Según leo en el periódico, el pintor Carlos Cañas -galardonado con el Premio Nacional de Cultura- dijo en un conversatorio: "la cantidad de dinero que se entrega es verdaderamente vergonzante. Y es mucho más vergonzante que te cobren impuestos y te rebajen ese valor y no puedas hacer nada". Y su colega Armando Solís secundó: "Los cinco mil dólares que vienen como estímulo en el premio es algo ridículo. Con la venta de un cuadro que haga obtengo esa cantidad".
¡Ve qué par!
En el trasfondo se detecta -no sin mucha dificultad- esa visión enfermiza del artista como "pequeño dios", en palabras del chileno Vicente Huidobro, creencia de antiquísimas raíces que halló en el Romanticismo su máximo florecimiento consciente.
Ahora bien: una cosa es reconocer las habilidades y talentos artísticos, tan respetables como otras capacidades del ser humano; otra, en cambio, es volver la mirada nostálgica a un pasado lejano de mecenas y torres de marfil, considerando ese el lugar ideal del artista y, cuando no es así, vivir en queja permanente por la incomprensión de "el medio" y la falta de apoyo de quienes se cree tienen los recursos para subsidiar.
Si a lo anterior añadimos el contexto sociocultural en el que se da la queja, entonces lo indignante no es el regalo de cinco mil dólares, sino el hecho de calificarlo en los términos que estos artistas plásticos lo han hecho.
Cinco mil dólares son más de veinte salarios mínimos y mucha gente podría discutir incluso si este premio está del todo justificado. La pintura es la única de las bellas artes que ha sido rentable en El Salvador y, francamente, no le reporta otro beneficio material al país como no sean los impuestos fiscales por la comercialización de sus obras. Por otra parte, si consideramos los beneficios inmateriales o intangibles (sea en términos de "prestigio", "identidad nacional", "orgullo patrio" o como quieran llamarlo) la valoración es todavía más volátil y subjetiva, a menos que le hagamos caso a las grandiosas opiniones del mismo círculo de iniciados.
En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1971, Neruda dijo lo siguiente (hablando del poeta pero válido para el artista en general):
El poeta no es un "pequeño Dios". El mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree Dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, llevar al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, ésta podrá convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños.
Al final, uno se pregunta de a cómo sería un premio que las vacas sagradas de la pintura nacional no considerasen vergonzoso. ¿Cincuenta mil dólares, acaso? Vaya, pero entonces un monto así realmente sería un insulto... ¡para el resto del pueblo salvadoreño!