmediata en términos de apoyo popular, pues siguió obteniendo bancadas legislativas cada vez más grandes desde 2012 hasta 2018. Sin embargo, la pérdida masiva de votantes comenzó en la elección presidencial de 2019, se profundizó en 2021 y alcanzó su punto más bajo en 2024, con poco más de 225,000 votos, apenas un 7 % a nivel nacional, una tendencia que sigue en descenso según todas las encuestas recientes.

Vinculado estrechamente a esta pérdida de apoyo popular está el tema del financiamiento del partido. Los grupos de poder económico que tradicionalmente aportaban recursos para el sostenimiento de ARENA y sus costosas campañas ya no lo ven como su instrumento político, por lo que han retirado progresivamente su respaldo, hecho reconocido (prácticamente entre sollozos) por su actual dirigencia. La reciente eliminación del financiamiento estatal vía deuda política ha sido solo otra estocada para un organismo en estado agonizante.

En cuanto a la ideología, ARENA tampoco tiene muchas esperanzas. Seguir aferrados al discurso anticomunista es combatir a un enemigo aún más debilitado que ellos mismos (el FMLN es un zombi político); pero si se examinan los principios de libre mercado que el partido siempre ha defendido, no habría razón para ser oposición. En realidad, lo único que cohesiona a lo poco que queda de ARENA es su resentimiento hacia el presidente de la República, Nayib Bukele, por haberlos desplazado del poder y reducido a la irrelevancia, lo cual no es un elemento aglutinador significativo más allá de los pequeños círculos en los que se reúnen a criticar como pasatiempo.

Por si fuera poco, ARENA padece una alarmante falta de liderazgo en todos sus niveles. No hay dentro del partido una figura de autoridad capaz de conciliar intereses, superar diferencias y encaminarlo con propuestas viables y convincentes; más bien, abundan quienes hacen exactamente lo contrario. Para colmo, considerando su historial de corrupción ampliamente documentado, tampoco existe la expectativa de que un líder externo llegue a rescatarlos, pues nadie con las capacidades necesarias arriesgaría su nombre vinculándose a figuras de semejante calaña.

Así pues, sin base, sin financiamiento, sin ideología y sin liderazgos, el panorama para ARENA es objetivamente sombrío. Su única expectativa electoral para 2027 es alcanzar al menos 50,000 votos o lograr un diputado para evitar su desaparición formal. Sin embargo, un escenario aún peor para ellos sería superar apenas esa marca y continuar con una existencia irrelevante, vegetativa, esperando su extinción por inanición política.

Si sus maltrechas autoridades y escasos militantes tuvieran un ataque de realismo y humildad, lo mejor que podrían hacer sería reconocer que su tiempo ya pasó, con el legado del mucho mal y el poco bien que pudieron haber hecho. Luego, en un acto final de dignidad, deberían convocar a una asamblea general extraordinaria y, con las dos terceras partes de los votos de los asambleístas, según sus propios estatutos, disolver el partido.

viernes, 14 de febrero de 2025

Apuntes sobre el liderazgo

Publicado en Diario El Salvador.

Los seres humanos somos gregarios, es decir, tenemos la tendencia natural a agruparnos y actuar en conjunto, a fin de “encontrar organización, dirección y coordinación para alcanzar objetivos comunes, evitar conflictos o maximizar nuestra supervivencia”; sin embargo, los grupos no se administran a sí mismos a partir de un colectivismo abstracto, sino que requieren de personas concretas que los guíen con conocimiento y sabiduría: tal es la misión de un líder.

El liderazgo es una cualidad innata que se puede desarrollar, orientar y potenciar con adecuados procesos educativos y de socialización. El debate está en qué tanto pesa el don natural frente a la formación personal, pero lo cierto es que el carácter de un líder se reconoce de inmediato en cualquier estructura organizativa, sea privada o pública, por la sensación de autoridad que acompaña a sus decisiones, su carisma y su capacidad de convencer.

Consultado sobre el tema, el generador de texto de inteligencia artificial, ChatGPT, produjo este interesante párrafo:

Gregarismo y liderazgo son conceptos complementarios: el primero es la tendencia a seguir, adaptarse y colaborar dentro de un grupo; el segundo implica tomar iniciativa, influir en otros y asumir un rol directivo. Un líder necesita del gregarismo del grupo para que su dirección sea efectiva, mientras que el gregarismo se beneficia del liderazgo para evitar la desorganización.

