martes, 12 de agosto de 2025

De imparcialidad y objetividad

Publicado en Diario El Salvador

Imparcialidad y objetividad son dos términos que se usan mucho en los ámbitos del periodismo y las opiniones políticas. En ambos casos, aunque con matices, dichos conceptos suelen utilizarse como una forma de validación personal o institucional para respaldar lo que se comunica; sin embargo, con demasiada frecuencia, estos términos se confunden, generando percepciones erróneas que conviene aclarar.

La imparcialidad es la “falta de designio anticipado o de prevención en favor o en contra de alguien o algo”, sinónimo de equilibrio. Es lo que generalmente conocemos como neutralidad. Pensemos en un juez, que no puede ser ecuánime si, de entrada, tiene preferencia o animadversión hacia el acusado. Pero en la vida social, y especialmente en el debate político, difícilmente puede haber neutralidad. Ya sea por acción u omisión, por simpatía o antipatía, por palabras o silencios, de una u otra forma las personas adoptan una postura más o menos definida a favor o en contra de determinadas causas y actores, la cual admite distintos grados o niveles de adhesión, compromiso, militancia o incluso defensa a ultranza.

La objetividad, en cambio, es aquello “perteneciente o relativo al objeto en sí mismo, con independencia de la propia manera de pensar o de sentir”. Este es un dilema filosófico de larga data, especialmente en el campo de las humanidades. Filósofos escépticos, como David Hume, pusieron en duda la posibilidad de alcanzar conocimiento seguro, al señalar que nuestras ideas derivan de impresiones sensibles que no garantizan la verdad universal. Nietzsche sostuvo que no existen hechos, solo interpretaciones, negando así la existencia de una verdad objetiva accesible al sujeto. Desde esta mirada, todo conocimiento está mediado por la perspectiva, el lenguaje o el interés, lo que pone en entredicho la idea de una objetividad pura. No obstante, el ser humano se empeña en asirse a lo seguro, porque, si todo es relativo, la consecuencia inevitable es la angustia existencial. De ahí que la objetividad se mantenga como utopía: inalcanzable en su plenitud, pero con posibilidades razonables de aproximarse a ella.

Se desprende de lo anterior que sí es posible alcanzar buenos niveles de objetividad, pese a las propias preferencias. Lo importante es, en todo caso, sustentar aquello que afirmamos con datos, con lógica, con hechos y referencias verificables, dotándola de una solidez argumental mayor que la mera opinión subjetiva.

Un ejemplo muy ilustrativo de la realidad salvadoreña actual es el tema de seguridad ciudadana. Hay una notable mayoría de personas que apoyan la gestión del presidente Nayib Bukele, mientras que una minoría la rechaza; es decir, muchos son parciales a favor y pocos son parciales en contra del gobierno. Todos tienen distintos grados de convicción, pero difícilmente son neutrales, pues hasta la indiferencia puede considerarse como una aceptación tácita. Dentro de este espectro de parcialidades, unos tenderán a hablar cosas buenas y otros seguramente buscarán el pelo en la sopa… a lo cual tienen derecho. Sin embargo, objetivamente hablando, las estadísticas de la drástica reducción de homicidios y otros delitos son datos fríos y contundentes; por lo tanto, esto tendrían que reconocerlo, tanto quienes manifiestan su simpatía como su antipatía hacia el gobierno.

El problema surge cuando, con el fin de validar los relatos surgidos de sus preferencias racionales o expresiones emocionales, hay quienes optan por ignorar, manipular o incluso falsear los datos, con tal de sostener sus relatos. Teóricamente, ningún bando es inmune a caer en esta tentación; sin embargo, quienes llevan años en desventaja ante la opinión pública —y sin indicios ni asomos de emerger— parecen ser más proclives a recurrir a falacias y falsedades, presionados por la desesperación que provoca el verse rechazados una y otra vez por la población.

lunes, 11 de agosto de 2025

Zovatto y el temor al ejemplo


En el contexto político actual, existe una amplia red global de medios y oenegés que han asumido, por diseño e ideología, la dura tarea de deslegitimar el proceso político salvadoreño que lidera el presidente Nayib Bukele desde 2019. Para ello, esparcen una cascada de falacias a través de un pequeño ejército de periodistas, activistas e intelectuales; quienes se citan y validan entre sí para construir una narrativa para consumo de la audiencia internacional.

