Husmeando por la sección de Colecciones Especiales de la UCA, por casualidad cayó en mis manos una recopilación de periódicos de la Guanaxia Irredenta de mediados del siglo XIX. Allí me enteré de que el artículo 307 del Código Penal de 1846 decía lo siguiente:
Si un eclesiástico secular o regular, abusando de su ministerio en sermón o discurso al pueblo, o edicto, carta pastoral u otro escrito oficial, censurase o calificare como contrarios a la religión o a los principios de moral evangélica las operaciones o providencias de cualquiera autoridad pública, sufrirá una reclusión de dos a seis años, y se le ocuparán sus temporalidades.
Si denigrare con alguna de estas calificaciones al Cuerpo Legislativo o al Presidente de la República o Jefe Supremo del Estado, será extrañado de él para siempre, y se le ocuparán también sus temporalidades.
Este y otros artículos del mismo tono estaban dirigidos a un clero que, al parecer, se metía bastante en política, para bien y para mal. Como el principio de separación entre Iglesia y Estado se clama o se soslaya según convenga a unos u otros intereses, habría que ver cuál era el pleito coyuntural del momento. Sin embargo, llama la atención que, por decreto, aquel incipiente y caótico Estado se invistiese a sí mismo de moralidad absoluta y, además, extendiera su escudo a sus inmaculados funcionarios.
¡Chulada de leyes las que teníamos en aquella época!
Lo bueno es que ya no están vigentes; lo malo es que, por lo visto, hay quienes aún hoy las añoran.
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