Publicado en Diario El Salvador
Desde hace algún tiempo viene sonando repetidamente, en ciertos círculos académicos y periodísticos de la oposición nacional e internacional, un discurso de preocupación y lamento por los conceptos “democracia” e “institucionalidad”, a partir de la premisa que bajo el gobierno de Nayib Bukele estos bienes sociales se estarían perdiendo progresivamente, hasta llegar a un punto de no retorno que los más tozudos califican como “dictadura”.
Puesto que dicho razonamiento ha chocado frontalmente con la realidad electoral de un fuerte apoyo popular a la gestión del mandatario, estos mismos intelectuales han formulado entonces la tesis que, ante la insoportable situación a la que se llegó bajo el reino de las pandillas, el pueblo salvadoreño acabó sacrificando la democracia y su institucionalidad a cambio de la sensación de seguridad.
Tal razonamiento es una falacia y un engaño histórico, porque presupone la existencia real de aquella institucionalidad democrática como esencialmente buena, desvinculándola de su realidad concreta, en la cual hubo un grave deterioro de la seguridad ciudadana precisamente como efecto directo de esa misma institucionalidad.
Es necesario entender que la supuesta democracia de la posguerra fue, en realidad, una partidocracia en la que las dos fuerzas beligerantes, convertidas en instituciones electorales de derecha e izquierda, ganaron la capacidad de bloquearse mutuamente, no para velar por los intereses populares sino para repartirse beneficios y prebendas en negociaciones oscuras con métodos nefastos. En estas prácticas concurrieron otros partidos políticos que, con mayor o menor descaro, asumieron cínicamente el rol de mercenarios, con la excusa de darle gobernabilidad al país, a cambio de pingües beneficios personales.
Como consecuencia de aquel estado de cosas, la falta de atención e interés de aquella institucionalidad para resolver los crecientes problemas de la población, particularmente durante los dos primeros gobiernos de Arena, facilitó enormemente la proliferación de las pandillas, que encontraron su caldo de cultivo en la marginalidad socioeconómica de amplios sectores de la población. Luego, cuando el problema ya fue imposible de ignorar, los dos siguientes gobernantes en turno lanzaron políticas propagandísticas de mano dura y súper dura, pero sin más plan que intervenciones mediáticas y esporádicas carentes de continuidad.
Después vino el primer gobierno del FMLN, que no solo se acobardó ante el desafío de la criminalidad organizada, sino que literalmente se arrodilló ante ella, implementando una tregua que vino a empoderar y convertir en actores políticos a quienes tanto daño estaban causando al país. El segundo gobierno del partido rojiblanco aparentemente intentó dar marcha atrás en esto, al menos a nivel de discurso, pero durante su gestión se tuvieron las cifras más espeluznantes y desesperanzadoras de asesinatos. Todo lo anterior ocurrió, no se olvide nunca, bajo las instancias ejecutivas, legislativas y judiciales de un estado fallido.
Lo que nunca entendieron los gestores y defensores de aquella institucionalidad es que, para combatir a organizaciones criminales de ese nivel, se necesitaba de la acción coordinada y unitaria de los tres órganos del estado, con leyes especiales y procedimientos excepcionales acordes a la lógica y la realidad operativa de dichos grupos, tal como ha quedado demostrado en la praxis.
En esta línea de pensamiento, bien puede afirmarse lo siguiente: no es que hoy se haya perdido la institucionalidad democrática, sino que esta se ha alineado en la misma dirección por mandato del soberano, que es el pueblo, para comenzar a resolver los grandes problemas históricos de los que nunca se ocupó esa decadente clase política que todavía ocupa el espacio de la oposición, si bien cada vez más desintegrada. Esta realidad es la que ha entendido la gente, incluso la más sencilla, y esta es la explicación de las decisiones electorales que han llevado al segundo mandato del presidente Bukele.
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