jueves, 31 de agosto de 2023

No más arcas abiertas

Publicado en Diario El Salvador.

“En arca abierta, hasta el justo peca”, rezaba el antiguo dicho popular en boca de los abuelos, en referencia a la falta de candados, controles o cerraduras en una caja de caudales expuesta, situación ante la cual cualquier pasante podía estirar la mano y embolsarse un par de reales sin temer consecuencias punitivas.

El citado refrán (aplicable a cualquier acto delictivo) plantea un contrasentido, pues si una persona es realmente justa —es decir, “que obra según justicia y razón”— su convicción moral debería inhibirla de actuar de modo incorrecto; de ahí que un justo que peque sea un oxímoron, una contradicción intrínseca que sirve para resaltar la invitación al delito que supone ese indefenso cofre ajeno.

La experiencia humana de siglos indica que, cuando el único freno de un acto ilícito es la propia conciencia, las probabilidades de cometer la falta o delito aumentan exponencialmente, más aún si se cuenta con la ausencia de vigilancia alguna que disuada o penalice tal acción.

En El Salvador, como en toda la región, la gran arca abierta durante décadas ha sido la de la administración pública, desde las más altas oficinas hasta las más sencillas. Si hay algo que no ha distinguido entre colores políticos, niveles educativos, estratos económicos, géneros y edades, es precisamente la corrupción, práctica enquistada en nuestra idiosincrasia como “la cultura del más vivo”, a tal punto que prácticamente se llegó a considerar tonto al honesto.

Por la multiplicidad de argucias y triquiñuelas implicadas en la corrupción, es difícil saber el monto concreto de lo mal habido. La inmensa mayoría de ello, tanto de los “tiempos de conciliación” como del grotesco periodo democristiano, solo quedó difusamente registrado en la vox populi y en la casi olvidada memoria colectiva de los setentas y ochentas. Hace una década, el economista Salvador Arias hizo un esfuerzo académico por calcular el monto de la sangría a las arcas del Estado durante los gobiernos areneros en el periodo 1989-2009, estimándola en 37 mil millones de dólares. En cuanto a la década efemelenista 2009-2019, basado en el solo indicador de lo atribuido a sus dos expresidentes prófugos, no parece ser un monto tan menor.

Llegados al aquí y al ahora —cuando desde la primera magistratura del Estado se ha relanzado la bandera anticorrupción, ya emblemática desde la pasada campaña presidencial, y se persiguen esos oprobiosos actos— es el momento de sentar precedentes sólidos y consolidar una cultura de cero tolerancia a la corrupción que pueda surgir en el presente.

Todo partido político (en cuanto institución para acceder al poder), si bien congrega personas con genuina vocación de servicio, también tiene el riesgo inherente de atraer gente interesada primordialmente en lograr su propio beneficio por medios deshonestos. Por ello, nunca deben bajar la guardia ni creerse inmunes a este mal.

Actos de corrupción los ha habido en todas las instituciones humanas, sean estas públicas o privadas; de naturaleza política, religiosa, social o de cualquier otra índole. La gran diferencia entre unas y otras viene dada por cómo estas instituciones lidian con ese mal: si encubriéndolo (tentación frecuente) o exponiéndolo y castigando con firmeza y prontitud a quienes incurren en actos deshonestos, del rango y cuantía que sean.

La exigencia popular es que las autoridades actuales, a diferencia de lo que hicieron sus antecesores en el ejercicio del poder, honren su compromiso anticorrupción de modo constante, enérgico y sin distinguir colores políticos, así sean los propios; pues la construcción de un país próspero, como la población sueña y se lo merece, pasa necesariamente por la depuración permanente de todas sus instituciones, más allá de coyunturas o situaciones mediáticas puntuales.

lunes, 14 de agosto de 2023

Wrestling

Publicado en ContraPunto.

Presenciar y tomar partido en peleas ajenas tiene un atractivo particular para los seres humanos, fenómeno cuya explicación involucra factores instintivos que están con nosotros desde tiempos inmemoriales. Desde la antigüedad, han existido modalidades deportivas consistentes en enfrentamientos individuales entre atletas, siendo una de ellas la lucha grecorromana y, desde hace un par de siglos, su derivación escénica transformada en entretenimiento deportivo, que hoy conocemos como wrestling o lucha libre.

En la actualidad, la empresa de lucha libre profesional más grande y reconocida en el mundo es la World Wrestling Entertainment (WWE), con un estimado de 40 millones de telespectadores en 150 países y una capitalización de mercado de 6.87 billones de dólares (US$ 6,870,000,000). Esta marca tiene la capacidad de convocar a decenas de miles de personas en continuos espectáculos presenciales, dentro y fuera de los Estados Unidos, aparte de millones de suscriptores por plataformas de streaming y pay-per-view.

Muchas personas ajenas a la lucha libre o wrestling no se explican el éxito de este fenómeno mediático, deportivo y económico; tampoco entienden la euforia que nos provoca a quienes seguimos este deporte en el cuadrilátero (desde la lejana infancia, con los recordados Titanes en el Ring). El principal argumento que los indiferentes y escépticos suelen esgrimir en contra de la fanaticada es que, en dichos combates, los golpes son falsos y los resultados están previamente acordados. Esta observación no es del todo cierta y, además, refleja una profunda incomprensión del tema.

En cuanto a los golpes y movidas, si bien es cierto hay muchos que son evidentemente fakes, también hay otros que requieren de extrema precisión y habilidad técnica, tanto para darlos como para recibirlos. Que un tipo de 225 libras de peso se lance desde una altura de más de dos metros para aterrizar sobre tu cuerpo tendido en la lona no es cosa menor; esto para no hablar de los silletazos y aporreos sobre todo tipo de superficies (mesas, escaleras o el suelo mismo, a veces sin protección alguna). Estas constantes sacudidas son un reto atlético para los luchadores, así como una permanente exposición a lesiones.

