miércoles, 19 de febrero de 2025

ARENA: ¿la crisis final?

Publicado en La Noticia SV

En días recientes han aflorado con gran virulencia rencillas y señalamientos personales entre miembros y exmiembros del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Si bien es cierto que los dimes y diretes han alimentado las noticias y el contenido sensacionalista, la realidad de fondo es que el otrora partido mayoritario, que gobernó el Ejecutivo durante 20 años y tuvo una presencia protagónica en el Legislativo por más de tres décadas, enfrenta un serio problema estructural, mucho más profundo que los exabruptos particulares y a menudo folclóricos que emergen periódicamente.

Lo anterior se sustenta en un breve análisis de los elementos esenciales para que un partido político tenga una existencia significativa e incidencia real en la vida nacional. El principal y más visible es su base: ¿a qué sectores de la sociedad representa? ARENA surgió a principios de los ochenta como instrumento político-electoral de la vieja oligarquía agroexportadora, en reacción al programa político contrainsurgente patrocinado por Estados Unidos, iniciado con el golpe de Estado de 1979 a través de la inestable alianza entre un sector del ejército y el Partido Demócrata Cristiano. En esa época se impusieron tres reformas clave en la economía nacional: la reforma agraria, la nacionalización de la banca y la nacionalización del comercio exterior. ARENA fue fundada bajo el liderazgo del mayor Roberto d’Aubuisson como reacción a dichas reformas, con una ideología nacionalista y anticomunista. Sus cuadros políticos provinieron en buena medida del defenestrado Partido de Conciliación Nacional (PCN) y, sobre todo, de la disuelta Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), enraizada en el campo y la ciudad como grupos de apoyo y acción de los gobiernos militares de los años setenta.

Con el tiempo, ARENA evolucionó desde esa versión primitiva hacia una más civilizada, pasando de sus orígenes oligárquicos agroexportadores a representar a los nuevos grupos de poder económico del sector terciario (bienes y servicios), logrando cuatro periodos presidenciales consecutivos. Su salida del Ejecutivo en 2009 no representó una debacle inmediata en términos de apoyo popular, pues siguió obteniendo bancadas legislativas cada vez más grandes desde 2012 hasta 2018. Sin embargo, la pérdida masiva de votantes comenzó en la elección presidencial de 2019, se profundizó en 2021 y alcanzó su punto más bajo en 2024, con poco más de 225,000 votos, apenas un 7 % a nivel nacional, una tendencia que sigue en descenso según todas las encuestas recientes.

Vinculado estrechamente a esta pérdida de apoyo popular está el tema del financiamiento del partido. Los grupos de poder económico que tradicionalmente aportaban recursos para el sostenimiento de ARENA y sus costosas campañas ya no lo ven como su instrumento político, por lo que han retirado progresivamente su respaldo, hecho reconocido (prácticamente entre sollozos) por su actual dirigencia. La reciente eliminación del financiamiento estatal vía deuda política ha sido solo otra estocada para un organismo en estado agonizante.

En cuanto a la ideología, ARENA tampoco tiene muchas esperanzas. Seguir aferrados al discurso anticomunista es combatir a un enemigo aún más debilitado que ellos mismos (el FMLN es un zombi político); pero si se examinan los principios de libre mercado que el partido siempre ha defendido, no habría razón para ser oposición. En realidad, lo único que cohesiona a lo poco que queda de ARENA es su resentimiento hacia el presidente de la República, Nayib Bukele, por haberlos desplazado del poder y reducido a la irrelevancia, lo cual no es un elemento aglutinador significativo más allá de los pequeños círculos en los que se reúnen a criticar como pasatiempo.

Por si fuera poco, ARENA padece una alarmante falta de liderazgo en todos sus niveles. No hay dentro del partido una figura de autoridad capaz de conciliar intereses, superar diferencias y encaminarlo con propuestas viables y convincentes; más bien, abundan quienes hacen exactamente lo contrario. Para colmo, considerando su historial de corrupción ampliamente documentado, tampoco existe la expectativa de que un líder externo llegue a rescatarlos, pues nadie con las capacidades necesarias arriesgaría su nombre vinculándose a figuras de semejante calaña.

Así pues, sin base, sin financiamiento, sin ideología y sin liderazgos, el panorama para ARENA es objetivamente sombrío. Su única expectativa electoral para 2027 es alcanzar al menos 50,000 votos o lograr un diputado para evitar su desaparición formal. Sin embargo, un escenario aún peor para ellos sería superar apenas esa marca y continuar con una existencia irrelevante, vegetativa, esperando su extinción por inanición política.

Si sus maltrechas autoridades y escasos militantes tuvieran un ataque de realismo y humildad, lo mejor que podrían hacer sería reconocer que su tiempo ya pasó, con el legado del mucho mal y el poco bien que pudieron haber hecho. Luego, en un acto final de dignidad, deberían convocar a una asamblea general extraordinaria y, con las dos terceras partes de los votos de los asambleístas, según sus propios estatutos, disolver el partido.

viernes, 14 de febrero de 2025

Apuntes sobre el liderazgo

Publicado en Diario El Salvador.

