martes, 23 de septiembre de 2025

¿Explicar o justificar? Esa delgada línea...

Un asesinato político es, en esencia, un asesinato. Punto. No hay medias tintas. La etiqueta que se le ponga a un homicidio intencional y premeditado únicamente describe la motivación del victimario, pero es irrelevante al momento de condenar el hecho y exigir que sobre el responsable caiga todo el peso de la ley. No hay, en este punto, justificaciones o relativizaciones que valgan, así sean muy sutiles.

Sin embargo, esto último es precisamente lo que hace el director editorial de El Diario de Hoy, Óscar Picardo, cuando se refiere al asesinato del activista conservador estadounidense Charlie Kirk, en un artículo titulado El racismo como “enemigo cultural” (Charlie Kirk), publicado en ese periódico el 22 de septiembre de 2025, apenas doce días después de la muerte del emblemático polemista.

El objetivo de Picardo es señalar que Kirk propagaba el racismo y la xenofobia bajo una reconfiguración discursiva que presenta “narrativas que apelan a la identidad, la cultura y la seguridad nacional”. Para tal fin, cita varias frases fuera de contexto. Pero, al margen de que esta acusación pueda sostenerse o no, aparece ya un párrafo revelador:

"Probablemente esta narrativa antagónica —más otros factores religiosos e inclusive su férrea defensa de la Segunda Enmienda— llevó a que otro fanático le quitara la vida de manera violenta y absurda".

Al llamar al asesino “otro fanático”, Picardo extiende ese calificativo al propio Kirk, poniéndolo en el mismo plano moral que el criminal y, en cierto sentido, responsabilizando a la víctima por haber provocado su propia muerte, por andar difundiendo semejantes ideas. A continuación, cita de manera interesada una frase de Kirk en la que este defendía el derecho de los estadounidenses a portar armas de fuego, para concluir que fue víctima de sus propios planteamientos.

Pese a que el activismo de Kirk consistía, en buena parte, en debatir —de manera abierta pero respetuosa— con sus adversarios, en el transcurso del artículo Picardo lo señala de propagar la intolerancia y lo convierte en villano, cuando afirma lo siguiente:

"Las consecuencias de este tipo de discurso no son meramente simbólicas. El enemigo cultural, al construir un relato de 'nosotros contra ellos', fomenta la polarización social y contribuye a un clima de hostilidad y violencia hacia inmigrantes, latinos, asiáticos, musulmanes o afroamericanos."

Picardo sostiene además que “la narrativa de Charlie Kirk mostraba cómo el racismo y la xenofobia contemporáneos se visten de racionalidad política y de defensa de valores universales” y que, a ese discurso, hay que “analizarlo críticamente (...) para comprender el auge de nuevas formas de exclusión en las democracias occidentales”. Hasta allí, se puede entender el desacuerdo ideológico, que es respetable. Pero el cierre del artículo revela una toxicidad no tan sutil:

"Nadie debería celebrar el asesinato de Charlie Kirk, ni tampoco festejar su discurso como héroe o mártir de una causa política inhumana e indigna..."

Aquí hay dos trampas. Primera: la tibieza del “nadie debería celebrar”, en lugar de una condena explícita. Segunda: aunque uno esté en desacuerdo con su causa, calificar lo que Kirk defendía como “inhumano” le quita dignidad al hecho de debatir ideas diferentes.

Hay una línea muy delgada entre explicar y justificar un hecho abominable, y el citado artículo parece cruzarla con temeridad. Picardo —o cualquier otra persona— puede estar en profundo desacuerdo con Kirk y criticarlo duramente, pero culpar a sus ideas de su asesinato es una revictimización repudiable y una justificación implícita, todavía más impresentable cuando proviene de alguien que se presenta como defensor de la libertad de expresión.

sábado, 20 de septiembre de 2025

Propuesta para Premio Nacional de Cultura: Julio Yúdice

El Ministerio de Cultura ha publicado las bases para el Premio Nacional de Cultura, edición XXXVI, dedicado a radio y televisión, personaje de influencia cultural. El alcance de este galardón abarca a “actores, actrices, presentadores y locutores salvadoreños/as cuya trayectoria en radio y televisión se haya distinguido por la creación, interpretación y sostenimiento de personajes que han marcado profundamente el imaginario colectivo salvadoreño”.

De acuerdo al documento oficial, “reconocer estos personajes es valorar su capacidad de conectar con generaciones enteras a través de la actuación, locución y animación. su papel en la construcción simbólica de la identidad nacional, su contribución a la crítica social, el humor, la pedagogía y la representación cultural por medio de los medios masivos”.