En el pasado reciente, esta gente logró que el Departamento de Estado de los Estados Unidos les comprara momentáneamente el discurso, especialmente en 2021 y parte de 2022. Este hecho quedó evidenciado en sanciones a funcionarios y declaraciones hostiles hacia el gobierno de El Salvador; pero dicha animadversión fue cediendo paulatinamente al pragmatismo geopolítico en los últimos años de la administración Biden, tanto así que al finalizar su periodo las relaciones bilaterales llegaron a ser no solamente cordiales, sino claramente colaborativas. Ya con la administración Trump, a partir de este año, las alianzas han sido más explícitas, propias de aliados confiables.

Pero la red de desprestigio persiste y persevera. Con Human Rights Watch y Amnistía Internacional a la vanguardia —secundados por Deutsche Welle, New York Times, El País, BBC y una larga lista— publican día tras día reportajes, artículos de opinión, informes, noticias y análisis orientados a cimentar la afirmación de que El Salvador vive bajo una dictadura, pese a que la realidad electoral y el contexto general dicen lo contrario.

En esta línea, uno de los rostros académicos y de currículum más extenso es el politólogo y jurista argentino Daniel Zovatto, quien se mueve en los círculos de analistas que se ocupan de la democracia global y, particularmente, en América Latina. En una reciente publicación en la red social X, Zovatto expresó de manera bastante sintética la esencia de la narrativa que promueven él y las instituciones aludidas. Contrario a lo que algunos pudieran creer, su abundancia de títulos no es garantía de conocimiento ni de mínima objetividad acerca de la realidad salvadoreña; sino que, por el contrario, con ellos pretende darle autoridad académica a un torrente de dogmas comunes en el círculo de autovalidación en el cual habita.

Zovatto confunde lo que él llama un “sistema autoritario” con el legítimo ejercicio de la autoridad de un gobernante, a quien el pueblo le ha dado y le ha revalidado el mandato de ocuparse de los graves problemas heredados por El Salvador, a lo largo de casi dos siglos de infructuosa vida independiente. El citado conferencista califica la reelección de Nayib Bukele en 2024 como inconstitucional, desconociendo con marcada necedad no solo la sentencia de la Sala de lo Constitucional que lo habilitó en 2021 (instancia electa conforme a las atribuciones legales de la Asamblea Legislativa), sino también la legitimidad que le otorgó el 85 % de la población y el reconocimiento de toda la comunidad internacional.

El académico activista da por sentada, a conveniencia, “la creciente represión contra periodistas —muchos de los cuales han debido abandonar el país para evitar la cárcel— y activistas de derechos humanos”, pero no quiere ver la estrategia de victimización y autoexilio desarrollada por estos sectores, reconocida incluso por voces opositoras. No pierde ocasión para censurar el estado de excepción, una herramienta imprescindible para erradicar estructuras criminales enquistadas por décadas en diferentes estratos sociales, las cuales provocaron más de 100,000 víctimas mortales durante los 30 años de la posguerra. Y así suma y sigue, con la pedantería característica de quienes creen entender la realidad desde una burbuja académica, completamente desconectada de las vivencias y experiencias de las personas.

No obstante, hay un elemento revelador en el discurso que expresa Zovatto: el temor de que el estilo de gobierno de Nayib Bukele —aun cuando tenga imperfecciones y deba ser constantemente revisado— pueda servir de inspiración para otros mandatarios que se enfoquen en resolver problemas prácticos, antes que permanecer anclados en conceptos que, por décadas, han demostrado su ineficacia y perpetuado tantos males.

En este sentido, el siguiente párrafo de Zovatto es una joya confesional:

“La región debe encender con urgencia todas las alarmas. Lo que hoy sucede en El Salvador podría anticipar el devenir autocrático de otras democracias latinoamericanas si no se actúa con determinación. Cuidado con la seducción y el peligro de la ‘bukelización’ y su ‘eficracia’: un pacto fáustico que, bajo el pretexto de orden, seguridad y resultados rápidos, legitima la cesión de libertades, degrada el Estado de derecho y desmantela la democracia”.