En política, la virtud del liderazgo es particularmente importante, porque es justamente en ese ámbito donde se articulan todas las demás esferas de la vida social que posibilitan el desarrollo de las personas. A partir del modelo de inteligencias múltiples (Howard Gardner, 1983), puede afirmarse que el auténtico líder político tiene una extraordinaria inteligencia interpersonal, definida como “la capacidad de comprender, empatizar e influir en otras personas”, inspirando confianza para movilizar al grupo. También le resulta indispensable poseer alta inteligencia intrapersonal, que implica el autoconocimiento de sus propias fortalezas y debilidades; sabiendo que, como ser humano, no es infalible y eventualmente necesitará rectificar cuando sea prudente, oportuno y necesario. Como complemento de las anteriores, la persona que ejerce el liderazgo debe poseer una sobresaliente inteligencia lingüística, “la capacidad de articular ideas, persuadir y movilizar masas a través del lenguaje”, cualidad que jamás debe entenderse como vacía forma sin contenido profundo. Esta es especialmente importante en una época donde la comunicación asertiva es indispensable.

La complejidad de los entramados políticos es monumental, incluso donde hay buenas intenciones; de ahí que el líder esté obligado a lidiar con personas difíciles y a tomar decisiones que no son nada simples, especialmente en entornos sociales históricamente distorsionados. A quien está en posición de liderazgo político se le exige escuchar, ponderar, meditar, convencer y actuar; saber cuándo ser firme y cuándo flexible; y tener el sano criterio para intervenir en el momento oportuno, sin caer en los extremos ni del excesivo control ni del “dejar hacer, dejar pasar”. Quien se sabe llamado a ejercer el liderazgo a estos niveles está consciente de la responsabilidad que tiene y, aun cuando siente el natural temor ante el desafío, está dispuesto a servir al colectivo sin caer en las tremendas tentaciones del poder.

Las expectativas y riesgos que caen sobre un líder político siempre son enormes y, más tarde o más temprano, su desempeño acaba dejando en claro quién realmente lo es y quién sólo pretendió serlo; por ello, el balance final de un liderazgo tiende a ser más objetivo a medida que pasa el tiempo, cuyo veredicto se aleja de las pasiones, intereses y tribulaciones del momento. Los movimientos, grupos, empresas, partidos y naciones que tienen verdaderos líderes conduciéndolos pueden nombrarse dichosos. Y los que no, ojalá que los encuentren pronto y, una vez hallados, sepan cuidarlos como su más preciado tesoro.

domingo, 2 de febrero de 2025

Sacerdotes, pastores y prédicas políticas

Publicado en La Noticia SV

El debate sobre los límites entre la religión y la política es tan antiguo como el Evangelio mismo: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22, 21). Durante los siglos medievales, Iglesia y Estado llegaron a estar en tal grado de interdependencia que se consideró una sola cosa. Con la llegada de la Ilustración, en el siglo XVIII, se comenzó a instaurar la idea de que el poder político debía ser secular (Estado laico) para garantizar la libertad de conciencia. A lo largo del siglo XIX, en toda América y Europa se fue propagando e imponiendo este principio, no siempre de manera pacífica. En las sociedades occidentales contemporáneas, esta separación se considera esencial en los sistemas políticos.

No obstante lo anterior, en el caso particular de El Salvador no es tan sencillo plantearlo, no solamente porque entre los principales gestores de la independencia patria hubo sacerdotes (José Matías Delgado, José Simeón Cañas y los padres Aguilar), sino especialmente por la acción pastoral-política de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, santo de la Iglesia Católica, desde su asunción como Arzobispo en febrero de 1977 hasta su asesinato en marzo de 1980. A la luz de la Doctrina Social de la Iglesia —y, para muchos, influenciado también por la hoy menos influyente y en muchos círculos eclesiales marginada Teología de la Liberación— Monseñor Romero asumió el compromiso personal y auténtico de denunciar las barbaridades del gobierno militar pro oligárquico del general Carlos Humberto Romero, así como de sus “cuerpos de seguridad”, contra amplios sectores de la población civil; todo ello en el contexto de un clima pre insurreccional propulsado por las guerrillas marxistas y sus grupos de masas. Esto lo hacía en sus homilías dominicales, dando también amplia justificación ética y teológica para este compromiso en particular.

Un elemento imprescindible para entender por qué Monseñor Romero fue "la voz de los sin voz" es el cierre absoluto de espacios de expresión en aquella época. La radio, prensa y televisión de entonces ocultaban deliberadamente lo que estaba ocurriendo, no solamente por la fuerte censura gubernamental sino en muchos casos por mezquinos intereses. Monseñor Romero tuvo que asumir el compromiso de la denuncia ciudadana, porque nadie más pudo hacerlo. De ahí que hubo quienes lo acusaron de desnaturalizar su labor pastoral en aras de lo político, pero aun cuando este señalamiento fuese bienintencionado, lo cierto es que él entendió que no tenía más opción, en aquel momento y en aquel lugar.

