Al contrario de las ancestrales enseñanzas familiares, tengo por principio no regatear en el mercado municipal ni a vendedores/as ambulantes. Si no hay posibilidad de hacerlo en el supermercado, donde todo está etiquetado con precio fijo, no veo por qué deba exprimir la moneda en la calle para que dé más de sí, a costa de reducir la ínfima ganancia de quienes allí se ganan la vida.
De lo que sí debo cuidarme más es de la cultura del baje, instalada en la idiosincrasia nacional como marca de fábrica.
Hace un par de días fui a comprar fruta. La señora del puesto, bien amable, ofrecía esto y aquello, mientras una su asistenta se movilizaba con insólita agilidad poniendo en sendas bolsas guayabas, zapotes, fresas, duraznos, peras, manzanas, mamones y una piña de aquellas galanas. El billetito de veinte dólares no fue testigo.
Pero al llegar a casa y poner cada cosa en su sitio... ¡rayos y centellas!
Resulta que la ayudanta, así mansita como se veía, eligió con toda intención los zapotes más remaduros que tenía... y no porque fueran para comer ya, sino porque estaban pasados; las peras estaban más aguadas que la Corte de Cuentas de la República y la piña era más cáscara que otra cosa. Y tampoco, pues...
Es que aquí, si te pueden bajar, te bajan. Y esa cultura va más allá de clases o estratos sociales.