Lo que Zovatto y sus adeptos no aceptan ni aceptarán jamás es que esas “libertades”, ese “Estado de derecho” y esa “democracia” por la que tanto se rasgan las vestiduras nunca fueron reales, no solucionaron los problemas ingentes de la población y fueron construidas como superestructuras para perpetuar sistemas injustos y excluyentes en muchas regiones de América Latina. Y en El Salvador, solamente fueron excusas para contemplar, desde cómodas posturas intelectualoides, el hundimiento de una nación que ahora por fin tiene esperanzas sostenidas de emerger.

Republicado, con ligera edición por motivos de espacio, en Diario El Salvador.

¿Un dictador amado por el pueblo?

Publicado en ContraPunto

El 5 de agosto de este año, el canal La Base América Latina transmitió un programa de opinión con varios invitados, entre ellos el activista opositor Óscar Martínez, del periódico digital El Faro, quien casi al final de su intervención pronunció una frase que debe quedar enmarcada para la historia: "Somos prensa crítica contra un dictador al que mi pueblo ama", dijo a nombre de su red de homólogos, en referencia al presidente Nayib Bukele.

Resulta paradójico, con tintes de absurdo, atribuirle a una misma persona dos características de suyo contradictorias: ser un dictador y ser amado por el pueblo. 

Comenzando por la segunda parte de la célebre frase, no hay ninguna duda del fortísimo apoyo que la población le ha endosado a Nayib Bukele en sucesivos eventos electorales, llegando al 85 % en las elecciones de 2024 y manteniendo esos números en todas las encuestas reales. Esto le ha permitido tener una Asamblea Legislativa que le da plena gobernabilidad, la cual también ha nombrado funcionarios de segundo grado en sintonía con sus políticas públicas.

No tiene, por lo tanto, ningún sentido ni tampoco rigor conceptual utilizar el término “dictador” para referirse a Nayib Bukele, pues en ningún momento este ha accedido ni se ha mantenido en el poder por la fuerza. Esta concentración de poder ha sido el resultado de la voluntad consciente de la enorme mayoría del pueblo, que es el verdadero soberano, consolidada a partir de los resultados en materia de seguridad y el inicio del despegue económico. El mandatario está en el legítimo ejercicio de la autoridad conferida por el soberano.

En términos simples: no existe un dictador amado por el pueblo. Si alguien es dictador, es porque necesita usar la fuerza como elemento imprescindible para estar en el poder, suprimiendo arbitrariamente las libertades ciudadanas. Tal fue el caso de Fidel Castro y sus herederos de sangre y de ideología en Cuba, donde hay un partido único por ley y se suprime de facto cualquier iniciativa opositora, con varios niveles de obsesiva prevención. Tales son los casos de Nicolás Maduro y la pareja maldita Ortega-Murillo en Nicaragua, quienes además tienen presos y exiliados políticos reales, no creados por redes internacionales de propaganda.

Si un pueblo empodera a una persona, usando los mecanismos legítimos para tal fin —y si, además, la oposición y el disenso tienen espacios tradicionales y digitales para decir lo que quieran— entonces no hay dictador ni dictadura, el término es impertinente. Otra cosa muy distinta es que haya quienes finjan persecución política o la invoquen para cubrir delitos de otra naturaleza, pero ese es análisis aparte.

Desmontada la falacia anterior, cabe hacer un par de observaciones adicionales. Si el autor de tan paradójica sentencia afirma que él y su camarilla combaten a Bukele y, al mismo tiempo, admiten que el pueblo ama a Bukele, la conclusión lógica sería que, en última instancia, estas personas que dicen ser “prensa independiente” en realidad combaten intencionalmente aquello que el pueblo quiere. En ese caso, pareciera que el espíritu de la dictadura yace en ellos mismos y no en aquel a quien así etiquetan, pues se consideran una élite por encima de la voluntad popular, a la cual deslegitiman.

