martes, 17 de enero de 2017

Ese testimonio de locura y odio

El lunes 16 de enero, fecha de la conmemoración de la firma de los Acuerdos de Paz, apareció en las páginas de opinión de El Diario de Hoy el artículo titulado “El evangelio envenenado de la Teología de la Liberación”.

Lo firma el abogado Max Mojica, máster en leyes, pero igual podría haber sido la Cruzada Pro Paz y Trabajo o cualquiera de las organizaciones de ultraderecha de los años setenta y ochenta, pues se trata básicamente -aunque en otro tono- del mismo discurso anticomunista de aquellas épocas en contra de la Teología de la Liberación, similares y afines.

Salvo un par de valoraciones personales discutibles, en los tres primeros párrafos el autor hace una excelente síntesis de la esencia doctrinaria de esta corriente de pensamiento religioso-político, que tuvo su auge en los años setenta en América Latina. Y en los últimos dos, expone a grandes rasgos la defenestración prácticamente oficial de la jerarquía eclesiástica hacia las tesis liberacionistas.

Hasta aquí, todo es cuestión de opiniones y adhesiones personales: cada quien adopta los ideales con los cuales se identifica, más aún si estos hallan sustento en doctrinas o creencias institucionalizadas. Y si a la fuente nos vamos, visto lo visto en la historia de la humanidad, pareciera que de la Biblia no hay interpretaciones correctas, sino tan solo convenientes a determinados fines, de tal manera que con citas y versículos en mano bien se puede justificar la opresión y el sufrimiento o, por el contrario, validar la lucha contra la injusticia. Pero no va por ahí este debate, a menos que se tenga tiempo y ánimo para una discusión infinita.

El punto es este: más allá del calificativo peyorativo (“evangelio envenenado”), el grave problema del autor -y de los sectores ideológicos a los que representa- es que sigue considerando a la Teología de la Liberación como causa de la guerra civil que tanta muerte y destrucción provocó en aquellas décadas, pero no dice nada de las condiciones de exclusión económica, social y política imperantes en aquellas décadas.

Supongamos toda la Teología de la Liberación que pudiera haberse predicado. En una sociedad sin las graves desigualdades antes apuntadas, acaso habrían cosechado simpatizantes más o menos teóricos de izquierda, pero jamás el volumen de población que estuvo dispuesto a una decisión tan radical como tomar las armas porque vio cerrados todos los caminos, comenzando por el electoral.

Culpar sin más a lo que pudo haber sido un factor desencadenante y soslayar en el mismo acto la causa fundamental de un conflicto es ignorancia involuntaria o falacia intencional. Y en ambos casos es ideológica.

El mayor problema es que dicha interpretación reitera el mismo argumento con que se asesinó a seis sacerdotes jesuitas en la UCA, en noviembre de 1989, así como a muchos otros sacerdotes y religiosas “liberacionistas”, entre ellos el también jesuita Rutilio Grande en 1977, acusándolos de "agitadores de masas" y "envenenar la mente de la juventud".

Por otra parte, dice el autor que “conocidas universidades y colegios jesuitas” aún son “bastiones” que sostienen a la Teología de la Liberación “los cuales se mantienen como dinosaurios de la guerra fría y testimonios de una época de locura y odio, que arrastró a El Salvador a una guerra fratricida que nos costó más de cien mil muertos.”

Como en El Salvador sólo hay una universidad jesuita, la UCA, y un colegio jesuita, el Externado de San José, está claro que el calificativo de “dinosaurios de la guerra fría” va contra ellos (mención aparte de la Universidad de El Salvador, donde no creo que sean muy teológicos, si fuera el caso). Pero resulta que la UCA y el Externado de San José son instituciones de reconocido y comprobado prestigio, merced a la formación académica y humana que dan desde hace décadas, con o sin Teología de la Liberación.

La descalificación que el autor en cuestión hace de esta labor educativa, a partir del consabido prejuicio anticomunista, es indigna de un profesional que además se dice admirador y perteneciente a la Iglesia Católica (cuya máxima autoridad, el papa Francisco, también es jesuita).

Queda claro, pues, que el verdadero “testimonio de una época de locura y odio” es precisamente la mentalidad que Max Mojica trasluce en el mencionado artículo. Por el bien del país, ojalá él -y quienes opinan como él- logren superar esa tremenda ancla ideológica.