Me parecen loables los diversos intentos que se han hecho por popularizar la música académica y llevarla hasta las masas.
De los que conozco, el más consistente fue el maestro hispano-argentino Waldo de los Ríos, quien se dio a la tarea de hacer unos como resúmenes de sinfonías y óperas, a fin de ajustarlas al tiempo estándar de la música pop, añadiéndoles batería, bajo eléctrico, guitarras rasgueadas y algunos otros sonidos familiares al oído de las multitudes, siendo su pieza más famosa el "Himno a la Alegría", de Beethoven, lanzado en 1969 con la voz de Miguel Ríos.
Otro que tuvo mucho éxito fue el maestro Louis Clarke en la década de 1980 con "Hooked on classics", una ensalada de trozos emblemáticos a ritmo disco.
Seguramente ambos fueron criticados en su momento por ser una especie de blasfemos musicales, pues al mutilar las piezas o mezclarlas sacándolas de contexto se estaría atentando contra su integridad estética; no obstante, incluso sus más enconados opositores deben reconocer que muchísimas personas se iniciaron en el mundo de la música sinfónica gracias a los puentes que tendieron ellos.
Dicho lo anterior y trasladándome al contexto local, veo con simpatía los esfuerzos de los músicos y directores filarmónicos nacionales por acercar este género al público poco ilustrado y frecuentemente con el oído musical aturdido, cosa que logran con la ejecución de piezas clásicas relativamente accesibles o bien con la interpretación de piezas populares con instrumentos de abolengo.
Sin embargo, en lo que no estoy de acuerdo es en pagar cualquier costo por la popularidad, como ir a tocar en locales inadecuados o con audiencias-turista platiconas y desconcentradas, hacer con el público dinámicas "participativas" que acaban en relajo, o convertir la orquesta en un mariachi gigantesco o un mega-combo ruidoso donde cualquiera se sube al escenario a pegar de gritos, como ya ha sucedido en algunas ocasiones.
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