Pulicado en Diario El Salvador
Desde hace varios meses, en la medida que fue mejorando la seguridad ciudadana, la principal preocupación expresada por la población salvadoreña ha pasado a ser la economía, tal como lo confirman diversos análisis, encuestas y conversaciones. Esto lleva a poner sobre la mesa una reflexión acerca de nuestro sistema económico, entendiéndolo como “el conjunto de principios, instituciones, leyes, políticas y prácticas que una sociedad utiliza para organizar la producción, distribución y consumo de bienes y servicios”.
Siempre se nos dijo que éramos un país capitalista, pero una atenta lectura de la historia nacional lo refuta. Durante el primer siglo de su vida como nación independiente, El Salvador fue poco más que una gran finca semifeudal, en donde la pobreza de las mayorías marginadas era una condición necesaria para maximizar las ganancias de la oligarquía agroexportadora, con el Estado como su instrumento para mantener el statu quo. Fue hasta mediados del siglo XX cuando comenzó un proceso de industrialización, aunque el modelo agrario continuó predominando hasta el estallido de la guerra civil de los años 80, cuando inició su pronunciado declive.
Si por capitalismo entendemos “un sistema económico que se basa en la propiedad privada de los medios de producción, la libre empresa y el mercado libre como el principal mecanismo para la asignación de recursos y la determinación de precios”, no sería sino hasta después de la finalización del conflicto armado interno, a mediados de los 90, cuando comienza a delinearse, aunque dependiendo de las remesas como soporte del consumo y la terciarización de la economía; sin embargo, sus pecados de origen fueron la voraz tradición y las nocivas costumbres de las antiguas élites económicas heredadas a los nuevos actores, quienes siguieron viendo al Estado no como ente regulador, garante de los principios liberales, sino como herramienta de abuso y distorsión de las reglas del juego, para ponerlas completamente a su favor.
El partido Arena fue el instrumento político apropiado para tal fin durante 20 años, mientras que el FMLN no tocó ese esquema, más bien se acomodó a él durante 10 años y, junto con sus antecesores, le añadieron un nuevo componente social dañino y desolador al panorama nacional: las pandillas, cuyo caldo de cultivo fue la descomposición social de la posguerra y la exclusión económica.
Harto de un bipartidismo paralizante y de un estado de cosas desesperanzador, el pueblo decidió en 2019 llevar al poder a Nayib Bukele, dándole en 2021 las herramientas legales para gobernar en sintonía con todos los poderes y ratificando esa decisión en 2024. Tras un primer quinquenio marcado por la pandemia del covid y la guerra contra las pandillas como preocupaciones centrales, llega su segundo quinquenio con la economía como prioridad. Algunas señales recientes revelarían la intención de que el país se encamine hacia un capitalismo más inclusivo, no dogmático, implementando medidas que pudieran provocar las críticas de algunos neoliberales radicales, pero que serían necesarias y exigidas por las condiciones concretas de nuestro contexto social, político, histórico y económico.
Si lo que se busca es que la prosperidad de uno influya positivamente en la prosperidad de todos, el Estado debe garantizar condiciones justas para productores, inversionistas, comerciantes y consumidores; por eso mismo, conociendo la tradición de voracidad instalada por siglos en diversas capas socioeconómicas, no se puede dejar todo a la jungla de la oferta y la demanda, especialmente en productos sensibles como la canasta básica y aquellos que cubren las necesidades elementales. Dicho de otra forma: hay que hacer los ajustes pertinentes a este incipiente sistema económico capitalista, fuera de la ortodoxia teórica, para que produzca los beneficios sociales tan largamente esperados.