lunes, 17 de junio de 2024

Para personas de amplio criterio

El fin de semana del 15 y 16 de junio se presentó, en el Teatro Nacional de San Salvador, la obra titulada “Inmoral”, producida por el Proyecto Inari, que en su publicidad incluyó el logo del Ministerio de Cultura. Según la nota de un periódico local, es “una fusión entre las artes performáticas drag y las artes dramáticas del teatro”.

El significado pertinente de “drag”, del sitio web WordReference, es un slang o jerga: “associated with the opposite sex, transvestite”, lo cual queda claro en las fotos promocionales pero no en el afiche. Seguramente el término más conocido es el que incluye las dos palabras: drag queen. Se trata, pues, de una obra enmarcada dentro del movimiento LGBT+ cuyo argumento se describe así:

A la protagonista de esta obra, se le es anunciado que su mejor amigo fue asesinado, agregado a esto es violentada por el cuerpo de seguridad y, al regresar a su casa asustada, se da cuenta que todos los fantasmas de su pasado han venido a visitarla.

Luego de las dos funciones de la obra, y seguramente atendiendo quejas de algunas personas que asistieron, el Ministerio de Cultura emitió un comunicado en donde manifiesta que la compañía teatral “no describió con precisión el contenido de su obra, que resultó ser no apta para todo público”; además, reclama que hayan usado el logo institucional sin su autorización. Por estas razones, se lee, “las funciones restantes del Proyecto Inari en el Teatro Nacional de San Salvador han sido canceladas” (aun cuando aparentemente ya no había más programadas).

Este incidente da pie para revivir el antiquísimo debate sobre la censura. Sabiendo que el arte es una compleja integración de aspectos formales y de contenido, la calidad artística tiende a establecerse a partir del manejo de los registros y códigos propios de cada rama del arte, mientras que el contenido siempre queda sujeto a valoraciones morales, políticas o de cualquier otra índole. Así, la censura puede ejercerse sobre obras que no alcanzan los estándares mínimos de calidad puramente estética o también, como en este caso, contra espectáculos cuyo contenido sea considerado por algún motivo inapropiado, inconveniente, perjudicial, incorrecto, etc. Este debate es infinito y no tiene mucho sentido pretender zanjarlo de una vez por todas (allá cada quién con su opinión).

La postura del Ministerio de Cultura es que dicha institución arrienda los espacios que administra, como el Teatro Nacional, “exclusivamente para eventos culturales que sean apropiados para audiencias de todas las edades”. Este incidente se enmarca en el contexto de una fuerte polémica en la cultura occidental, especialmente en países del primer mundo, sobre la exposición de menores de edad a espectáculos queer. A nivel local, responde a una política explícita de supresión en ámbitos estatales (culturales, educativos, etc.) de cualquier contenido que promueva —explícita o implícitamente— la así llamada Ideología de Género.

De acuerdo a declaraciones de sus productores, la obra “Inmoral” se ha presentado libremente en diversos espacios escénicos desde hace un año. Se entiende que el público ha acudido consciente y a sabiendas de qué va el tema. La polémica actual surge por hacerla en espacios estatales supuestamente familiares, a los cuales ingresarían personas incautas que podrían sentirse ofendidas en sus valores conservadores. Siendo así, acaso habría que añadir obligatoriamente en la promoción de dichos espectáculos esta antigua y nunca superflua prevención: “Para personas de amplio criterio”.

sábado, 15 de junio de 2024

Delfy: 22 de mayo de 1979

Publicado en ContraPunto

A primeras horas de la noche del 22 de mayo de 1979, un grupo de jóvenes manifestantes fue atacado por elementos de los cuerpos de seguridad del gobierno del general Carlos Humberto Romero. Varios murieron, entre ellos mi hermana Delfy Góchez Fernández, estudiante de Psicología de la UCA, quien estaba por cumplir 21 años.

Personalmente, el conocimiento e interpretación de las circunstancias que propiciaron su muerte ha sido un proceso lento y difícil, construido sobre la base de relatos y testimonios dispersos. Desde hace muchos años he tenido claro lo que ocurrió, lo cual pude confirmar posteriormente a través de publicaciones de personas que conocieron de primera mano los hechos, incluyendo algunas sobrevivientes.

