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Lo tragicómico es que no me puedo (no me debo) quejar, pues ¿no podía simplemente haberme negado al principio o al medio del camino? Pues sí, “podría”... pero no quise. ¿Acaso fue (es) por cierta sana vanidad (que la hay, sí), por hacer cosas que se diga que están bien (porque lo están, sí), por recrearme en la propia contemplación de mi prosa y recursos didácticos, proyectadas en un espacio virtual al que acudirán seres imaginados?
Por último, ¿no es todo este discurso un asumir conscientemente esa ofensa que se adjetiva como “capital”? (“¡Ah, la vanidad, mi pecado favorito!”, dijo Milton en el brillante cierre de la película “El abogado del Diablo”, un magnífico “thriller” teológico). No lo sé; mas, por si acaso, sirva este autorretrato como reconocimiento, contricción y confesión... ¡que la penitencia ya la estoy padeciendo!
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Posdatas entre paréntesis:
(Tampoco es para tanto, pues muchos de los otros padres y madres de adolescentes ya graduados tenían una sola, única y larga cara de aburrimiento.)
(Un poco, pero sólo un poco menos trágico parece el asunto al considerar que todo esto no es al estilo de aquel pintoresco personaje oriental: “¡de choto!”.)