Dentro de los requisitos establecidos está “que su labor artística haya tenido influencia sostenida en la cultura popular salvadoreña, mediante programas, series, radionovelas, comedias, segmentos educativos o de entretenimiento” y “que con su trabajo hayan contribuido a la memoria colectiva, la reflexión social y la formación de públicos, además de haber inspirado a nuevas generaciones”.

Desde mi perspectiva, no se me ocurre alguien más apropiado para recibir el galardón que Julio Yúdice, conocido y reconocido por sus personajes de comedia Tenchis Céliber y Tula Altacasa. Ambas son caricaturizaciones de dos estratos sociales: una, la Tenchis, refleja a la mujer salvadoreña de escasos recursos económicos, con su idiosincrasia y lenguaje propios de una cultura de exclusión social y educativa, pero de carácter fuerte, valiente ante la adversidad y sin renunciar a la esperanza; otra, doña Tula, encarna a ese sector que en un tiempo se llamó la “pequeña burguesía”, una mujer de clase media alta, acomodada sin llegar a la opulencia y, por lo tanto, con ínfulas de grandeza, presumida y altanera, sin poder ocultar cierto arribismo y muchas veces rozando el ridículo.

Tenchis y Tula son una dicotomía genial. Yúdice las ha interpretado por décadas, con realismo pero también con bondad, disparando con sutileza y humor su crítica social a modos y costumbres, que no todos suelen ver (y me refiero a medios, prensa y espectadores), todo ello desde una asombrosa capacidad de observación e interpretación.

Por todo lo anterior, hago pública mi propuesta de que la edición XXXVI del Premio Nacional de Cultura se le entregue, merecidamente, al artista de la comedia Julio Ernesto Hernández Yúdice.

Espero que sea retomada por las instituciones correspondientes, para que la presenten con toda formalidad.

domingo, 14 de septiembre de 2025

EDH: progresismo oportunista


El Diario de Hoy, periódico fundado en 1936 por Napoleón Viera Altamirano, tiene en su haber casi ocho décadas siendo, en esencia, el vocero ideológico de la oligarquía agroexportadora, del firme anticomunismo y del conservadurismo más radical. Salvo algunas escaramuzas iniciales en la época del general Martínez, por el tema de la censura, su política informativa se alineó con los gobiernos militares de turno, encubriendo sus desmanes.

Durante la etapa preinsurreccional de los setenta, así como en la guerra civil, sus páginas sirvieron de plataforma para todo tipo de instigadores contra la izquierda, incluyendo publicaciones pagadas anónimas que acusaban de comunistas no solo a quienes lo eran, sino también a sectores de la sociedad civil cuyo único pecado era estar en contra de los abusos de las dictaduras que sometieron al país por décadas. En esa cuenta, aparecieron señalamientos graves y amenazantes contra Monseñor Romero y contra Ignacio Ellacuría, por mencionar solo dos nombres emblemáticos.

Después de la firma de la paz, en 1992, hubo cierta apertura en la sección informativa: por primera vez se incorporó el contraste de fuentes y se dieron espacios —aunque con reserva y cautela— a voces de izquierda, tanto del FMLN como de otros sectores intelectuales y profesionales. No obstante, la línea editorial —la nota del día y los artículos de opinión— se mantuvo fiel a su tradición: conservadurismo y anticomunismo, en una línea nostálgica por aquel capitalismo semifeudal de antaño, un día sí y otro también.

Con la llegada de Nayib Bukele a la Presidencia, en 2019, y la ruptura del bipartidismo ARENA–FMLN, El Diario de Hoy no vio con buenos ojos al outsider que irrumpía en el poder, desplazando a los sectores tradicionales. Como reacción de la derecha era lógico que actuara así. Pero, poco a poco, aquel empresariado —otrora patrocinador de ARENA, su instrumento político— entró en un compás de espera y, en los últimos años, comenzó a leer con pragmatismo la nueva realidad política y social, marcada por la seguridad ciudadana y la mejora del clima de inversión.

La crisis ideológica de El Diario de Hoy está ahí: la derecha económica e intelectual a la que representaba ya no tiene motivos reales para oponerse al rumbo económico del país, ni tampoco para enarbolar la lucha contra un comunismo reducido a nada. Ese abandono ha dejado huérfano al periódico, que se quedó anclado en egos y personalismos, refunfuñando por lo perdido. Y es que resulta imposible sostener una política editorial únicamente sobre la base de la animadversión, que suele ser irracional. Dicho de modo sencillo: el “Nayib me cae mal” tiene serios límites de cara a los lectores.

