Publicado en ContraPunto
Una persona ignorante es alguien que desconoce algo o que carece de cultura. El calificativo es una descripción, aunque en la mayoría de situaciones comunicativas cotidianas tiene una connotación peyorativa e incluso es usado como insulto. En tanto que ningún ser humano es omnisciente, todos padecemos de ignorancia en alguna medida. Este reconocimiento, plasmado en la frase de Sócrates "yo solo sé que no sé nada", es un acto de humildad intelectual, en cuanto admite los límites del conocimiento humano y promueve una actitud de constante búsqueda y cuestionamiento. En este sentido, bien puede decirse que creerse sabio es la primera y más grave ignorancia; esta es particularmente perjudicial porque cierra la puerta al aprendizaje y al cuestionamiento, generando dogmatismo, arrogancia y una resistencia al cambio y al autoconocimiento.
La ignorancia como vicio se presenta de muchas maneras, más de las que comúnmente se cree. Una muy habitual es la que demuestran ciertas personas que presumen de su nivel educativo, títulos académicos o intelectualidad, cuando descalifican la opinión ciudadana de personas sencillas y humildes sobre temas sociales y políticos, por el solo hecho de que estas no completaron determinados niveles de escolarización. Quien padece este tipo de ignorancia desconoce la teoría de las inteligencias múltiples, especialmente la interpersonal e intrapersonal, las cuales permiten a las personas gestionar sus relaciones con el entorno humano inmediato e interpretar su realidad, formulando conclusiones a partir de su propia experiencia. Una persona puede tener baja escolaridad, pero mostrar cierto tipo de sabiduría en su vida, así como virtudes esenciales para la convivencia; por el contrario, hay gente con títulos universitarios que, no obstante, evidencia graves niveles de estupidez en su conducción por la vida.
En la galería de personajes del entorno político (activistas, periodistas, comentaristas, analistas y conexos), hay muchos que navegan con bandera de listos, pero sus palabras y acciones los colocan en entredicho. Es insólito, por ejemplo, que alguien con título de licenciatura o doctorado presuma públicamente de su falta de filtros para expresarse, más aún cuando son precisamente estas expresiones desbocadas las que le han causado problemas de imagen y credibilidad. También es inaudito que un supuesto intelectual esgrima su título obtenido en el extranjero para justificar su derecho a insultar reiteradamente (en vivo y en directo, aunque con muy poco ingenio) a la mayoría del pueblo.
En casos como los descritos, además de padecer de “la ignorancia de la imprudencia”, estas personas desconocen las diversas teorías lingüísticas que establecen la adaptación del lenguaje a la situación comunicativa (considerando emisor, receptor, código, medio y contexto), en función pragmática para lograr sus objetivos, para lo cual se requiere elegir y dominar ciertos registros lingüísticos. Demostraciones de ignorancia como las descritas son más reprochables en cuanto mayor es el presunto nivel intelectual de quienes las evidencian, pues justamente esa pregonada condición tendría que impulsarles a investigar las implicaciones de la diversidad y complejidad humanas.
Otro caso de esta “ignorancia ilustrada” ocurre cuando, justamente en virtud de su educación y conocimiento sistemático en ciertas áreas específicas, muchas personas viven sumergidas en un mundillo de autovalidación que les aleja de otras perspectivas y puntos de vista. Un término culto relacionado con esta actitud se deriva de la imagen de la torre de marfil como símbolo de belleza y pureza absolutas: el “torremarfilismo”. Este concepto se refiere a la actitud de “aislamiento intelectual, en la que personas —especialmente académicos, artistas o científicos— se desconectan de los problemas y necesidades prácticas de la sociedad”.
“La ignorancia es atrevida”, dice el dicho popular. Paradójicamente, las personas acusadas de ignorantes por su bajo nivel de escolaridad muchas veces se expresan con la humildad que les hace falta a quienes, escudados en sus títulos, viven en el constante atrevimiento de querer imponer a los demás sus puntos de vista parciales, sesgados, sectarios, fanáticos o interesados y, ante su inefectividad persuasiva, ejercen venganza verbal desde la pedantería contra quienes no han podido convencer.