Publicado en Diario El Salvador
La democracia como forma de gobierno tiene características básicas y, además, variantes propias del contexto en el cual se aplica. En lo esencial, supone que el poder lo ejerce el pueblo mediante elecciones libres y periódicas, a través de diversos mecanismos de representación, en el entendido de que es este colectivo quien mejor puede decidir a quién delegar la tarea de atender sus necesidades. Las variantes de cada aplicación se expresan en los énfasis que cada sociedad da a su modelo —ya sea en el fortalecimiento de la participación, en los controles sobre los funcionarios electos o en el alcance de los derechos garantizados—, de modo que la democracia nunca es una copia uniforme, sino una adaptación concreta.
En el ejercicio democrático contemporáneo hay, no obstante, un riesgo cada vez más inquietante: creer que la formalidad democrática es un fin en sí mismo, en vez de comprenderla como un medio para garantizar los derechos de la población. Cuando se incurre en este error, producto de una desconexión entre la teoría y las necesidades reales de la ciudadanía, la consecuencia inmediata es la sacralización de ciertos principios y procedimientos supuestamente democráticos, incluso a costa de dejar intactos los problemas graves que la gente exige resolver.
Lo que El Salvador vivió en las décadas posteriores a la finalización de la guerra civil es un claro ejemplo del desastre causado por esta idolatría de las formas. El bipartidismo que se instaló en todas las instancias del poder era citado frecuentemente como un ejemplo de convivencia democrática y pacífica entre quienes habían librado una guerra fratricida. Se cumplían los ciclos electorales, sí, pero las opciones y propuestas partidarias llegaron a diferenciarse únicamente por el logo. Había pesos y contrapesos, sí, pero solo como capacidad de bloquearse mutuamente para negociar privilegios entre ambos y ganar encubrimiento por reciprocidad. Se daban procedimientos judiciales apegados a Derecho, sí, pero con un marco normativo excesivamente garantista que pronto fue rebasado por las estructuras criminales. Entretanto, la inmensa mayoría de la población era abandonada por el Estado y dejada a merced de las pandillas, que pronto impusieron su reino de terror en los territorios.
De ese triste periodo en la historia del país, en el cual hubo más muertes violentas que durante la misma guerra civil, la población llegó a una conclusión demoledora, expresada en dos caras de una misma moneda: por un lado, que no tiene sentido un Estado con supuesta democracia formal, si este es incapaz de garantizar los derechos más fundamentales, que son la vida y la seguridad de sus ciudadanos; por el otro, que la defensa de estos derechos tiene prioridad absoluta sobre antiguos tecnicismos y recovecos jurídicos (con perdón de los puristas). Esta verdad de consenso no se instaló de un día para otro, sino que fue el resultado de la interacción constante entre las expectativas populares y los logros obtenidos, lo cual explica el aumento del respaldo electoral al presidente Bukele: del 53 % en 2019 al 85 % en 2024.
El devenir sociopolítico aquí referido obliga a replantear paradigmas, especialmente los de algunos académicos que, desde sus escritorios acaso bienintencionados, se refugian en la nostalgia de los principios en los cuales fueron formados, desde los cuales resulta imposible comprender realidades que no caben en sus manuales. La democracia debe servir para dar a la persona “libertad de” y “libertad para”, según la distinción planteada por el filósofo Isaiah Berlin. “Libertad de” aquello que le negó derechos fundamentales —es decir, las estructuras criminales que impusieron terror por décadas— y “libertad para” desarrollar todas sus potencialidades, construyendo las condiciones socioeconómicas y educativas apropiadas para tal fin. Así, bajo esta doble dimensión, la democracia será entendida, valorada y defendida por todos como un instrumento de desarrollo y progreso.