lunes, 11 de agosto de 2025

Zovatto y el temor al ejemplo


En el contexto político actual, existe una amplia red global de medios y oenegés que han asumido, por diseño e ideología, la dura tarea de deslegitimar el proceso político salvadoreño que lidera el presidente Nayib Bukele desde 2019. Para ello, esparcen una cascada de falacias a través de un pequeño ejército de periodistas, activistas e intelectuales; quienes se citan y validan entre sí para construir una narrativa para consumo de la audiencia internacional.

En el pasado reciente, esta gente logró que el Departamento de Estado de los Estados Unidos les comprara momentáneamente el discurso, especialmente en 2021 y parte de 2022. Este hecho quedó evidenciado en sanciones a funcionarios y declaraciones hostiles hacia el gobierno de El Salvador; pero dicha animadversión fue cediendo paulatinamente al pragmatismo geopolítico en los últimos años de la administración Biden, tanto así que al finalizar su periodo las relaciones bilaterales llegaron a ser no solamente cordiales, sino claramente colaborativas. Ya con la administración Trump, a partir de este año, las alianzas han sido más explícitas, propias de aliados confiables.

Pero la red de desprestigio persiste y persevera. Con Human Rights Watch y Amnistía Internacional a la vanguardia —secundados por Deutsche Welle, New York Times, El País, BBC y una larga lista— publican día tras día reportajes, artículos de opinión, informes, noticias y análisis orientados a cimentar la afirmación de que El Salvador vive bajo una dictadura, pese a que la realidad electoral y el contexto general dicen lo contrario.

En esta línea, uno de los rostros académicos y de currículum más extenso es el politólogo y jurista argentino Daniel Zovatto, quien se mueve en los círculos de analistas que se ocupan de la democracia global y, particularmente, en América Latina. En una reciente publicación en la red social X, Zovatto expresó de manera bastante sintética la esencia de la narrativa que promueven él y las instituciones aludidas. Contrario a lo que algunos pudieran creer, su abundancia de títulos no es garantía de conocimiento ni de mínima objetividad acerca de la realidad salvadoreña; sino que, por el contrario, con ellos pretende darle autoridad académica a un torrente de dogmas comunes en el círculo de autovalidación en el cual habita.

Zovatto confunde lo que él llama un “sistema autoritario” con el legítimo ejercicio de la autoridad de un gobernante, a quien el pueblo le ha dado y le ha revalidado el mandato de ocuparse de los graves problemas heredados por El Salvador, a lo largo de casi dos siglos de infructuosa vida independiente. El citado conferencista califica la reelección de Nayib Bukele en 2024 como inconstitucional, desconociendo con marcada necedad no solo la sentencia de la Sala de lo Constitucional que lo habilitó en 2021 (instancia electa conforme a las atribuciones legales de la Asamblea Legislativa), sino también la legitimidad que le otorgó el 85 % de la población y el reconocimiento de toda la comunidad internacional.

El académico activista da por sentada, a conveniencia, “la creciente represión contra periodistas —muchos de los cuales han debido abandonar el país para evitar la cárcel— y activistas de derechos humanos”, pero no quiere ver la estrategia de victimización y autoexilio desarrollada por estos sectores, reconocida incluso por voces opositoras. No pierde ocasión para censurar el estado de excepción, una herramienta imprescindible para erradicar estructuras criminales enquistadas por décadas en diferentes estratos sociales, las cuales provocaron más de 100,000 víctimas mortales durante los 30 años de la posguerra. Y así suma y sigue, con la pedantería característica de quienes creen entender la realidad desde una burbuja académica, completamente desconectada de las vivencias y experiencias de las personas.

No obstante, hay un elemento revelador en el discurso que expresa Zovatto: el temor de que el estilo de gobierno de Nayib Bukele —aun cuando tenga imperfecciones y deba ser constantemente revisado— pueda servir de inspiración para otros mandatarios que se enfoquen en resolver problemas prácticos, antes que permanecer anclados en conceptos que, por décadas, han demostrado su ineficacia y perpetuado tantos males.

En este sentido, el siguiente párrafo de Zovatto es una joya confesional:

“La región debe encender con urgencia todas las alarmas. Lo que hoy sucede en El Salvador podría anticipar el devenir autocrático de otras democracias latinoamericanas si no se actúa con determinación. Cuidado con la seducción y el peligro de la ‘bukelización’ y su ‘eficracia’: un pacto fáustico que, bajo el pretexto de orden, seguridad y resultados rápidos, legitima la cesión de libertades, degrada el Estado de derecho y desmantela la democracia”.

