domingo, 8 de mayo de 2022

Góchez Sosa contra El Diario de Hoy


Esta es la historia de cómo mis padres, Rafael Góchez Sosa y Gloria Marina Fernández, demandaron a la Editorial Altamirano Madriz S.A. (El Diario de Hoy) hace 40 años... y ganaron.

Desde que tengo memoria, en la casa de mi muy lejana infancia existió por varios años un cuarto orilla de calle conocido por todos en la familia como “el despacho”.

De mi percepción de niño, en la primera mitad de la década de 1970, tengo el vivo recuerdo de que mi padre o mi madre se levantaban todos los días a las 4:00 de la madrugada para abrir y recibir a un camión que dejaba unos bultos que caían sordos sobre el piso, los cuales luego supe que eran varios paquetes de 100 ejemplares cada uno del periódico El Diario de Hoy, que desde ese local eran distribuidos a los canillitas de Santa Tecla (de quienes recuerdo sobrenombres como “El Jotoy” y “El Campión”, este último indefectiblemente llegaba de último a traer su paquete). Más adelante supe que en algún momento la agencia de mis padres también distribuyó La Prensa Gráfica, pero para ese entonces ya sólo trabajaba con El Dioy.

Recuerdo borrosamente que una tarde lluviosa, que debió ser entre 1975 y 1977, alguien llamó a la puerta. Era una señora madura y muy elegante en un vehículo negro de aspecto lujoso, motorista uniformado incluido, y preguntó por mis padres, quienes no estaban en casa. Acto seguido la señora comenzó a expresar, en creciente voz alzada, un extenso recado que no recuerdo en detalle, pero que sonó como a reclamo y conminación por algún tipo de grave falta que mi padre habría cometido en su relación con los Altamirano Madriz.

Al regresar ellos a casa y trasladarles más o menos el mensaje, supe que aquella señora era la mismísima Mercedes Madriz de Altamirano. Escuché de mis padres algunos comentarios sueltos sobre el tema, pero realmente nunca me contaron con claridad, ni siquiera en un bosquejo general, cuál había sido el motivo de tal enardecida visita. Unos días después, los paquetes de periódicos dejaron de llegar para siempre: la agencia había sido cerrada.

Quienes conocieron a mi padre, el poeta y docente Rafael Góchez Sosa, saben que su vida transcurrió angustiosamente entre dos facetas antagónicas, la luz y la sombra, un auténtico Jekyll y Hyde. Sobrio, mi padre era un hombre lleno de sabiduría, elocuente, solidario, generoso, responsable y campechano; ebrio, era todos los adjetivos dolorosos que una familia tenga que soportar sin poder defenderlo.

(La resolución personal de este tema está en la Carta a mi padre que publiqué en 1994 y no tengo más que agregar.)

Menciono lo anterior porque durante décadas estuve con la duda de si mi padre realmente había tenido alguna responsabilidad que justificara la ruptura con los Altamirano Madriz, considerando esas etapas oscuras en que cada seis u ocho meses se sumergía. Nunca lo sabré con detalle, pero hoy encontré unos documentos antiguos que me aclaran bastante el asunto, al unirlos con los retazos del pasado.

Legalmente hablando, la agencia de distribución de El Dioy constituia una relación laboral con sus dueños, por lo que al cerrarla de hecho (es decir, de facto, sin que mediara un proceso judicial) realmente lo que estaban haciendo era despedirlos. Y como el Código de Trabajo establece que un despido de hecho se presume injustificado… da lugar a una indemnización.

Así pues, amparados en la ley, mis padres demandaron a Editorial Altamirano Madriz S.A. por daños y perjuicios. No es menor el hecho de que lo hicieron en la época de la dictadura militar del general Carlos Humberto Romero, de la cual El Dioy siempre fue encubridor y aliado, y el proceso continuó por varios años, ya en el contexto de la guerra civil.

En nuestra casa, “el despacho” no fue desmantelado sino hasta que llegó la tan esperada inspección del juez, quien supongo que también tomó declaración a varios de los canillitas para comprobar que efectivamente allí había estado la agencia de distribución.

Después de una larga batalla legal, en la cual El Dioy agotó todos los recursos (llegando incluso a interponer un recurso de casación ante la Sala de lo Civil de la Corte Suprema de Justicia), finalmente el 22 de julio de 1982 Editorial Altamirano Madriz S.A. no tuvo más opción que emitir el cheque certificado a favor de mis padres, por la cantidad de veintiún mil cuatrocientos noventa colones con cincuenta y ocho centavos, en concepto de indemnización por despido injustificado.

¿Qué representaba esa cantidad en 1982?

Hago la siguiente comparación a partir del único dato que me consta: que en 1979 un Volkswagen escarabajo nuevo, de agencia, costaba once mil colones y era prácticamente el vehículo más económico (porque el Cherito no cuenta, ni siquiera llegaba a carro). Extrapolando a 2022, su equivalente por accesibilidad bien podría ser el Hyundai Atos de trece mil novecientos noventa dólares. Entonces, haciendo la relación proporcional, aquellos 21,490.58 colones de 1982 bien equivalen a unos US$ 28,000 dólares en 2022, nada mal para una indemnización.

Pero hay un detalle inquietante: según los documentos encontrados, en el mismo acto de recibir ese dinero mis padres también saldaron una deuda de cuatro mil trescientos nueve colones con cuarenta y dos centavos, que tenían con Editorial Altamirano Madriz S.A. ¿Por qué? No lo sé.

Al final de cuentas, pues, don Rafael y doña Gloria recibieron un total de diecisiete mil ciento ochenta y un colones con dieciséis centavos (US$ 22,000 dólares hoy en día), de los cuales hay que descontar seis mil colones en concepto de honorarios del abogado (aproximadamente US$ 7,700 en la actualidad).

¿Y qué fue de ese dinero? Si creen que nos dimos la gran vida, se equivocan. No hubo nada de viajes, lujos ni placeres. Esos once mil ciento ochenta y un colones con dieciséis centavos netos (casi US$ 14,500 en la época actual) sólo sirvieron para pagar deudas y obligaciones patronales del Liceo Tecleño, la empresa educativa familiar que para entonces ya estaba en números rojos y muy próxima a su desaparición.

Así concluyo esta anécdota familiar entre dudas y certezas, pero con un comentario inevitable: ¡qué bonito se siente ver un documento legal que obligó a un poderoso a pagar por una arbitrariedad!