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La historia de las reivindicaciones sociales está llena de gestas cuyo elemento común fue el haber buscado el reconocimiento de la dignidad inherente a la persona, con las implicaciones jurídicas correspondientes. Estas luchas buscaron derribar barreras legales y morales que legitimaban tratos injustos y, pasado un tiempo después de cada batalla ganada, cada conquista fue asimilada por el conglomerado social, volviéndose irreversible. Nadie en su sano juicio pensaría hoy, por ejemplo, en retirar el derecho al voto de las mujeres o restablecer la esclavitud.
En perspectiva histórica, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) tendría que haber sido la conquista teórica final, enfocándose los esfuerzos de allí en adelante en su implementación efectiva para todas las personas en todos los países. En esta línea de pensamiento es que hoy, sobre la tercera década del siglo XXI, se libra una fuerte batalla ideológica relativa a la diversidad sexual y el reconocimiento de derechos a las personas LGBT.
En este tema, en el mundo occidental ya había habido ciertos avances básicos desde la segunda mitad del siglo pasado, como cuando la Asociación Estadounidense de Psicología y la Organización Mundial de la Salud dejaron de considerar a la homosexualidad como una enfermedad; o como cuando la Iglesia Católica, pese a rechazar los actos homosexuales, reconoció en su Catecismo que hay personas con “tendencias homosexuales profundamente arraigadas” y estableció que deben ser tratadas “con respeto y delicadeza”, evitando “cualquier estigma que indique una injusta discriminación”.
Siendo El Salvador un país conservador, aquí parecía haberse llegado a una especie de tolerancia mínima, tácita y genérica, del tipo “cada quién que viva su vida como mejor le parezca, sin dañar a los demás”; sin embargo, ese equilibrio inestable se vio agitado por recientes incidentes ocurridos principalmente en Estados Unidos, retomados por activistas ultraconservadores salvadoreños para relanzar su campaña permanente de rechazo al tema. Dos casos recientes lo ilustran.
En abril de este año, la marca estadounidense de cerveza Bud Light lanzó una campaña con la influencer transgénero Dylan Mulvaney, hecho que le costó una caída en ventas del 30 % por el boicot de consumidores conservadores. Inspirados en ello, usuarios de redes sociales en El Salvador atacaron un spot de inclusión LGBT lanzado hace tres años por una reconocida industria cervecera local, presentándolo como si aún estuviera en circulación.
El otro caso fue el de Target, cadena de tiendas norteamericana que desde 2010 tiene una sección pride con prendas para diversas edades, pero que en 2023 incluyó mercancía del controversial diseñador trans Erik Carnell, por lo cual recibió fuertes reclamos de los consumidores y acabó retirándola, además de sufrir serias pérdidas económicas. Miméticamente, en El Salvador hubo quienes propusieron una campaña de boicot contra un supermercado, por poner a la venta calcetines de arcoíris (no por su absurdo precio de 10 dólares, sino por promover la ideología de género).
Este año en particular, la polémica entre promotores y detractores de la causa LGBT ha escalado en países del primer mundo a agrios niveles de violencia verbal y simbólica, especialmente cuando involucra a la niñez como destinataria de la propaganda a favor o en contra. Aquí en la periferia, apenas toca la cola de ese huracán, pero las fobias ancestrales afloran ante la sola mención del tema.
Tal parece que un asunto tan controversial como este no se va a resolver a corto plazo, pues con la polarización existente no hay debate entre las partes, solamente reafirmaciones de las creencias preexistentes. Corresponderá a las nuevas generaciones, millenials y centennials no fanatizados, construir y consolidar soluciones equilibradas, respetuosas, duraderas y razonables, por el bien de todos los sectores involucrados.