Publicado en ContraPunto.
La legalidad de la candidatura de Nayib Bukele para un segundo mandato presidencial es un tema que está sobrediscutido. Desde que la Sala de lo Constitucional habilitó dicha candidatura, mediante fallo de septiembre de 2021, se han vertido hasta la saciedad todas las argumentaciones posibles de quienes están a favor y en contra.
Ambas posturas tienen su fundamento y su lógica interna, como debe ser en un buen debate. En su elaboración han intervenido respetados juristas y, en ese sentido, es importante que la ciudadanía entienda en qué se basa cada cual, para tener una opinión informada. Sin embargo, dado que son posturas mutuamente excluyentes, es imposible que ambas tengan vigencia simultánea. Llegados a este punto, más allá de la diversidad de opiniones sobre doctrinas y procedimientos, y para evitar una discusión infinita, debe prevalecer el criterio de la instancia que la Constitución misma señala para tal fin, la cual es precisamente la Sala de lo Constitucional.
Ante dicha realidad, hay partidos de oposición que mantienen su discurso sobre la alegada inconstitucionalidad de dicha candidatura, pero al mismo tiempo ya tienen electas a sus propias fórmulas presidenciales y están listos para oficializar ante el Tribunal Supremo Electoral sus inscripciones en la contienda, lo cual es incoherente con su propio planteamiento.
Esto sólo se explica por una de dos causas: o bien, dichos partidos no se creen el argumento de la inconstitucionalidad; o, si se lo creen, son completamente inconsecuentes con dicha creencia. La razón es clara y simple: si realmente creyeran que la competencia está viciada, lo correcto sería no participar en ella; ya que al competir en condiciones que consideran contrarias a Derecho, en verdad estarían legitimando la contienda y a todos sus participantes.
Como referencia de una actitud política coherente en la historia de El Salvador, cabe recordar que ya hubo un caso en donde la oposición en bloque no participó o se retiró de las elecciones, por considerar que estas no ofrecían las garantías mínimas. Fue en 1956, en la época de las dictaduras militares, cuando el teniente coronel José María Lemus llegó al poder como candidato único por el Partido Revolucionario de Unidad Democrática (PRUD), sin que hubiese otras opciones. Esto supuso una mancha de ilegitimidad desde el inicio de su mandato, dentro del cual fueron creciendo cada vez más las protestas sociales hasta culminar con su derrocamiento en 1960.
Volviendo al contexto actual, algunos voceros de la oposición política interpretan que, de consumarse la asunción de un segundo periodo presidencial de Bukele, la Constitución obliga a la insurrección. No es así, según se desprende de la mencionada sentencia de la Sala de lo Constitucional, ya que este cargo le vendría por mandato popular vía elecciones, no por extensión arbitraria de su primer periodo. Pero en cualquier caso, ni en el escenario más delirante y surrealista cabe imaginar a estos personajes opositores liderando una revuelta popular (ni pacífica ni violenta), pues como ya ha quedado evidenciado en numerosos intentos fallidos, carecen de respaldo y medios para congregar o acarrear siquiera cinco mil personas en una plaza pública en un día soleado y feriado.
Queda entonces la interrogante de por qué van a participar en algo que consideran ilegal. Como respuestas, se han vertido especulaciones de todo tipo: desde que su único interés es beneficiarse con los fondos de campaña, provenientes de donantes fervorosos pero ingenuos, hasta que su propósito es invocar a una imaginaria comunidad internacional para que desconozca a Bukele (como ganador previsible, según todas las encuestas) y reconozca como presidente “legítimo” (al estilo del venezolano Juan Guaidó) al que quede en segundo lugar. Ciertamente, aquí el límite es la imaginación.
Sea como sea, lo cierto es que las contradicciones, incoherencias y fantasías que exhibe la actual pero caduca oposición política son un lastre creciente que hace presagiar su propio hundimiento definitivo.
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