El contexto social de 1979 en El Salvador y en toda la región era sumamente convulso. Desde hacía varios años, cinco organizaciones insurgentes se habían venido fortaleciendo, encaminadas a lanzar una ofensiva armada para derrocar a la dictadura militar, vía insurrección popular, ante la evidencia de que todos los espacios de oposición política pacífica habían sido cerrados de manera definitiva, brutal y sangrienta.

Del lado gubernamental, la única respuesta a las demandas sociales era la represión generalizada, incluyendo torturas y ejecuciones extrajudiciales. Los antecedentes del 30 de julio de 1975 y el 28 de febrero de 1977, cuando sendas manifestaciones de protesta habían sido disueltas por militares a balazo limpio en las calles de San Salvador, no habían dejado duda del talante criminal del régimen del coronel Arturo Armando Molina (1972-1977). Tal política continuó bajo el mandato del general Carlos Humberto Romero, quien ascendió al poder en 1977 de la misma forma que su antecesor: vía clamoroso fraude electoral y matanza en las calles.

Mi hermana Delfy había entrado a las luchas sociales a través de las Fuerzas Universitarias Revolucionarias “30 de julio” (FUR-30, con sede en la UCA), que eran parte del Bloque Popular Revolucionario (BPR), frente de masas de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL). Entiendo que en aquel momento era muy difícil mantenerse al margen de una aguda polarización política. En tal contexto, muchos optaron por incorporarse a dichas organizaciones, con la plena disposición de sacrificar sus vidas para alcanzar los nobles ideales de justicia y libertad. (Otra cosa muy distinta es el talante moral de algunos dirigentes de aquellas organizaciones, lo cual se fue revelando en el tiempo hasta confirmar las más amargas certezas.)

El martes 8 de mayo, dos semanas antes de la fecha que titula estos párrafos, un grupo de personas que ocupaban la catedral metropolitana fueron atacadas con armas de guerra por la policía, con saldo de varios muertos que quedaron tendidos sobre las gradas del templo católico. Este hecho dejó en claro una vez más el modus operandi de los cuerpos de seguridad del régimen: cualquier manifestación de protesta iba a ser tratada de la misma forma. A partir de entonces, esa era una verdad ineludible y de conocimiento obligatorio para la dirigencia de los grupos insurgentes, fuesen de la cúpula o de mandos medios.

Por esos días, un grupo de militantes del BPR ocuparon la embajada de Venezuela (colonia Escalón, San Salvador). con fines de protesta política y plantear reivindicaciones sociales. Los miembros del cuerpo diplomático, inicialmente retenidos por los activistas, habían logrado escapar del recinto. A la fecha del martes 22 de mayo, el local tenía cortados los suministros de agua potable y energía eléctrica; además, la sede estaba rodeada por un fuerte dispositivo de seguridad.

Ante tal situación, la dirigencia local del BPR decidió organizar una marcha para romper el cerco policial y extraer a sus compañeros de la embajada. Aunque la actividad fue promovida explícitamente como humanitaria para “llevar agua y alimentos” a los ocupantes, en realidad tenía un propósito militar de rescate.

El hecho es que el BPR, frente de masas de las FPL, mandó a un centenar de manifestantes, la gran mayoría desarmados, prácticamente como grupo de choque contra un cerco policial, a sabiendas de que los agentes del régimen tenían el aval para disparar sus fusiles de guerra G3, en espacio abierto y de manera indiscriminada, con toda la ventaja táctica, sin que necesariamente hubiese provocación de por medio.

En última instancia, yo respeto el compromiso que adquirió mi hermana Delfy en ese contexto social y dentro de la disciplina de la organización a la que pertenecía. Lo que no acepto es que aquellos dirigentes hayan enviado a tanta gente a esa misión, conscientes de que no tenían ninguna oportunidad de éxito y sabiendo que lo único que iba a producir eran muertos en las calles.