Finalmente, un detalle que no es menor, aunque a primera vista pase desapercibido. El uso de “mi pueblo”, por parte del emisor, es una forma de expresar un distanciamiento emocional y político muy fuerte. El dicho popular “¡Ah, mi pueblo!” generalmente está cargado de una fractura identitaria y una paradoja dolorosa para quien lo pronuncia. Es al mismo tiempo condescendiente, lastimero e irónico, con un dejo de superioridad y frustración por algo que está culturalmente bien instalado. A este nivel, lo que se percibe en quienes así se expresan no es una voluntad de intentar, al menos, entender con simpatía y empatía a ese pueblo, sino la reafirmación de varias obsesiones adictivas que los tienen en la marginalidad desde la que opinan.

miércoles, 23 de julio de 2025

Todo por convicción, nada por transacción

Hay una frase bastante común que aconseja no dar explicaciones, pues “tus amigos no las necesitan y tus enemigos no las entenderán”. Suena bien, pero la realidad no es tan simple. A veces es necesario explicar la razón de ciertas cosas, no solo como testimonio de reflexión personal, sino en atención a personas que se preguntan sin mala intención el porqué de ciertas acciones públicas que uno toma, tal vez por no conocer todos los elementos necesarios para llegar a una respuesta satisfactoria.

En más de una ocasión, he contado que viví los primeros 25 años de mi vida entre el violento periodo pre-insurreccional y la desgraciada guerra civil, donde la expectativa de mi generación era tan básica como evitar las balas. Luego, tras la firma del armisticio en 1992, entré al segundo periodo de mi vida con la ilusión de la paz democrática, pero fue efímera: pronto se convirtió en desencanto y, poco a poco, el país cayó bajo el dominio de estructuras criminales, con escenas cada vez más horrendas y una cifra de muertos superior a la de los años del conflicto armado. Los gobiernos de aquellas décadas toleraron y empoderaron esta masacre de baja intensidad, mientras en lo político quedamos atrapados en un bipartidismo corrupto y exasperante. Así fueron mis segundos 25 años, inmerso en el escepticismo casi total.

Hoy, en esta tercera y posiblemente última etapa de mi vida, veo que el país ha comenzado a recuperarse de esas terribles pesadillas que lo marcaron durante medio siglo. Hay signos e indicadores concretos de recuperación, de esperanza y expectativa de progreso. No es una percepción aislada, sino compartida con una amplia mayoría de la población.

En este contexto es que entro al pasatiempo de dar mis opiniones en el ámbito político, a través de medios de comunicación social. Opinar es algo irrefrenable en mí. Siempre lo hice en lo laboral, en lo familiar y en lo cultural, pero es hasta esta edad que me he involucrado en programas de opinión pública y en el uso sistemático de redes sociales para tal fin. No hace falta justificarlo, pues es mi derecho inherente. En este ámbito, no tengo ningún problema en aceptar que mis intervenciones y análisis tienden a estar en sintonía con el actual rumbo que lleva el país, que es un proceso imperfecto pero alentador.

En atención a quienes se sorprenden de buena fe por mis apariciones públicas, me interesa establecer algo muy simple: que mi postura es sincera. Esta declaración debería ser una base implícita entre personas que comprenden que el pensamiento crítico puede llevar a conclusiones distintas, razonadas y sustentadas. Mis opiniones son auténticas y no tengo que disculparme por ninguna de ellas, salvo errores involuntarios.

Estoy consciente de que, como toda persona, puedo equivocarme. Ese es un riesgo que todos corremos en todas las etapas de nuestras vidas. Ante eso, la solución ilusoria de muchos es refugiarse en una coraza de escepticismo. Otros optan por estar siempre en contra, al acecho del fracaso ajeno para decir “te lo dije”. Pero también sé que muchas personas, a lo largo de la historia —y en mi propia familia—, tomaron la decisión de confiar, porque el nihilismo no va con la vida humana.

Al final, lo que realmente importa es que las decisiones se hayan tomado a partir del discernimiento y la honestidad intelectual, no por intereses mezquinos. Y en esto, uno cuenta con el apoyo de quienes verdaderamente importan.

sábado, 19 de julio de 2025

Disculpen, pero no.