Los seres humanos somos gregarios, es decir, tenemos la tendencia natural a agruparnos y actuar en conjunto, a fin de “encontrar organización, dirección y coordinación para alcanzar objetivos comunes, evitar conflictos o maximizar nuestra supervivencia”; sin embargo, los grupos no se administran a sí mismos a partir de un colectivismo abstracto, sino que requieren de personas concretas que los guíen con conocimiento y sabiduría: tal es la misión de un líder.

El liderazgo es una cualidad innata que se puede desarrollar, orientar y potenciar con adecuados procesos educativos y de socialización. El debate está en qué tanto pesa el don natural frente a la formación personal, pero lo cierto es que el carácter de un líder se reconoce de inmediato en cualquier estructura organizativa, sea privada o pública, por la sensación de autoridad que acompaña a sus decisiones, su carisma y su capacidad de convencer.

Consultado sobre el tema, el generador de texto de inteligencia artificial, ChatGPT, produjo este interesante párrafo:

Gregarismo y liderazgo son conceptos complementarios: el primero es la tendencia a seguir, adaptarse y colaborar dentro de un grupo; el segundo implica tomar iniciativa, influir en otros y asumir un rol directivo. Un líder necesita del gregarismo del grupo para que su dirección sea efectiva, mientras que el gregarismo se beneficia del liderazgo para evitar la desorganización.

En política, la virtud del liderazgo es particularmente importante, porque es justamente en ese ámbito donde se articulan todas las demás esferas de la vida social que posibilitan el desarrollo de las personas. A partir del modelo de inteligencias múltiples (Howard Gardner, 1983), puede afirmarse que el auténtico líder político tiene una extraordinaria inteligencia interpersonal, definida como “la capacidad de comprender, empatizar e influir en otras personas”, inspirando confianza para movilizar al grupo. También le resulta indispensable poseer alta inteligencia intrapersonal, que implica el autoconocimiento de sus propias fortalezas y debilidades; sabiendo que, como ser humano, no es infalible y eventualmente necesitará rectificar cuando sea prudente, oportuno y necesario. Como complemento de las anteriores, la persona que ejerce el liderazgo debe poseer una sobresaliente inteligencia lingüística, “la capacidad de articular ideas, persuadir y movilizar masas a través del lenguaje”, cualidad que jamás debe entenderse como vacía forma sin contenido profundo. Esta es especialmente importante en una época donde la comunicación asertiva es indispensable.

La complejidad de los entramados políticos es monumental, incluso donde hay buenas intenciones; de ahí que el líder esté obligado a lidiar con personas difíciles y a tomar decisiones que no son nada simples, especialmente en entornos sociales históricamente distorsionados. A quien está en posición de liderazgo político se le exige escuchar, ponderar, meditar, convencer y actuar; saber cuándo ser firme y cuándo flexible; y tener el sano criterio para intervenir en el momento oportuno, sin caer en los extremos ni del excesivo control ni del “dejar hacer, dejar pasar”. Quien se sabe llamado a ejercer el liderazgo a estos niveles está consciente de la responsabilidad que tiene y, aun cuando siente el natural temor ante el desafío, está dispuesto a servir al colectivo sin caer en las tremendas tentaciones del poder.

Las expectativas y riesgos que caen sobre un líder político siempre son enormes y, más tarde o más temprano, su desempeño acaba dejando en claro quién realmente lo es y quién sólo pretendió serlo; por ello, el balance final de un liderazgo tiende a ser más objetivo a medida que pasa el tiempo, cuyo veredicto se aleja de las pasiones, intereses y tribulaciones del momento. Los movimientos, grupos, empresas, partidos y naciones que tienen verdaderos líderes conduciéndolos pueden nombrarse dichosos. Y los que no, ojalá que los encuentren pronto y, una vez hallados, sepan cuidarlos como su más preciado tesoro.

domingo, 2 de febrero de 2025

Sacerdotes, pastores y prédicas políticas

Publicado en La Noticia SV

El debate sobre los límites entre la religión y la política es tan antiguo como el Evangelio mismo: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22, 21). Durante los siglos medievales, Iglesia y Estado llegaron a estar en tal grado de interdependencia que se consideró una sola cosa. Con la llegada de la Ilustración, en el siglo XVIII, se comenzó a instaurar la idea de que el poder político debía ser secular (Estado laico) para garantizar la libertad de conciencia. A lo largo del siglo XIX, en toda América y Europa se fue propagando e imponiendo este principio, no siempre de manera pacífica. En las sociedades occidentales contemporáneas, esta separación se considera esencial en los sistemas políticos.

