Que el ser humano es limitado y que en todas las culturas ha buscado modos de ir más allá de sí mismo es un hecho constatable. El tema seguramente lo han tratado muchos filósofos y antropólogos con amplitud y suficiencia, aunque una de las síntesis más claras que recuerdo es la del personaje Francis Walsingham en la película “Elizabeth” (1998), cuando le hace ver a la reina lo siguiente:
Todos los hombres (y mujeres) necesitan algo más grande que ellos mismos a quien admirar y adorar. Deben ser capaces de tocar lo divino en la Tierra.
No solo las religiones cumplen esa función, sino también aquellas grandes empresas en pos de quimeras y utopías (incluidas, lamentablemente, las guerras mesiánicas y autodenominadas santas).
En tiempos recientes se han sumado a estos afanes las llamadas “religiones seculares”: sistemas ideológicos sin componentes sobrenaturales, pero que se basan en dogmas, se fundamentan en el adoctrinamiento masivo y poseen diversos mecanismos para ocuparse de sus disidentes (por ejemplo, las diversas realizaciones históricas del comunismo).
Y aunque parezca pueril en comparación, también el deporte como apasionante fenómeno de masas tiene un fuerte componente de ilusión de trascendencia: no en vano a las grandes gestas deportivas se les describe como “tocar el cielo” y a los ídolos del fútbol se les venera como dioses.
Las actividades artísticas también les permiten a quienes las desarrollan sentir esa trascendencia: creer que su palabra, su música o su talento expresado en cualquier forma les preservará de la muerte y del olvido eternos.
Quizá todas estas sean maneras válidas de escapar, real o ilusoriamente, de la soledad esencial y su horror, o de la grave responsabilidad que implica, en sentido existencialista, inventarle un sentido a la propia vida, asumiendo la plena libertad y sus consecuencias.
El problema está en los monstruos que se engendran cuando estas doctrinas se absolutizan de tal modo que se cree ciegamente en ellas, erigiéndolas cual verdades absolutas en donde toda dura es espuria contaminación que requiere ser purgada.
A propósito del tema, me viene a la mente este párrafo de Fernando Savater:
Las religiones también son como el vino: hay gente a la que le sienta mal y gente a la que le sienta bien. Hay personas que con dos copas se vuelven locuaces, abiertas y desinhibidas; otros se vuelven brutos y groseros con la misma cantidad. Con la religión, hay gente que mejora y se purifica y para otros es una fuente de resentimiento, mojigatería y condena a los demás.
Eso mismo, en esencia, es lo que puede decirse de las ideologías políticas, así como del arte, del deporte y todas aquellas cosas en que buscamos realizar ese afán de trascendencia, cuando no estamos conscientes de su carácter tentativo, exploratorio y de factura terrenal.
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