Ahora que estoy en mi tercer año de ejercer la ciudadanía como comentarista político (“analista” es más usual; ojalá algún día lo sea), recibo una amplia gama de reacciones, en un rango que va desde muy favorables hasta muy desfavorables. Todas trato de manejarlas con humildad y altura, aunque en el segundo caso cuesta un poco más y, si bien no soy completamente inmune al veneno, me recompongo y sigo adelante.

Las críticas dañinas e insultos de personas desconocidas me dan igual. En cambio, cuando el lodo viene de personas conocidas, con quienes en algún momento tuve un vínculo medianamente cercano, reconozco que eso me entristece un poco, pero me limito a lamentar que no hayan desarrollado tolerancia hacia opiniones distintas y lo supero pronto.

Hay una tercera categoría, en cambio, que sí considero una intromisión abusiva. Viene de personas que me conocieron en mi rol docente, el cual se desarrolló correctamente pero que, una vez concluido en cada caso, no permanece más que como un recuerdo y una experiencia. Posterior a aquella circunstancia, jamás cultivamos nexos de ningún tipo en la vida adulta. Ninguno. Y de repente aparecen de la nada, con mensajes pretenciosos de censurar y pontificar acerca de lo que debo o no debo pensar y expresar como ciudadano, invocando aquel vínculo espaciotemporal pasado, blandiéndolo cual recurso de control moral y emocional sobre mi persona. Disculpen, pero no tienen ningún derecho.

martes, 8 de julio de 2025

Disonancia cognitiva y "dictadura"

Publicado en Diario El Salvador

La disonancia cognitiva es un fenómeno psicológico que ocurre cuando una persona tiene dos ideas —conceptos, creencias o informaciones— que se contradicen entre sí, lo cual le genera una incomodidad interna, una especie de crisis mental, que busca resolver. Eso es exactamente lo que sucede en nuestro país, cuando alguien se ve expuesto a dos afirmaciones incompatibles entre sí: la primera, que en El Salvador de 2025 hay una cruel y terrible dictadura; y la segunda, que el presidente de El Salvador en 2025 tiene una altísima aprobación popular y respaldo electoral. La única salida psicológica aceptable para ese dilema es suprimir una de las dos ideas.

Una solución sana podría ser cuestionar la tesis de la supuesta dictadura salvadoreña. En su estricta definición, una dictadura es un “régimen político que, por la fuerza o violencia, concentra todo el poder en una persona o en un grupo u organización y reprime los derechos humanos y las libertades individuales”. El elemento clave para su existencia es llegar o mantenerse en el poder por la fuerza, de manera ilegítima. Pero eso no ha sucedido en El Salvador; al contrario: el apoyo de la opinión pública y de la realidad electoral para el presidente Nayib Bukele ha ido creciendo desde 2019 (53 %) hasta 2024 (85 %) y se mantiene en 2025, como lo muestran todas las encuestas serias.

Otros elementos a tener en cuenta para la conceptualización dictatorial de un régimen son si respeta o no las libertades civiles, los derechos políticos y la participación democrática. En el transcurso de estos años, la oposición política ha podido expresarse en todos los medios a su disposición y ha convocado a cuantas marchas ha querido. Las alegaciones de supuesta persecución política de algunos de sus militantes, voceros o simpatizantes —en algunas ocasiones bajo el título autogenerado de defensores de derechos— no se corresponden con los procesos jurídicos que la Fiscalía les sigue por dineros ilícitos. Los agrupados en un sector del periodismo activista inundan las redes y cámaras de eco con denuncias constantes de supuestos acosos e inminentes capturas que les habrían informado sus fuentes ocultas, pero ninguna de ellas se ha concretado. Un material de contraste adicional que podría servir para el análisis es la entrevista al ex comisionado presidencial Andrés Guzmán Caballero, disponible en redes. Tras un análisis crítico de estos y otros elementos, habría suficiente base como para descartar esta primera tesis.

Pasemos ahora a la otra solución para el dilema entre las dos ideas aquí planteadas, que sería negar a como dé lugar la aprobación y el respaldo popular del presidente, deslegitimando así su permanencia en el poder. Precisamente esto es lo que hace la oposición menos analítica, con afirmaciones de sorprendente ligereza y desconexión con la realidad, tales como que la mayoría de la población está desinformada y vive bajo una ilusión propagandística, que las personas que se expresan bien del presidente ignoran lo que tendrían que saber para retirarle su apoyo y volverse en su contra, que las encuestas están compradas, que hubo fraude electoral (citando como prueba el mito de las papeletas planchadas), etcétera. De esa manera, pueden continuar abrazando, repitiendo y repitiéndose la creencia en la dictadura, ya no tanto para convencer a otros, sino para que estos no los convenzan.