Comoquiera que sea, toda esa secuencia de golpes, fingidos o no, que ocurre sobre el ring no es por sí misma la atracción para los creyentes (pues, para golpes reales, están el boxeo o las artes marciales mixtas). Si el combate mueve las emociones de la multitud y tiene sentido, es porque este desarrolla un guion que cuenta una historia debidamente preparada.

De ahí que el éxito de la lucha libre no dependa solamente de lo que los atletas presentan dentro del cuadrilátero, sino también de la capacidad creativa de los guionistas para armar una novela que genere interés en la pelea y, sobre todo, de las cualidades escénicas y el carisma de los luchadores para encarnar y darle credibilidad a su personaje, conectando con el público para provocar simpatías o antipatías, pero jamás indiferencia.

En el fondo de la afición a la lucha libre está el fenómeno psicológico de la identificación con los personajes, es decir, lo mismo que ocurre con toda forma de ficción literaria, cinematográfica, teatral o de cualquier otra índole (incluso los videojuegos). Diversos teóricos han analizado este concepto multidimensional de identificación, distinguiendo en él varios procesos, entre ellos la empatía emocional y cognitiva (ponerse en el lugar de los personajes), la atracción y el deseo temporal de ser como ellos, así como ser partícipe de la narrativa expuesta.

Un elemento esencial en el wrestling, y muy particularmente el de la WWE, es el manejo de los arquetipos, que son “imágenes o esquemas congénitos con valor simbólico que forman parte del inconsciente colectivo”, representados en sus personajes más icónicos, a los cuales se les construye una espectacularidad impresionante desde la misma entrada al escenario, que implica un diseño artístico de gran nivel.

Como se ve, la lucha libre profesional es un universo increíblemente complejo, mucho más allá del debate superficial sobre la veracidad de los golpes. Explicarlo es un trabajo intelectual, pero vivirlo es un privilegio emocional que los mortales podemos permitirnos, incrustándonos por unas horas en ese apasionante mundo ficticio de héroes y villanos.

lunes, 7 de agosto de 2023

Analistas, comentaristas y activistas

Publicado en Diario El Salvador

Los programas dedicados a la política ocupan casi totalmente los espacios de discusión, debate o reflexión en los medios de comunicación masiva. En radio, televisión o internet hay multitud de ellos. El único tema distinto que se le acerca en cuanto a cobertura es el fútbol, pero a bastante distancia en cuanto a cantidad de tiempo de emisión.

Ya sea en formato de exposición, entrevista, diálogo, discusión, debate o tertulia, a estos programas acuden personas relacionadas con distintas áreas del quehacer nacional. Entre ellos, hay una especie muy particular que generalmente usa la etiqueta de “analista político”, término en el que conviene profundizar y estar alerta.

Un análisis es el “estudio detallado de algo” y requiere la “distinción y separación de las partes” o aspectos involucrados, a fin de “conocer su composición”. Siendo rigurosos con el significado del término (y dentro de las limitaciones de tiempo típicas de estos programas), de un analista político se esperaría que diera un panorama lo más completo posible acerca de un hecho o situación puntual del contexto, llámese coyuntura o estructura. Esto implica explicarle al público el qué y el porqué del asunto, así como la lógica de los diferentes puntos de vista involucrados. Si bien puede hacer una valoración de los hechos, la prioridad de su análisis es ilustrar o exponer ordenadamente y de manera comprehensiva las cosas.

Un comentarista, en cambio, hace un “juicio, parecer, mención o consideración” de algo a partir de su experticia o experiencia. En el idioma inglés existe el vocablo “pundit”, alguien que “hace comentarios o juicios en forma autoritativa” (es decir, que presume autoridad). En ciertos casos, este podría considerarse un analista, pero muchos medios estadounidenses prefieren el término “political commentator” para designar este tipo de invitados o panelistas. Aunque debe fundamentar sus opiniones para ganar credibilidad, el comentarista no profundiza tanto en el análisis y, en cambio, se concentra en expresar sus valoraciones y reacciones, generalmente dirigidas (aunque no restringidas) a un público afín.

Por su parte, el activista es un “militante de un movimiento social, de una organización sindical o de un partido político que interviene activamente en la propaganda y el proselitismo de sus ideas”. Como tal, el activismo es válido y además necesario, pues de esa manera se impulsan las propuestas para realizar cambios sociales. El activista no necesariamente está reñido con el análisis, pero se entiende que su trabajo es promover una agenda preestablecida por el partido u organización que representa; en ese sentido, no cabe esperar de él o ella tanta objetividad, mucho menos imparcialidad o independencia de criterio.

Teniendo clara esta distinción, es evidente que en los actuales programas políticos de la radio, televisión y ciberespacio salvadoreños desfilan indistintamente unos y otros, etiquetados como analistas cuando en realidad la mayoría de ellos son comentaristas y especialmente activistas. Con estos últimos, el problema es que no siempre aparecen declarados, sino muchas veces solapados en ese concepto ambiguo de la así llamada “sociedad civil”, cuando no escudados en investiduras supuestamente impolutas.

En consonancia con lo anterior, y como gesto de respeto al público, los productores de estos programas tendrían que ser más cuidadosos con las etiquetas con que presentan a sus invitados. Sería bueno normalizar el uso del término “comentarista político” y reservar el de “analista” para quienes realmente lo son. Y para los demás, así como no hay ningún problema en colocarle la viñeta a un militante de un partido específico (con o sin el chaleco puesto), nadie tendría que molestarse si lo presentasen como activista, seguido del correspondiente adjetivo.