Sin duda, las condiciones en que esta obra fue leída contribuyeron a crear en mí cierta hipersensibilidad: la mayoría de sesiones fueron desarrolladas en las butacas de espera de un hospital durante los atardeceres tempranos de Octubre, entre gente muy enferma y llamadas de “código uno” por los altoparlantes, a la luz agonizante de lejanas lámparas de mercurio, entre el constante ir y venir de camillas, algunas de ellas sanguinolentas y ocasionalmente cargando una bolsa negra con su difunto ocupante debidamente identificado.
Si a lo anterior añadimos la inverosímil anécdota de un gato muerto que cayó del tejado a las once de la noche, sin previo aviso, estrellándose contra el pavimento de uno de los espacios internos de mi casa, el cuadro es entre cómico y surrealista. No me refiero al gato muriendo de hace casi dos años: quiero decir un nuevo cadáver de gato. Verlo allí inerte e inoportuno y recordar la contraportada del libro de Stephen King, “Cementerio de animales”, fue un solo acto:
Church estaba allí otra vez, como Louis Creed temía y deseaba. Porque su hijita Ellie le había encomendado que cuidara del gato, y Church había muerto atropellado. Louis lo había comprobado: el gato estaba muerto, incluso lo había enterrado más allá del cementerio de animales. Sin embargo, Church había regresado, y sus ojos eran más crueles y perversos que antes.
2 comentarios:
Digamos que era una de esas referencias que le da la vida a uno para crear vinculos...
En este caso con su libro y u realidad más inmediata!
Dios, a Ud le pasan a veces unas cosas...
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