Al final del día, estos dilemas mentales no son cuestión de dogmas ni de repeticiones mecánicas. Se trata de analizar con base en los hechos, pensamientos e incluso emociones. Ganar y mantener la voluntad popular por tantos años no es cosa menor y, si la gente respalda con claridad un camino a seguir, tiene poco sentido práctico oponerse por egos y necedades. Otra cosa son los intereses particulares concretos y mezquinos, pero ese ya es otro tema.

viernes, 20 de junio de 2025

Aclaración pública


Por este medio, deseo hacer una aclaración acaso evidente, pero necesaria.

Hace tres años decidí participar más activamente en el debate público, ejerciendo mi derecho ciudadano de expresar opiniones, comentarios y análisis políticos en diversos medios de comunicación social, tradicionales y digitales.

Desde el inicio estuve consciente del riesgo de recibir ataques personales, dada la toxicidad que prevalece en ese ambiente; sin embargo, valoré más la posibilidad de aportar pensamiento desde un estilo particular, ecuánime y ponderado, convicción en la que me mantengo firme y con ánimo de continuar.

Durante ese trajinar he tenido el cuidado de no vincular mis opiniones particulares con mi trabajo como docente en una institución educativa de larga trayectoria, tanto en mis artículos y entrevistas externas como en el día a día estudiantil interno. Mantener esta separación de roles me ha permitido conservar mi responsabilidad e integridad profesional, al tiempo que desempeñarme satisfactoriamente en los espacios de opinión a los que he sido invitado. En este particular, agradezco tanto a mis superiores en lo laboral, como a los anfitriones de los programas mediáticos, por el respeto y la comprensión que me brindan.

Invito cordialmente a las personas que aún no han logrado entender la separación de ambos roles, a que hagan el esfuerzo por no confundirse ni confundir a la audiencia. Lo que es conmigo como “analista político”, es conmigo y con nadie más. No busquen flancos de ataque en escaques inexistentes fuera del tablero.

Atentamente,

Rafael Francisco Góchez
Escritor y docente, Licenciado en Letras
Red social X: @rfgochez

viernes, 6 de junio de 2025

Propuesta para reflotar el fútbol salvadoreño

Publicado en Diario El Salvador

Si hay un tema en el que todos, absolutamente todos los sectores de la vida nacional tendríamos que estar de acuerdo, es que el fútbol salvadoreño está en la calle de la amargura desde hace varias décadas. Indicadores objetivos sobran: equipos en permanente crisis, estadios vacíos como norma, fracasos como costumbre a nivel de selección mayor, ausencia de futbolistas nacionales en ligas extranjeras importantes, etc. Lo curioso es que, a pesar de que este es un señalamiento recurrente, la dinámica decadente no ha cambiado.

Como aficionado nacido a finales de los años 60, soy de la generación que presenció cómo países que antes estaban por debajo de nosotros —muchos sin ligas profesionales medianamente armadas— y a los que les ganábamos sin complicaciones nos fueron dejando atrás: Canadá, Panamá, Jamaica y, últimamente, Nicaragua. Ni hablar del paupérrimo desempeño de los equipos nacionales en torneos regionales. Y así podría seguir el inventario de males, en un extenso diagnóstico que ya conocemos sobradamente. Pero todo eso será tinta desperdiciada en un improductivo muro de los lamentos, a menos que se propongan y ejecuten soluciones realistas, acciones concretas para sacar del estado catatónico al alicaído deporte de las mayorías.

