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Etiquetar a una canción como “nuestro segundo himno nacional” me parece un excesivo acto de infantilismo y soberbia incultura. Lo primero, por creer que el mundo gira alrededor de nuestros gustos (o disgustos); lo segundo, por el atrevimiento de revelar en voz alta la propia falta de análisis.
Tenemos un solo himno, letra de Juan J. Cañas y música de Giovanni Aberle, punto. El coro expresa el orgullo abstracto de la nacionalidad, que existe hasta en los pueblos más humildes, al tiempo que manifiesta un compromiso con el bien colectivo, mientras que en la primera estrofa se reflejan ideales a los que ningún pueblo sensato puede oponerse: la paz, el progreso y la libertad (problema aparte es que algunas de sus palabras hayan sido miserablemente utilizadas por partidos políticos o tenebrosas instituciones).
¿Por qué entonces a cada momento leemos y escuchamos esa falacia de que que “El carbonero”, de don Pancho Lara, es una especie de himno suplente? Francamente y a riesgo de herir susceptibilidades e inmadureces, debemos reconocer que dicha canción, aunque popular a fuerza de ser enseñada maniáticamente en colegios y escuelas, carece de la riqueza musical sinfónica requerida por un símbolo patrio, pues apenas consta de un trío de acordes básicos y una melodía simple en las notas estrictamente compatibles hechas desde la más elemental sencillez. Su letra es la declaración lírica de alguien que vive de un oficio: la venta de carbón vegetal, actividad digna como cualquier trabajo honrado, pero minoritaria y que, evidentemente, ni nos aglutina ni nos identifica. Los valores subyacentes tampoco son para ponerse sublimes, ni desde el punto de vista ecológico (imaginémonos un pueblo de carboneros depredando árboles) ni desde la óptica social (el “¡Sí, mi señor!” es, cuando menos, servil).
Otra canción que ha padecido injustamente la sandez de tal denominación es el vals “Bajo el almendro”, de David Granadino, pieza instrumental de una época tan añeja como olvidada y que, hoy en día, sería el fondo musical justo para un vídeo cómico en blanco y negro y cámara rápida, o también para la lotería de Atiquizaya, entonado junto con los notables valses de Strauss por aquel célebre “músico trompa de hule, labios de hígado y culo de pájaro”.
Hay más canciones que también han sido mencionadas abusivamente como segundos, terceros y hasta cuartos himnos, tales como “Patria querida”, de Álvaro Torres (que, si acaso, aspiraría al discutible título de "Himno de los Hermanos Lejanos") y hasta “Las pupusas”, de Jhosse Lora cuando estaba con el grupo Espíritu Libre. Tampoco han faltado los fanáticos alienados que en su momento quisieron sustituir la trompetita nacional del “tan tararán” por el Himno de la Internacional Socialista o “El sombrero azul”; e incluso hay quienes, en sus peores delirios, no dudarían en poner como estandarte nacional el grito de “¡Patria, sí; comunismo, no!”, que amparó tantas matanzas, torturas y ejecuciones sumarias.
Por eso, compatriotas, paremos ya este tormento onomástico: tenemos un solo himno, letra de Juan J. Cañas y música de Giovanni Aberle. ¡Punto!