sábado, 27 de abril de 2013

Reacción celular inmediata

A propósito de haberle ocurrido a cierta chica un accidente con su teléfono móvil, para consolarla le dijo una señora:

- No te sintás mal, que no hay mujer a quien no le haya pasado eso.

Se refería a habérsele caído el celular adentro de la taza del excusado.

Yo no entiendo cómo pueden ocurrir esas cosas, porque normalmente llevo el celular bien resguardado en su estuche pendiente del cincho, con el debido cuidado de sostenerlo o retirarlo de allí antes de sentarme en el referido lugar, pero dicen ellas que las mujeres no lo acostumbran.

Volviendo a la conversación iniciada, la mujer contó que a ella misma ya le había sucedido aquello. No obstante, mientras el teléfono de la jovencita aludida tardó dos días en encender y su pantalla quedó inservible (sin que se vean muchas posibilidades de repararlo a un costo razonable), el teléfono de la señora está en perfectas condiciones operativas.

Así, al preguntarse sobre el porqué del diferente desenlace, la señora formuló la siguiente hipótesis:

- Ah, es que vos seguramente lo pensaste demasiado antes de meter la mano para sacarlo de la taza.

O como se decía en tiempos del coronel Molina: hay que actuar "con decisión, definición y firmeza", pero más que todo... ¡rápido!

domingo, 21 de abril de 2013

Una anécdota de “educación” sexual

Esta anécdota tiene un aire cómico, aunque con trasfondo lamentable porque refleja el modo en que se ha "educado" en el campo de la sexualidad en la Guanaxia Irredenta. Los hechos son reales y el relato no tiene intención anticlerical. Conocer este despropósito debería servir para abordar con seriedad y profesionalismo la educación sexual. Por lo demás, como decía Don Macario: "¡ahi saquen ustedes sus propias conclusiones!"

¿QUÉ NOS HABRÁ QUERIDO DECIR?

Corría el año 1983 y a nosotros, efervescentes jóvenes adolescentes en colegio sólo de varones masculinos, se nos daba una charla de educación sexual. El ponente era un cura estándar de la orden que manejaba esa institución educativa. El tema era contra la masturbación, enfatizando en su carácter pecaminoso, pero cuidándose de no incluir ninguna perspectiva médica ni psicológica orientada a aclarar o desmentir los mitos que sobre dicha práctica existen (v.g.: que causa ceguera, que hace crecer gruesos vellos en la palma de la mano, que equivale a perder ocho gotas de sangre, que es asesinato de homúnculos, etc.). Admitamos, no obstante, que conocimos un nuevo vocablo: “onanismo”.

Concluida la prédica y estando en el momento de las preguntas al disertante, uno de nuestros compañeros se animó y le dijo:

- Mire, padre: ¿entonces qué podemos hacer si aunque queramos aguantarnos no podemos?

Luego de poner expresión pensativa durante unos instantes, el clérigo respondió de la siguiente manera:

- Bueno, jóvenes: eso es una gran dificultad, una gran lucha. Hay muchos amigos de ustedes que les recomiendan ir donde una prostituta, pero eso tampoco está bien, hay que contenerse.

El compañero inquirió de nuevo:

- Pues sí, padre, pero entonces ¿cómo nos quitamos las ganas?

Y el sacerdote entonces pronunció una respuesta que aún resuena en mi mente, tratando de descifrar su significado:

- Vean: si el deseo es tan grande que de veras no pueden dominarlo, y el dilema moral está entre masturbarse o ir donde una prostituta, pues... hay que hacer lo que sea más natural.

Entonces salimos a recreo.

Y la educación sexual, ¿para cuándo?

La educación sexual en El Salvador es mínima, prácticamente inexistente. Las dos actitudes predominantes en el hogar y en la escuela son a cual peor: no se habla del tema o, si se habla, es desde la ignorancia y el prejuicio.

El Ministerio de Educación incluye el tema de la sexualidad en el programa de la materia “Orientación para la vida”, que supuestamente se da en bachillerato y es de alcance nacional, pero este suele sufrir recortes y deformaciones, tanto en instituciones educativas confesionales como en el sistema de educación pública, ya sea por censura religiosa, por falta de personal capacitado para impartir la materia o por flagrante desconocimiento del mismo.