Como punto de partida, es necesario entender que la maldición del fútbol salvadoreño es un problema de estructuras más que de personas (aunque personajes nefastos no han faltado). Esas estructuras inoperantes abarcan desde el modo en que se constituyen y gestionan los equipos de primera división hasta la manera en que se forman los jugadores y las expectativas que puede tener quien decide dedicarse profesionalmente al fútbol. La pregunta clave es si ese cambio puede ser liderado por las mismas personas que han estado enquistadas en la estructura que urge desmontar. Pareciera que no, pues es un hecho social que las estructuras obsoletas se protegen a sí mismas. De ahí que el cambio quizá deba ser conducido por actores que, hasta hoy, no se habían involucrado directamente en ese pantano, pero con la capacidad de liderazgo y poder suficiente para tirar de la carreta, superando las resistencias naturales de los obstruccionistas.

En cuanto a propuestas concretas, seguramente habrá muchas por considerar, pero hay una en particular que implica e integra múltiples soluciones necesarias: que la Liga Mayor de Fútbol adopte el modelo de franquicias fijas, con inversionistas con capacidad financiera certificada. El modelo sería análogo al de la Major League Soccer, abandonando el sistema de ascensos y descensos. Así, entre ocho y diez marcas funcionarían como asociaciones deportivas privadas o como asocios público-privados, con incentivos fiscales incluidos.

Este esquema permitiría planificar inversiones a mediano plazo. Las fuerzas básicas de cada club recibirían la atención que merecen y, con una adecuada promoción y gestión de marketing, se podría vincular al equipo con la gente y lograr que esta regresara a los estadios. Actualmente, podrían consolidarse al menos seis franquicias con viabilidad deportiva y comercial: Alianza (San Salvador), FAS y Metapán (Santa Ana), Firpo (Usulután), Águila (San Miguel) y Limeño (La Unión). También cabría explorar otras plazas como Sonsonate y San Vicente, además de un segundo equipo en San Salvador y otro en La Libertad.

Otras medidas complementarias serían: capacitar a todos los entrenadores nacionales en métodos modernos (sector con enormes deficiencias técnicas y pedagógicas), limitar a tres extranjeros por equipo (no “paquetes”), reactivar el Torneo de Copa, cambiar el formato de competencia de la liga (premiando la constancia y no la mediocridad), establecer un tope salarial realista y promover una asociación de futbolistas activos.

Ojalá la FIFA usara su poder, en coordinación con el INDES, para implementar esta reforma; sin embargo, para ello se requiere que un grupo de personas capaces y con visión de cambio dé el paso al frente y esté dispuesto a hacerse cargo de esta enorme tarea.

jueves, 15 de mayo de 2025

El ocaso del debate político en TV abierta

Publicado en Diario El Salvador

Desde hace algunos años, varios programas de análisis y debate político que se transmitían en señal de televisión abierta y por cable en El Salvador han ido saliendo del aire, debido a su baja audiencia y consecuente escasez de anuncios publicitarios que aporten ingresos para sostener sus costos operativos. Empresas dedicadas casi por completo a este rubro, como Teleprensa (Canal 33) y TVX (canal 23), cerraron operaciones. Espacios importantes cancelaron segmentos de entrevistas, como El Noticiero (Canal 6), o están mutando progresivamente hacia contenidos no políticos, como Frente a Frente (TCS). Ya no hay entrevistas políticas en Canal 12, al tiempo que los programas de este tipo en Grupo Megavisión han reducido su alcance: Diálogo pasó de 90 a 60 minutos y Pulso Ciudadano fue trasladado del canal 21 al 19.

Este declive del contenido político en los medios televisivos tradicionales no es exclusivo de El Salvador, sino que está ocurriendo a nivel global. Un caso emblemático es el de Cable News Network (CNN), una cadena histórica estadounidense centrada en contenido político, que ha registrado caídas significativas en su audiencia. En 2024, cerró su icónica sede en Atlanta, la torre CNN Center, y trasladó sus operaciones al campus de Techwood, un espacio más reducido en la misma ciudad.

Varias razones explican este fenómeno, siendo la principal la digitalización del consumo de contenidos. Según estudios globales, como los de Pew Research, más del 70% de los adultos en América Latina consumen noticias principalmente a través de redes sociales y plataformas digitales, una tendencia que también afecta a los programas de análisis político. Ciertamente, las plataformas digitales son ahora el principal medio a través del cual las personas reciben y comentan información, publicidad y propaganda de todo tipo.