El devenir histórico salvadoreño transcurrió por una guerra civil de doce años y ochenta mil muertos. Los Acuerdos de Chapultepec, que dieron fin al conflicto armado en 1992, abrieron una esperanza de renacimiento nacional que pronto se tradujo en desencanto. Al hacer cuentas, el único resultado positivo y logro concreto que puede citarse como producto del armisticio y las reformas posteriores es el reconocimiento y práctica de la libertad de expresión, con su respectiva representación partidaria: caro bien para tanta sangre. De ahí que, a medida surgieron más y más espacios informativos y de opinión para todas las tendencias, fueron perdiendo relevancia las conferencias de prensa y declaraciones públicas de la Iglesia Católica sobre temas de realidad nacional, heredadas de los años setenta y ochenta, permitiéndole a los curas dedicarse de lleno a la labor pastoral para la cual fueron ordenados, sin contaminarse con el inmisericorde mundo de la política.

Hoy, con la llegada y consolidación de los tiempos digitales y su abundancia de recursos para que cualquiera se informe y se exprese por donde mejor le parezca, se ha configurado un contexto de libertad para el flujo de todo tipo de pensamientos e ideas, de tal manera que suena impertinente (si no anacrónico) que haya sacerdotes y pastores que aún continúen utilizando el púlpito o la plataforma de adoración para tratar temas políticos, queriendo influir en las opiniones y preferencias de su feligresía, asamblea o congregación, aunque pretendan justificarse con razonamientos teológicos autorreferenciales.

Los ministros, de cualquier denominación religiosa y que son salvadoreños, tienen el derecho de expresar sus opiniones individualmente, en cuanto ciudadanos. Otra cosa muy distinta es aprovecharse de su investidura, y de que la gente va a los templos en busca de orientación y apoyo espiritual, para soltarles su análisis o prédica política en un espacio donde la relación de poder es asimétrica; pues allí, en caso de que el feligrés o congregado no esté de acuerdo con lo expuesto, este no tiene posibilidad de réplica (como ocurriría, por ejemplo, en un foro de discusión o plataforma de debate). Quienes incurren en estas prácticas deben tener presente que la continuidad, aumento o disminución de asistencia a las iglesias y cultos religiosos depende de que estas instituciones respondan a los intereses de quienes las buscan, los cuales son fundamentalmente de carácter espiritual.

miércoles, 22 de enero de 2025

Reflexiones sobre la deuda política


La deuda política es un dinero que el estado otorga a los partidos políticos, como un financiamiento “encaminado a promover su libertad e independencia” (art. 210 de la Constitución). Dos son las justificaciones generalmente aceptadas para esta erogación. La primera, que con ese financiamiento los partidos no tendrían que depender tanto de grandes donantes o financistas económicamente poderosos para existir y realizar sus campañas proselitistas; reduciendo así el riesgo de que, una vez llegados al poder, tuviesen que pagar aquellas dádivas con favores políticos para beneficio particular de ciertos sectores y no de toda la población. La segunda es que, con este mecanismo, se estaría promoviendo la participación ciudadana de más sectores, especialmente aquellos que no tienen acceso a grandes capitales. Dato pertinente: según Hacienda, los partidos políticos en su conjunto recibieron unos 85 millones de dólares en financiamiento estatal, durante el periodo 2014-2024.

Pese a que la formulación teórica de la deuda política suena razonable, la sensación general es que la población tiende a rechazarla. Este es un sentimiento histórico muy arraigado, cuyo origen está en el desprestigio absoluto en que cayó la partidocracia Arena-FMLN, junto con sus partidos aliados ocasionales, identificados con la corrupción. De ahí que, desde antes del quinquenio anterior, algunos sectores de la población generaron la expectativa de reformar o incluso eliminar la deuda política.

Más allá de los intereses, preferencias y sentimientos del momento, este tema requiere de un análisis profundo a partir de dos preguntas clave: la primera, si la deuda política cumple realmente con los objetivos para los cuales fue creada; la segunda, si la existencia de esta produce efectos no deseados, perjudiciales para la democracia.

En cuanto a la primera pregunta, habría que conocer los montos de las donaciones particulares a los partidos y contrastarlos con el financiamiento estatal. Hace una década (elecciones de 2014 y 2015, cuando las campañas proselitistas eran más caras que en la actualidad), el 65 % de los casi 23 millones de dólares que reportaron como ingresos los partidos políticos vigentes provino de la deuda política (aunque seguramente gastaron más, pues la tradición local hace plausible la existencia de muchas formas de donación privada y sostenimiento de institutos políticos que no necesariamente quedaban registradas en la contabilidad). En todo caso, la deuda política no evita los compromisos partidarios con personas o grupos de interés que se sientan representados por cada uno de ellos y les aporten fondos; lo cual no está mal, siempre que se respeten leyes y procedimientos para garantizar su transparencia.