En lo que a mí concierne, tengo claro que la bala criminal que mató a mi hermana Delfy salió de un fusil de los cuerpos de seguridad del régimen asesino del general Carlos Humberto Romero; pero también sé que la planificación y el diseño culposo que la colocaron fatalmente en la trayectoria de una bala que todos sabían iba a ser disparada, fueron responsabilidad de la dirigencia de las FPL, a través de sus frentes de masas BPR y FUR-30.


viernes, 7 de junio de 2024

Aquella institucionalidad


Publicado en Diario El Salvador

Desde hace algún tiempo viene sonando repetidamente, en ciertos círculos académicos y periodísticos de la oposición nacional e internacional, un discurso de preocupación y lamento por los conceptos “democracia” e “institucionalidad”, a partir de la premisa que bajo el gobierno de Nayib Bukele estos bienes sociales se estarían perdiendo progresivamente, hasta llegar a un punto de no retorno que los más tozudos califican como “dictadura”.

Puesto que dicho razonamiento ha chocado frontalmente con la realidad electoral de un fuerte apoyo popular a la gestión del mandatario, estos mismos intelectuales han formulado entonces la tesis que, ante la insoportable situación a la que se llegó bajo el reino de las pandillas, el pueblo salvadoreño acabó sacrificando la democracia y su institucionalidad a cambio de la sensación de seguridad.

Tal razonamiento es una falacia y un engaño histórico, porque presupone la existencia real de aquella institucionalidad democrática como esencialmente buena, desvinculándola de su realidad concreta, en la cual hubo un grave deterioro de la seguridad ciudadana precisamente como efecto directo de esa misma institucionalidad.

Es necesario entender que la supuesta democracia de la posguerra fue, en realidad, una partidocracia en la que las dos fuerzas beligerantes, convertidas en instituciones electorales de derecha e izquierda, ganaron la capacidad de bloquearse mutuamente, no para velar por los intereses populares sino para repartirse beneficios y prebendas en negociaciones oscuras con métodos nefastos. En estas prácticas concurrieron otros partidos políticos que, con mayor o menor descaro, asumieron cínicamente el rol de mercenarios, con la excusa de darle gobernabilidad al país, a cambio de pingües beneficios personales.

Como consecuencia de aquel estado de cosas, la falta de atención e interés de aquella institucionalidad para resolver los crecientes problemas de la población, particularmente durante los dos primeros gobiernos de Arena, facilitó enormemente la proliferación de las pandillas, que encontraron su caldo de cultivo en la marginalidad socioeconómica de amplios sectores de la población. Luego, cuando el problema ya fue imposible de ignorar, los dos siguientes gobernantes en turno lanzaron políticas propagandísticas de mano dura y súper dura, pero sin más plan que intervenciones mediáticas y esporádicas carentes de continuidad.

Después vino el primer gobierno del FMLN, que no solo se acobardó ante el desafío de la criminalidad organizada, sino que literalmente se arrodilló ante ella, implementando una tregua que vino a empoderar y convertir en actores políticos a quienes tanto daño estaban causando al país. El segundo gobierno del partido rojiblanco aparentemente intentó dar marcha atrás en esto, al menos a nivel de discurso, pero durante su gestión se tuvieron las cifras más espeluznantes y desesperanzadoras de asesinatos. Todo lo anterior ocurrió, no se olvide nunca, bajo las instancias ejecutivas, legislativas y judiciales de un estado fallido.

Lo que nunca entendieron los gestores y defensores de aquella institucionalidad es que, para combatir a organizaciones criminales de ese nivel, se necesitaba de la acción coordinada y unitaria de los tres órganos del estado, con leyes especiales y procedimientos excepcionales acordes a la lógica y la realidad operativa de dichos grupos, tal como ha quedado demostrado en la praxis.

En esta línea de pensamiento, bien puede afirmarse lo siguiente: no es que hoy se haya perdido la institucionalidad democrática, sino que esta se ha alineado en la misma dirección por mandato del soberano, que es el pueblo, para comenzar a resolver los grandes problemas históricos de los que nunca se ocupó esa decadente clase política que todavía ocupa el espacio de la oposición, si bien cada vez más desintegrada. Esta realidad es la que ha entendido la gente, incluso la más sencilla, y esta es la explicación de las decisiones electorales que han llevado al segundo mandato del presidente Bukele.