Lo que Zovatto y sus adeptos no aceptan ni aceptarán jamás es que esas “libertades”, ese “Estado de derecho” y esa “democracia” por la que tanto se rasgan las vestiduras nunca fueron reales, no solucionaron los problemas ingentes de la población y fueron construidas como superestructuras para perpetuar sistemas injustos y excluyentes en muchas regiones de América Latina. Y en El Salvador, solamente fueron excusas para contemplar, desde cómodas posturas intelectualoides, el hundimiento de una nación que ahora por fin tiene esperanzas sostenidas de emerger.

¿Un dictador amado por el pueblo?

Publicado en ContraPunto

El 5 de agosto de este año, el canal La Base América Latina transmitió un programa de opinión con varios invitados, entre ellos el activista opositor Óscar Martínez, del periódico digital El Faro, quien casi al final de su intervención pronunció una frase que debe quedar enmarcada para la historia: "Somos prensa crítica contra un dictador al que mi pueblo ama", dijo a nombre de su red de homólogos, en referencia al presidente Nayib Bukele.

Resulta paradójico, con tintes de absurdo, atribuirle a una misma persona dos características de suyo contradictorias: ser un dictador y ser amado por el pueblo. 

Comenzando por la segunda parte de la célebre frase, no hay ninguna duda del fortísimo apoyo que la población le ha endosado a Nayib Bukele en sucesivos eventos electorales, llegando al 85 % en las elecciones de 2024 y manteniendo esos números en todas las encuestas reales. Esto le ha permitido tener una Asamblea Legislativa que le da plena gobernabilidad, la cual también ha nombrado funcionarios de segundo grado en sintonía con sus políticas públicas.

No tiene, por lo tanto, ningún sentido ni tampoco rigor conceptual utilizar el término “dictador” para referirse a Nayib Bukele, pues en ningún momento este ha accedido ni se ha mantenido en el poder por la fuerza. Esta concentración de poder ha sido el resultado de la voluntad consciente de la enorme mayoría del pueblo, que es el verdadero soberano, consolidada a partir de los resultados en materia de seguridad y el inicio del despegue económico. El mandatario está en el legítimo ejercicio de la autoridad conferida por el soberano.

En términos simples: no existe un dictador amado por el pueblo. Si alguien es dictador, es porque necesita usar la fuerza como elemento imprescindible para estar en el poder, suprimiendo arbitrariamente las libertades ciudadanas. Tal fue el caso de Fidel Castro y sus herederos de sangre y de ideología en Cuba, donde hay un partido único por ley y se suprime de facto cualquier iniciativa opositora, con varios niveles de obsesiva prevención. Tales son los casos de Nicolás Maduro y la pareja maldita Ortega-Murillo en Nicaragua, quienes además tienen presos y exiliados políticos reales, no creados por redes internacionales de propaganda.

Si un pueblo empodera a una persona, usando los mecanismos legítimos para tal fin —y si, además, la oposición y el disenso tienen espacios tradicionales y digitales para decir lo que quieran— entonces no hay dictador ni dictadura, el término es impertinente. Otra cosa muy distinta es que haya quienes finjan persecución política o la invoquen para cubrir delitos de otra naturaleza, pero ese es análisis aparte.

Desmontada la falacia anterior, cabe hacer un par de observaciones adicionales. Si el autor de tan paradójica sentencia afirma que él y su camarilla combaten a Bukele y, al mismo tiempo, admiten que el pueblo ama a Bukele, la conclusión lógica sería que, en última instancia, estas personas que dicen ser “prensa independiente” en realidad combaten intencionalmente aquello que el pueblo quiere. En ese caso, pareciera que el espíritu de la dictadura yace en ellos mismos y no en aquel a quien así etiquetan, pues se consideran una élite por encima de la voluntad popular, a la cual deslegitiman.

Finalmente, un detalle que no es menor, aunque a primera vista pase desapercibido. El uso de “mi pueblo”, por parte del emisor, es una forma de expresar un distanciamiento emocional y político muy fuerte. El dicho popular “¡Ah, mi pueblo!” generalmente está cargado de una fractura identitaria y una paradoja dolorosa para quien lo pronuncia. Es al mismo tiempo condescendiente, lastimero e irónico, con un dejo de superioridad y frustración por algo que está culturalmente bien instalado. A este nivel, lo que se percibe en quienes así se expresan no es una voluntad de intentar, al menos, entender con simpatía y empatía a ese pueblo, sino la reafirmación de varias obsesiones adictivas que los tienen en la marginalidad desde la que opinan.