I. LO VISTO Y LEIDO
En su momento, vi la película “El Código Da Vinci” (2006) como un acto de curiosidad por el revuelo mundial que causó el libro de Dan Brown. Recuerdo que me pareció algo tediosa, a causa de su innecesaria extensión (más de dos horas y media, casi tres en la versión completa) y su carga de parlamentos.
Hace pocos días leí la novela, a sugerencia de quien iba a dar una charla sobre el Jesús histórico, no porque el propósito fuera rebatir punto por punto el best-seller mencionado, sino para familiarizar al público con los temas a tratar, desde una perspectiva creyente pero plural, no ortodoxa.
Si al principio la novela me causó interés por el manejo literario del suspenso, hacia el final me provocó una creciente desesperación por el exceso de claves y acertijos. Admito, no obstante, que la explicación de los planteamientos que sustentan la tesis central mantiene el interés e impide dejarla hasta completar su lectura.
El núcleo argumental es plantear una historia alternativa de Jesús, la cual habría sido ocultada y preservada por siglos por una orden secreta, el Priorato de Sión, y ante la inminencia de su revelación, el Opus Dei (como expresión ultraconservadora de la Iglesia Católica) monta un violento plan para evitarlo.
Esa otra historia, basada en los llamados “evangelios apócrifos” y otras investigaciones (reales o no, confiables o dudosos, según la perspectiva), afirma que Jesús se habría casado con María Magdalena y tenido descendencia, la cual se habría mantenido oculta y protegida por el Priorato de Sión para evitar su destrucción por parte de la Iglesia Católica, que vería amenazado su poder al quedar en evidencia sus conspiraciones históricas para deformar esa verdad y construir su poder.
II. ANTIHERETISMO Y OPORTUNIDAD PERDIDA
Finalizada la lectura, me parece exagerado y un tanto ridículo todo el escándalo que se montó alrededor de la novela y la película. En su momento, la jerarquía eclesiástica católica local llamó a sus prosélitos a no entrar en contacto con un producto así de herético, perdiendo en ello la oportunidad de explicar y aclarar a sus fieles cosas tan elementales como que los evangelios (“apócrifos” y canónicos) no fueron escritos por los apóstoles como lo hace un cronista o reportero, pluma y pergamino en mano, sino que son recopilaciones muy posteriores basadas en tradiciones orales que se basan en lo histórico, pero incorporan elementos imaginarios, metafóricos, teológicos y confesionales según el contexto y las necesidades de aquellas comunidades cristianas.
Otra cosa que bien pudieron explicar (porque es de desconocimiento generalizado, por insólito que parezca, gracias a la forma en que se enseñan estas cosas) es que sí, ciertamente la Iglesia Católica en un momento de la historia decidió cuáles textos iban a ser incorporados a la Biblia y cuáles no. Si esa elección respondió a conveniencias políticas o de torcida naturaleza (como plantea la novela) o fue el resultado de la iluminación del Espíritu Santo (como dice el dogma oficial), “cada quien que saque sus propias conclusiones”, como dice Don Macario.
Así, muchos temieron que la gente “perdiera su fe”, acudiendo al oscuro método de tapar ojos y oídos. Sin ánimo de ofender, creo que una fe así protegida es muy primitiva y, como se basa en la ignorancia, cualquiera que mencione esos temas, aún con débil fundamento, es capaz de provocar un terremoto espiritual, aunque lo propuesto sea tanto o más sinsentido que aquello que se critica (como sucedió con “Jesús verbo, no sustantivo”, de Arjona).
III. INTOLERANCIA LITERARIA
Por otra parte, es lamentable que en la percepción general no se entienda que “El Código Da Vinci” (libro y película) es una obra de ficción de buena factura comercial cuyo propósito es vender entretenimiento, utilizando los recursos y técnicas literarias que su autor considere apropiados para tal fin. Si bien es cierto se ocupa de un tema religioso, ¿quién dice que no se puede hacer ficción sobre esto? Por esa intolerancia es que se condenan a la hoguera otras obras muy serias e interesantísimas como “El evangelio según Jesucristo”, del Premio Nobel José Saramago; “La última tentación de Cristo”, del director Martin Scorsese sobre novela de Nikos Kazantzakis; o “Jesus Christ Superstar”, de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber.
Finalmente, de entre toda la maraña de acertijos en clave, compendiosas explicaciones presuntamente históricas (pero no tan empalagosas como las de “El Péndulo de Foucault”, de Umberto Eco), códigos místicos, persecuciones espectaculares y diálogos estándar, subrayé un párrafo que me llamó la atención agradablemente, prueba de que hasta en un best-seller se pueden hallar cosas interesantes. Es cuando Langdon le dice a Sophie lo siguiente, en el capítulo 82:
Todas las religiones describen a Dios recurriendo a la metáfora, a la alegoría y a la exageración, tanto en el antiguo Egipto como en las clases de catequesis de las parroquias. Las metáforas ayudan a nuestra mente a procesar lo improcesable. El problema surge cuando empezamos a creer literalmente en las metáforas que nosotros mismos hemos creado.
Y entonces pensé en todos los sufrimientos que ese problema ha causado aquí y allá, antes y ahora.