En el resto de niveles educativos, las autoridades estatales (olvidando que la educación sexual es un tema de salud pública) han detenido por años la implementación de un verdadero programa educativo en esta materia, porque nunca les parece bien a las iglesias, quienes únicamente aceptan la parte que sus respectivas doctrinas les permite.

La población que está fuera del sistema educativo formal no tiene más opciones que “informarse” en la tradición machista, el puritanismo o el oscurantismo.

De los gobiernos conservadores y moralistas que tuvo el país hasta 2009 cabía esperar tal actitud, pero no del “gobierno del cambio”, supuestamente más progresista en este campo, que no obstante muy poco o nada se ha esforzado para sacar a la Guanaxia Irredenta de su analfabetismo en cuanto a educación sexual.

sábado, 20 de abril de 2013

Sobre religión y buenas personas

En lo que al mundo terrenal respecta, las religiones suelen tener como objetivo explícito que sus adeptos sean buenas personas. Dentro del cristianismo, religión predominante en esta parte del mundo, resuenan las palabras de Jesús, citado por Juan 13, 35: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros.”

En el sentir común, se cree que ser una persona religiosa deriva en ser una buena persona, de ahí la insistencia en cultivar y difundir la doctrina desde la más temprana niñez.

Sin embargo, la realidad y la historia han demostrado lo azaroso y a veces falaz que resulta esta aparente relación de causa y efecto.

Es importante reconocer, en primer lugar, que en el mundo de hoy y en este contexto particular, mucha gente es al mismo tiempo religiosa y buena, y ellos mismos relacionan esta última cualidad con su devoción.

Ciertamente, la religión puede ser un método de perfeccionamiento personal y colectivo, una forma de crecimiento espiritual que derive en buenas acciones, en el sentido más amplio que puedan entenderse.

Sin embargo, también es evidente que bastante gente sinceramente religiosa comete acciones objetivamente dañinas en su entorno personal y social, no hallando contradicción entre sus creencias y tales formas de comportamiento, más bien justificándose en ellas.

Pese a la evolución que en la doctrina oficial de algunas iglesias ha habido al respecto, muchas de las más antiguas formas de discriminación y sometimiento de la mujer aún se amparan en la tradición religiosa judeo-cristiana, de la misma forma que se niegan derechos humanos fundamentales a sectores sociales tradicionalmente discriminados, esgrimiendo citas bíblicas.

Aun siendo una flagrante contradicción, personas que viven en el crimen y el delito se encomiendan diariamente a Dios. En esos casos, se dirá -con razón- que esa religiosidad es falsa e inconsecuente, pero el punto es que las creencias de esa gente son, desde su propio punto de vista, auténticas.

El Salvador es un país que se confiesa mayoritariamente creyente, de lo cual no se duda, pero es, al mismo tiempo, uno de los más crueles y violentos del mundo, así como el paraíso de la impunidad.

Militares y políticos señalados en el informe de la Comisión de la Verdad por su participación o encubrimiento de crímenes de lesa humanidad, algunos de los cuales hoy son diputados, siempre se declararon creyentes y andan predicando con su Biblia bajo el brazo. Cómo entienden ellos a Dios y a la religión, y si esta percepción es la “verdadera”, esos son otros temas; el punto importante es que en esos y otros muchos casos la religión en sí no ha producido buenas personas.

Reafirmo y amplío, antes de continuar, una idea ya expresada anteriormente: que ciertas prácticas religiosas pueden ser buenas y edificantes, siempre que se ejerzan como libre opción, propicien un sano discernimiento moral, cultiven valores humanos solidarios, impliquen el compromiso con el mejoramiento del entorno y, sobre todo, comprometan la responsabilidad en el uso de la propia libertad.

Añado y destaco lo siguiente: una práctica religiosa realmente humanizadora requiere de cierta dosis de librepensamiento, jamás de la ciega obediencia y nunca del fanatismo ni la obcecación. Implica además el reconocimiento de sí misma como una opción legítima dentro de muchas otras, incluyendo el ateísmo y la increencia. Esto lleva inevitablemente a la tolerancia y la convivencia pacífica.