Por otra parte, en cuanto a los efectos indeseados de este financiamiento, cabe señalar que la proliferación de partidos pequeños no necesariamente es un signo de mayor democracia. Lamentablemente, en la historia nacional han existido demasiadas formaciones electorales irrelevantes por sí mismas, cuyo propósito al participar en los comicios nunca ha sido ganar, sino obtener dinero público para continuar en una existencia intrascendente, irrelevante pero efectiva para conservar su cuota de presencia en el tinglado político y, en el mejor de los casos, aspirar a recibir también alguna que otra donación de incautos (que los hay).

Obviamente, la discusión del tema es mucho más compleja y tiene aristas que considerar. En este 2025, que no es año electoral ni preelectoral, sería oportuno que la Asamblea Legislativa lo agendara y escuchase las opiniones de la ciudadanía para concretar las reformas a que hubiere lugar, ya sea para procurar que se cumplan los propósitos para los que la deuda política fue creada o para suprimirla definitivamente, si acaso esa fuese la voluntad popular.

lunes, 6 de enero de 2025

Minería: resignación o resiliencia

Publicado en Diario El Salvador

La reciente aprobación de la Ley General de la Minería Metálica ha hecho emerger en el debate público dos actitudes ancestrales, inevitablemente ligadas a la tendencia natural del ser humano a explorar y modificar su entorno mediante la creación de recursos y herramientas tecnológicas: por una parte, la postura conservadora de un discurso ecologista idealista, que privilegia la prudencia a ultranza (“no a la minería”); por otra, la postura innovadora, que se lanza hacia el progreso con determinación e incluso osadía (“sí, se puede hacer minería responsable”).

La primera visión rechaza de tajo la posibilidad de cualquier explotación minera en El Salvador, basándose en la evidencia de los graves daños ambientales que esta actividad produjo hace varias décadas, especialmente en las minas de San Sebastián (departamento de La Unión). A partir de esa mala experiencia y pésima gestión que se hizo en el pasado, así como de importantes consideraciones técnicas y demográficas, quienes comparten este punto de vista lograron instalar la narrativa de la inconveniencia de extraer metales en nuestro país, habiendo elevado su tesis a rango de ley en 2017 y prevaleciendo aún en la opinión pública (cfr. encuesta Iudop).

El razonamiento en la base de esta opinión es que ya hubo considerables daños por esta actividad y “con toda seguridad” (según dicen quienes la comparten) habría perjuicios catastróficos a gran escala si se hace minería metálica. Se asume el fracaso anticipado de tal intento, concluyendo que cualquier proyecto es inviable y dañará gravemente a la población. Desde esta perspectiva, a menudo exacerbada, no tiene ningún sentido hacer esfuerzos adicionales por superar los obstáculos conocidos, ya que el costo humano y material sería demasiado alto. Habría entonces que resignarse ante nuestras limitaciones.

La segunda visión, en cambio, propone la evaluación de las experiencias anteriores y actuales, identificar errores y riesgos, y buscar formas de superarlos con estrategias, herramientas y tecnologías apropiadas. En este afán, la resiliencia (“capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o situación adversa”) es la clave para desarrollar un proyecto minero en el contexto salvadoreño, que minimice el impacto medioambiental y deje al país ganancias suficientes como para justificar ese riesgo, invirtiendo dichas utilidades en proyectos específicos para revertir la actual contaminación de más del 90 % del agua superficial, así como en obras de beneficio social.

En esta disyuntiva, aun citando estudios técnicos para apoyar una u otra postura, no hay una respuesta que se imponga por sí misma: tanto hacer minería como dejar de hacerla tiene sus pros y sus contras, sobre todo si resultan ciertas las estimaciones de las cantidades y valor de mercado del oro particulado que habría en el territorio nacional. En última instancia, la opinión de cada quién la determina su actitud personal ante un reto difícil; así, puede tenerse una resignación prudente y conservadora o, por el contrario, una adaptación emprendedora y visionaria, a fin de concretar los pasos a seguir para llegar a las metas propuestas, maximizando las medidas de protección ambiental.

En todo caso, lo cierto es que las autoridades gubernamentales ya han tomado la decisión de avalar la minería y, en este empeño, es claro que la responsabilidad del presidente Nayib Bukele es enorme y él lo sabe, a tal punto de haber puesto su capital político y su legado en juego. En esta ruta (apartando a los agoreros, apocalípticos y oportunistas de siempre), será necesario el aporte de la ciudadanía, en forma de atento acompañamiento y vigilancia en un camino todavía lleno de dudas, pero en donde también se asoman valiosas oportunidades de desarrollo.