Si los programas de análisis y opinión política de televisión abierta aún tienen cierta presencia y relevancia en la opinión pública, es porque de ellos se extraen clips de video, de 1 o 2 minutos de duración máxima, que en muchos casos se viralizan cuando contienen expresiones significativas o incluso insólitas (dando lugar, en no pocas ocasiones, a memes); sin embargo, esta difusión no se traduce en mayor audiencia para el programa en sí, puesto que hay muy pocas personas dispuestas a ponerse frente a una pantalla por 30, 45 o 60 minutos de conversación ampliada, que requiere atención para seguir el hilo conductor, menos si posteriormente pueden tener un resumen de los puntos más importantes.

Un factor adicional en el contexto salvadoreño, que contribuye al declive de estos programas, es la desaparición progresiva de los grandes analistas políticos de antaño, que en su momento gozaron de admiración generalizada y de quienes la gente esperaba profundidad y fundamento en sus intervenciones, aunque su tendencia ideológica no fuera imparcial: desde los filósofos Ignacio Ellacuría y Francisco Peccorini, pioneros en esas contiendas intelectuales hace 40 años; pasando por los novedosos debates televisivos en que se enfrascaban notables figuras de distintos signos ideológicos, en las décadas de la posguerra; hasta ese último gran personaje que fue don Dagoberto Gutiérrez, a quien daba gusto ver, tanto por sus alocuciones como por sus cualidades escénicas. Figuras de ese nivel, en formato televisivo de conversación larga, formal y prolífica, respetados incluso por sus adversarios más feroces, quizá ya no existen.

De lo dicho anteriormente no debe concluirse que el análisis y el debate político en medios de difusión masiva hayan perecido; por el contrario, siguen siendo muy relevantes, pero en canales y formatos distintos a los de antes. Las plataformas digitales les ofrecen a las personas mayor cercanía, interacción, facilidad de acceso, flexibilidad y control de qué, cómo, cuándo, dónde y por qué sumergirse en el universo político. Los tiempos y las formas han cambiado y, con la llegada de la inteligencia artificial, seguirán evolucionando. La clave es adaptarse o desaparecer.

jueves, 1 de mayo de 2025

Patinazos y entrevistas fallidas

Contexto

Estoy a punto de cumplir dos años "ejerciendo la ciudadanía" desde programas de opinión política —televisión, radio y plataformas digitales— actividad en la cual encuentro una bonita motivación y me siento satisfecho, pese a la tensión que implica preparar las intervenciones y la pequeña molestia de lidiar con el hate (inevitable por el solo hecho de existir en redes sociales). En general, creo haberme construido una imagen respetable, aunque imperfecta y no exenta de situaciones incómodas: patinazos y entrevistas fallidas.

Patinazos

Uno no es todólogo, pero ya montado en el caballo (lo digo simbólicamente, porque nunca he ejercido la equitación) te lanzan todo tipo de preguntas de gran variedad de temas de coyuntura. En algunos casos, he tenido que decir “de eso no puedo opinar”, pero en otros me he atrevido, creyendo conocer el tema, solo para darme cuenta de que —en más de una ocasión— dije cosas erróneas, tales como mencionar una ley que cambió hace un tiempo, citar mal un artículo o confundir un término en particular. Errare humanum est. 😬

Entrevistas fallidas

En algunas ocasiones, he tenido entrevistas completamente gratuitas. En cuatro o cinco ocasiones me preguntaron y me filmaron, pero jamás publicaron la nota, sea porque no dije lo que querían, sea porque a última hora cambió la agenda y el tema ya no era importante. Otra vez fui a cierta televisora para una serie de apariciones cortas en el lapso de media hora, pero al final solo fue una de 2 minutos, porque se vino una transmisión urgente. Pese a las expectativas frustradas de aparecer en pantalla, prefiero verlas desde la creencia popular de “por algo pasan las cosas”, sin molestarme. Esto incluye una vez que me contactaron para una entrevista, me dijo que daría las indicaciones “en un par de minutos” y hasta la fecha, pues… 🙄

Reflexión

En este pasatiempo, puedo cometer errores y no me pesa reconocerlos. Lo que no me verán hacer es llegar a mentir o inventar, sea por encargo o por llamar la atención.