Consciente del callejón ideológico y mercadológico en que se encuentra, El Diario de Hoy ensaya ahora una jugada de supervivencia: como no le trae cuenta mantener la línea dura de derecha, abraza un progresismo oportunista, en un afán de alcanzar nuevas audiencias. El fichaje del académico Óscar Picardo, junto con periodistas damnificados por el desfinanciamiento de medios digitales opositores, permite ver al periódico enmascarado, abanderando causas sociales legítimas que siempre despreció: derechos humanos, combate a la pobreza, dignificación del salario, derechos de los trabajadores, iglesia popular y progresista, revisión histórica de mitos nacionales, servicio doméstico no dignificado y... hasta Roque Dalton en portada.

“Se verán cosas, dice la Palabra”.

Allá quien les crea que lo hacen con honestidad intelectual.

Mi hipótesis es la siguiente: su objetivo estratégico es infiltrarse en públicos incautos y bienintencionados, para no desaparecer como medio ideológico y, llegado el momento, intentar arrastrarlos hacia su verdadero propósito político, que es minar al bukelismo.

A modus operandi se le llama "entrismo", una táctica trotskista.

Suerte con eso. 😉

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Democracia para la libertad

Publicado en Diario El Salvador

La democracia como forma de gobierno tiene características básicas y, además, variantes propias del contexto en el cual se aplica. En lo esencial, supone que el poder lo ejerce el pueblo mediante elecciones libres y periódicas, a través de diversos mecanismos de representación, en el entendido de que es este colectivo quien mejor puede decidir a quién delegar la tarea de atender sus necesidades. Las variantes de cada aplicación se expresan en los énfasis que cada sociedad da a su modelo —ya sea en el fortalecimiento de la participación, en los controles sobre los funcionarios electos o en el alcance de los derechos garantizados—, de modo que la democracia nunca es una copia uniforme, sino una adaptación concreta.

En el ejercicio democrático contemporáneo hay, no obstante, un riesgo cada vez más inquietante: creer que la formalidad democrática es un fin en sí mismo, en vez de comprenderla como un medio para garantizar los derechos de la población. Cuando se incurre en este error, producto de una desconexión entre la teoría y las necesidades reales de la ciudadanía, la consecuencia inmediata es la sacralización de ciertos principios y procedimientos supuestamente democráticos, incluso a costa de dejar intactos los problemas graves que la gente exige resolver.

Lo que El Salvador vivió en las décadas posteriores a la finalización de la guerra civil es un claro ejemplo del desastre causado por esta idolatría de las formas. El bipartidismo que se instaló en todas las instancias del poder era citado frecuentemente como un ejemplo de convivencia democrática y pacífica entre quienes habían librado una guerra fratricida. Se cumplían los ciclos electorales, sí, pero las opciones y propuestas partidarias llegaron a diferenciarse únicamente por el logo. Había pesos y contrapesos, sí, pero solo como capacidad de bloquearse mutuamente para negociar privilegios entre ambos y ganar encubrimiento por reciprocidad. Se daban procedimientos judiciales apegados a Derecho, sí, pero con un marco normativo excesivamente garantista que pronto fue rebasado por las estructuras criminales. Entretanto, la inmensa mayoría de la población era abandonada por el Estado y dejada a merced de las pandillas, que pronto impusieron su reino de terror en los territorios.

De ese triste periodo en la historia del país, en el cual hubo más muertes violentas que durante la misma guerra civil, la población llegó a una conclusión demoledora, expresada en dos caras de una misma moneda: por un lado, que no tiene sentido un Estado con supuesta democracia formal, si este es incapaz de garantizar los derechos más fundamentales, que son la vida y la seguridad de sus ciudadanos; por el otro, que la defensa de estos derechos tiene prioridad absoluta sobre antiguos tecnicismos y recovecos jurídicos (con perdón de los puristas). Esta verdad de consenso no se instaló de un día para otro, sino que fue el resultado de la interacción constante entre las expectativas populares y los logros obtenidos, lo cual explica el aumento del respaldo electoral al presidente Bukele: del 53 % en 2019 al 85 % en 2024.

El devenir sociopolítico aquí referido obliga a replantear paradigmas, especialmente los de algunos académicos que, desde sus escritorios acaso bienintencionados, se refugian en la nostalgia de los principios en los cuales fueron formados, desde los cuales resulta imposible comprender realidades que no caben en sus manuales. La democracia debe servir para dar a la persona “libertad de” y “libertad para”, según la distinción planteada por el filósofo Isaiah Berlin. “Libertad de” aquello que le negó derechos fundamentales —es decir, las estructuras criminales que impusieron terror por décadas— y “libertad para” desarrollar todas sus potencialidades, construyendo las condiciones socioeconómicas y educativas apropiadas para tal fin. Así, bajo esta doble dimensión, la democracia será entendida, valorada y defendida por todos como un instrumento de desarrollo y progreso.