miércoles, 22 de enero de 2025

Reflexiones sobre la deuda política


La deuda política es un dinero que el estado otorga a los partidos políticos, como un financiamiento “encaminado a promover su libertad e independencia” (art. 210 de la Constitución). Dos son las justificaciones generalmente aceptadas para esta erogación. La primera, que con ese financiamiento los partidos no tendrían que depender tanto de grandes donantes o financistas económicamente poderosos para existir y realizar sus campañas proselitistas; reduciendo así el riesgo de que, una vez llegados al poder, tuviesen que pagar aquellas dádivas con favores políticos para beneficio particular de ciertos sectores y no de toda la población. La segunda es que, con este mecanismo, se estaría promoviendo la participación ciudadana de más sectores, especialmente aquellos que no tienen acceso a grandes capitales. Dato pertinente: según Hacienda, los partidos políticos en su conjunto recibieron unos 85 millones de dólares en financiamiento estatal, durante el periodo 2014-2024.

Pese a que la formulación teórica de la deuda política suena razonable, la sensación general es que la población tiende a rechazarla. Este es un sentimiento histórico muy arraigado, cuyo origen está en el desprestigio absoluto en que cayó la partidocracia Arena-FMLN, junto con sus partidos aliados ocasionales, identificados con la corrupción. De ahí que, desde antes del quinquenio anterior, algunos sectores de la población generaron la expectativa de reformar o incluso eliminar la deuda política.

Más allá de los intereses, preferencias y sentimientos del momento, este tema requiere de un análisis profundo a partir de dos preguntas clave: la primera, si la deuda política cumple realmente con los objetivos para los cuales fue creada; la segunda, si la existencia de esta produce efectos no deseados, perjudiciales para la democracia.

En cuanto a la primera pregunta, habría que conocer los montos de las donaciones particulares a los partidos y contrastarlos con el financiamiento estatal. Hace una década (elecciones de 2014 y 2015, cuando las campañas proselitistas eran más caras que en la actualidad), el 65 % de los casi 23 millones de dólares que reportaron como ingresos los partidos políticos vigentes provino de la deuda política (aunque seguramente gastaron más, pues la tradición local hace plausible la existencia de muchas formas de donación privada y sostenimiento de institutos políticos que no necesariamente quedaban registradas en la contabilidad). En todo caso, la deuda política no evita los compromisos partidarios con personas o grupos de interés que se sientan representados por cada uno de ellos y les aporten fondos; lo cual no está mal, siempre que se respeten leyes y procedimientos para garantizar su transparencia.

Por otra parte, en cuanto a los efectos indeseados de este financiamiento, cabe señalar que la proliferación de partidos pequeños no necesariamente es un signo de mayor democracia. Lamentablemente, en la historia nacional han existido demasiadas formaciones electorales irrelevantes por sí mismas, cuyo propósito al participar en los comicios nunca ha sido ganar, sino obtener dinero público para continuar en una existencia intrascendente, irrelevante pero efectiva para conservar su cuota de presencia en el tinglado político y, en el mejor de los casos, aspirar a recibir también alguna que otra donación de incautos (que los hay).

Obviamente, la discusión del tema es mucho más compleja y tiene aristas que considerar. En este 2025, que no es año electoral ni preelectoral, sería oportuno que la Asamblea Legislativa lo agendara y escuchase las opiniones de la ciudadanía para concretar las reformas a que hubiere lugar, ya sea para procurar que se cumplan los propósitos para los que la deuda política fue creada o para suprimirla definitivamente, si acaso esa fuese la voluntad popular.

lunes, 6 de enero de 2025

Minería: resignación o resiliencia

Publicado en Diario El Salvador

La reciente aprobación de la Ley General de la Minería Metálica ha hecho emerger en el debate público dos actitudes ancestrales, inevitablemente ligadas a la tendencia natural del ser humano a explorar y modificar su entorno mediante la creación de recursos y herramientas tecnológicas: por una parte, la postura conservadora de un discurso ecologista idealista, que privilegia la prudencia a ultranza (“no a la minería”); por otra, la postura innovadora, que se lanza hacia el progreso con determinación e incluso osadía (“sí, se puede hacer minería responsable”).

La primera visión rechaza de tajo la posibilidad de cualquier explotación minera en El Salvador, basándose en la evidencia de los graves daños ambientales que esta actividad produjo hace varias décadas, especialmente en las minas de San Sebastián (departamento de La Unión). A partir de esa mala experiencia y pésima gestión que se hizo en el pasado, así como de importantes consideraciones técnicas y demográficas, quienes comparten este punto de vista lograron instalar la narrativa de la inconveniencia de extraer metales en nuestro país, habiendo elevado su tesis a rango de ley en 2017 y prevaleciendo aún en la opinión pública (cfr. encuesta Iudop).

El razonamiento en la base de esta opinión es que ya hubo considerables daños por esta actividad y “con toda seguridad” (según dicen quienes la comparten) habría perjuicios catastróficos a gran escala si se hace minería metálica. Se asume el fracaso anticipado de tal intento, concluyendo que cualquier proyecto es inviable y dañará gravemente a la población. Desde esta perspectiva, a menudo exacerbada, no tiene ningún sentido hacer esfuerzos adicionales por superar los obstáculos conocidos, ya que el costo humano y material sería demasiado alto. Habría entonces que resignarse ante nuestras limitaciones.

La segunda visión, en cambio, propone la evaluación de las experiencias anteriores y actuales, identificar errores y riesgos, y buscar formas de superarlos con estrategias, herramientas y tecnologías apropiadas. En este afán, la resiliencia (“capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o situación adversa”) es la clave para desarrollar un proyecto minero en el contexto salvadoreño, que minimice el impacto medioambiental y deje al país ganancias suficientes como para justificar ese riesgo, invirtiendo dichas utilidades en proyectos específicos para revertir la actual contaminación de más del 90 % del agua superficial, así como en obras de beneficio social.

En esta disyuntiva, aun citando estudios técnicos para apoyar una u otra postura, no hay una respuesta que se imponga por sí misma: tanto hacer minería como dejar de hacerla tiene sus pros y sus contras, sobre todo si resultan ciertas las estimaciones de las cantidades y valor de mercado del oro particulado que habría en el territorio nacional. En última instancia, la opinión de cada quién la determina su actitud personal ante un reto difícil; así, puede tenerse una resignación prudente y conservadora o, por el contrario, una adaptación emprendedora y visionaria, a fin de concretar los pasos a seguir para llegar a las metas propuestas, maximizando las medidas de protección ambiental.

En todo caso, lo cierto es que las autoridades gubernamentales ya han tomado la decisión de avalar la minería y, en este empeño, es claro que la responsabilidad del presidente Nayib Bukele es enorme y él lo sabe, a tal punto de haber puesto su capital político y su legado en juego. En esta ruta (apartando a los agoreros, apocalípticos y oportunistas de siempre), será necesario el aporte de la ciudadanía, en forma de atento acompañamiento y vigilancia en un camino todavía lleno de dudas, pero en donde también se asoman valiosas oportunidades de desarrollo.