De la negación de la relación causal absoluta entre religión y bondad, ya explicada anteriormente, se sigue por simple lógica que las personas no creyentes, sean ateas o agnósticas, tampoco han de ser necesariamente malas personas.

Por supuesto que hay malas personas sin dios ni religión, pero también es claro que hay quienes hacen mucho bien, aunque no crean en entidades sobrenaturales ni participen de cultos religiosos.

Ser no creyente es una opción y no implica automáticamente una mayor o menor estatura moral. Es, en cambio, un pensamiento primitivo, intolerante y promotor de violencia el usar “ateo” como sinónimo de “malvado” y “corrupto”, y como antónimo de “santo”, “justo” y “bueno”.

En el entorno actual, es lamentable que a muchas personas atrapadas en el fanatismo religioso les resulte imposible siquiera concebir esta idea: que una elevada conciencia moral puede desarrollarse desde una perspectiva estrictamente humanista, es decir, sin necesidad de pertenecer a una religión o creer en Dios.

Al menos para entender esto debería servirnos vivir en una época en donde supuestamente ya se ha superado ese terrible oscurantismo.

lunes, 1 de abril de 2013

Del afán de trascender y sus monstruos

Que el ser humano es limitado y que en todas las culturas ha buscado modos de ir más allá de sí mismo es un hecho constatable. El tema seguramente lo han tratado muchos filósofos y antropólogos con amplitud y suficiencia, aunque una de las síntesis más claras que recuerdo es la del personaje Francis Walsingham en la película “Elizabeth” (1998), cuando le hace ver a la reina lo siguiente:

Todos los hombres (y mujeres) necesitan algo más grande que ellos mismos a quien admirar y adorar. Deben ser capaces de tocar lo divino en la Tierra.

No solo las religiones cumplen esa función, sino también aquellas grandes empresas en pos de quimeras y utopías (incluidas, lamentablemente, las guerras mesiánicas y autodenominadas santas).

En tiempos recientes se han sumado a estos afanes las llamadas “religiones seculares”: sistemas ideológicos sin componentes sobrenaturales, pero que se basan en dogmas, se fundamentan en el adoctrinamiento masivo y poseen diversos mecanismos para ocuparse de sus disidentes (por ejemplo, las diversas realizaciones históricas del comunismo).

Y aunque parezca pueril en comparación, también el deporte como apasionante fenómeno de masas tiene un fuerte componente de ilusión de trascendencia: no en vano a las grandes gestas deportivas se les describe como “tocar el cielo” y a los ídolos del fútbol se les venera como dioses.

Las actividades artísticas también les permiten a quienes las desarrollan sentir esa trascendencia: creer que su palabra, su música o su talento expresado en cualquier forma les preservará de la muerte y del olvido eternos.

Quizá todas estas sean maneras válidas de escapar, real o ilusoriamente, de la soledad esencial y su horror, o de la grave responsabilidad que implica, en sentido existencialista, inventarle un sentido a la propia vida, asumiendo la plena libertad y sus consecuencias.

El problema está en los monstruos que se engendran cuando estas doctrinas se absolutizan de tal modo que se cree ciegamente en ellas, erigiéndolas cual verdades absolutas en donde toda dura es espuria contaminación que requiere ser purgada.

A propósito del tema, me viene a la mente este párrafo de Fernando Savater:

Las religiones también son como el vino: hay gente a la que le sienta mal y gente a la que le sienta bien. Hay personas que con dos copas se vuelven locuaces, abiertas y desinhibidas; otros se vuelven brutos y groseros con la misma cantidad. Con la religión, hay gente que mejora y se purifica y para otros es una fuente de resentimiento, mojigatería y condena a los demás.

Eso mismo, en esencia, es lo que puede decirse de las ideologías políticas, así como del arte, del deporte y todas aquellas cosas en que buscamos realizar ese afán de trascendencia, cuando no estamos conscientes de su carácter tentativo, exploratorio y de factura terrenal.