miércoles, 13 de junio de 2018

Mi abuelita le rezaba a San Antonio

En junio de cada año, mi abuelita Delfina (la Niña Fina, como la conocían sus amistades) organizaba el rezo de toda la novena a San Antonio de Padua, que culminaba el día 13 con la celebración principal.

Los recuerdos de aquellos episodios de mi lejana infancia son un tanto inespecíficos, pero forman un solo bloque ubicado a mediados de los años setenta.

No sé cuándo mi abuelita comenzó con esa costumbre ni tampoco a qué se debía tan especial devoción: si a una promesa cumplida o a alguna expectativa a futuro; el caso es que la sala de su casa no solamente tenía un altar permanente, sino que la misma pared principal había sido edificada para tal fin, con espacios diseñados ad-hoc para los cuadros, las imágenes y los candelabros.

Mis hermanas y yo asistíamos obligados por nuestros padres, que no llegaban porque a esa hora trabajaban en turno extendido para mantener a flote el Liceo Tecleño. Éramos, pues, "el público" que siempre estaba allí durante las ocho sesiones en que la rezadora titular, la Niña Adriana, llegaba puntualmente a las 7:00 p.m. para dirigir el rito.

Aparte de nosotros, a la novena asistían escasamente cuatro o cinco personas más; en cambio, el propio día 13 había casa llena con reparto de tamales, café, refrescos y hasta vino de consagrar, jolgorio vecinal en el que no faltaban los cohetes de vara.

Con excepción de este último día, en las sesiones previas los cuatro hermanos Góchez Fernández nos aburríamos solemnemente en medio de aquella monotonía de oraciones, padrenuestros, avemarías y letanías, de casi 45 minutos de duración, por lo que con cierta frecuencia buscábamos elementos de distracción, siendo uno de los favoritos el divertirnos imitando la pronunciación y entonación características de la rezadora principal.

En una ocasión, creo que hacia 1975, mis hermanas tuvieron la ocurrencia de llevar una grabadora de casete para capturar la memorable voz de la Niña Adriana. Obviamente, no podían tenerla a la vista pues eso habría delatado sus traviesas intenciones, así que una de ellas se presentó con un chal chapín, pese a que no hacía frío, bajo el cual podía tener clandestinamente el aparato.

Creo que Mamá Fina comenzó a sospechar cuando vio que el cuarteto de nietos se había sentado extrañamente cerca de la rezadora (pues desde lejos la grabadora no captaba bien la voz), pero lo que acabó descubriendo todo fue que la duración del casete era de 30 minutos y se terminó antes de finalizar el rezo, haciendo que el aparato diera un sonoro clic con el apagado automático. Entonces, los titánicos esfuerzos por disimular las risas nerviosas se vieron completamente sobrepasados y ya no pudimos más.

Tengo bien grabado (en la memoria, no en el casete) el gesto de reprobación de la Niña Adriana, que no paraba de decir “¡Estas niñas traviesas, no respetan…!”, pues la culpa recayó en mis hermanas mientras yo salí indemne (porque, como suele decirse, “yo pasando iba”).

Diabluras aparte, aquellos rezos continuaron mientras mi abuelita tuvo salud y ánimo para organizarlos, aunque los graves acontecimientos sociopolíticos que afectaron al país y a nuestra familia a partir de 1979 los dificultaron cada vez más.

Mi abuelita Delfina falleció en 1983, a los 83 años, y con ella terminó esa tradición; pero todavía el agradable recuerdo de aquellas tempranas noches de junio, entre el aburrimiento y las travesuras, me saca algunas sonrisas.