La evidencia meridiana de esta estafa intelectual la tuve de primera mano, como parte de la audiencia en una charla particular que se nos vendió como "de realidad nacional", la cual no fue sino una perorata hepática, una diatriba que podríamos haber leído perfectamente en las páginas editoriales de los periódicos más rancios.
La frase de apertura y la de cierre, por parte del ponente, dejaron en claro que iba a haber cero objetividad y sí mucha animadversión personal hacia el blanco de sus críticas. Cualquier asomo de imparcialidad quedó anulado no solo con palabras sino con gestos. Jamás se escuchó una reflexión que pusiera por encima el interés superior de la población (digamos, el cese de la masacre de baja intensidad a la que estuvo sometida durante las últimas tres décadas), de donde podría haber surgido un balance para entender el qué y el porqué de las cosas.
La parte indignante vino cuando el ponente, supuestamente por poner un ejemplo ilustrativo, elogió la disciplina y el compromiso "laboral" de miembros de estructuras criminales enquistados en una empresa obligada a aceptarlos y, además, legitimó implícitamente el delito de extorsión (tanto así que él mismo debió hacer la aclaración espontánea de "con esto no lo justifico, sólo lo explico").
La respuesta ante cualquier cuestionamiento, como podía esperarse, fue que la gente está dormida o engañada, cuando no sumida en la más profunda ignorancia. Dato curioso: esa misma gente, cuando en tiempos pasados las conveniencias y preferencias eran otras, era elogiada por su sencillez y sabiduría.
Tan carente de sentido fue esa exposición de bilis que ni siquiera levanté la mano para participar desde el público, pues comprendí que no había nada que hacer más que lamentarse por la degradación presenciada.
¡Descansen en paz el otrora sentido crítico del ponente y el prestigio de la institución a la cual representa!