No obstante lo anterior, en el caso particular de El Salvador no es tan sencillo plantearlo, no solamente porque entre los principales gestores de la independencia patria hubo sacerdotes (José Matías Delgado, José Simeón Cañas y los padres Aguilar), sino especialmente por la acción pastoral-política de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, santo de la Iglesia Católica, desde su asunción como Arzobispo en febrero de 1977 hasta su asesinato en marzo de 1980. A la luz de la Doctrina Social de la Iglesia —y, para muchos, influenciado también por la hoy menos influyente y en muchos círculos eclesiales marginada Teología de la Liberación— Monseñor Romero asumió el compromiso personal y auténtico de denunciar las barbaridades del gobierno militar pro oligárquico del general Carlos Humberto Romero, así como de sus “cuerpos de seguridad”, contra amplios sectores de la población civil; todo ello en el contexto de un clima pre insurreccional propulsado por las guerrillas marxistas y sus grupos de masas. Esto lo hacía en sus homilías dominicales, dando también amplia justificación ética y teológica para este compromiso en particular.

Un elemento imprescindible para entender por qué Monseñor Romero fue "la voz de los sin voz" es el cierre absoluto de espacios de expresión en aquella época. La radio, prensa y televisión de entonces ocultaban deliberadamente lo que estaba ocurriendo, no solamente por la fuerte censura gubernamental sino en muchos casos por mezquinos intereses. Monseñor Romero tuvo que asumir el compromiso de la denuncia ciudadana, porque nadie más pudo hacerlo. De ahí que hubo quienes lo acusaron de desnaturalizar su labor pastoral en aras de lo político, pero aun cuando este señalamiento fuese bienintencionado, lo cierto es que él entendió que no tenía más opción, en aquel momento y en aquel lugar.

El devenir histórico salvadoreño transcurrió por una guerra civil de doce años y ochenta mil muertos. Los Acuerdos de Chapultepec, que dieron fin al conflicto armado en 1992, abrieron una esperanza de renacimiento nacional que pronto se tradujo en desencanto. Al hacer cuentas, el único resultado positivo y logro concreto que puede citarse como producto del armisticio y las reformas posteriores es el reconocimiento y práctica de la libertad de expresión, con su respectiva representación partidaria: caro bien para tanta sangre. De ahí que, a medida surgieron más y más espacios informativos y de opinión para todas las tendencias, fueron perdiendo relevancia las conferencias de prensa y declaraciones públicas de la Iglesia Católica sobre temas de realidad nacional, heredadas de los años setenta y ochenta, permitiéndole a los curas dedicarse de lleno a la labor pastoral para la cual fueron ordenados, sin contaminarse con el inmisericorde mundo de la política.

Hoy, con la llegada y consolidación de los tiempos digitales y su abundancia de recursos para que cualquiera se informe y se exprese por donde mejor le parezca, se ha configurado un contexto de libertad para el flujo de todo tipo de pensamientos e ideas, de tal manera que suena impertinente (si no anacrónico) que haya sacerdotes y pastores que aún continúen utilizando el púlpito o la plataforma de adoración para tratar temas políticos, queriendo influir en las opiniones y preferencias de su feligresía, asamblea o congregación, aunque pretendan justificarse con razonamientos teológicos autorreferenciales.

Los ministros, de cualquier denominación religiosa y que son salvadoreños, tienen el derecho de expresar sus opiniones individualmente, en cuanto ciudadanos. Otra cosa muy distinta es aprovecharse de su investidura, y de que la gente va a los templos en busca de orientación y apoyo espiritual, para soltarles su análisis o prédica política en un espacio donde la relación de poder es asimétrica; pues allí, en caso de que el feligrés o congregado no esté de acuerdo con lo expuesto, este no tiene posibilidad de réplica (como ocurriría, por ejemplo, en un foro de discusión o plataforma de debate). Quienes incurren en estas prácticas deben tener presente que la continuidad, aumento o disminución de asistencia a las iglesias y cultos religiosos depende de que estas instituciones respondan a los intereses de quienes las buscan, los cuales son fundamentalmente de carácter espiritual.

miércoles, 22 de enero de 2025

Reflexiones sobre la deuda política


La deuda política es un dinero que el estado otorga a los partidos políticos, como un financiamiento “encaminado a promover su libertad e independencia” (art. 210 de la Constitución). Dos son las justificaciones generalmente aceptadas para esta erogación. La primera, que con ese financiamiento los partidos no tendrían que depender tanto de grandes donantes o financistas económicamente poderosos para existir y realizar sus campañas proselitistas; reduciendo así el riesgo de que, una vez llegados al poder, tuviesen que pagar aquellas dádivas con favores políticos para beneficio particular de ciertos sectores y no de toda la población. La segunda es que, con este mecanismo, se estaría promoviendo la participación ciudadana de más sectores, especialmente aquellos que no tienen acceso a grandes capitales. Dato pertinente: según Hacienda, los partidos políticos en su conjunto recibieron unos 85 millones de dólares en financiamiento estatal, durante el periodo 2014-2024.

Pese a que la formulación teórica de la deuda política suena razonable, la sensación general es que la población tiende a rechazarla. Este es un sentimiento histórico muy arraigado, cuyo origen está en el desprestigio absoluto en que cayó la partidocracia Arena-FMLN, junto con sus partidos aliados ocasionales, identificados con la corrupción. De ahí que, desde antes del quinquenio anterior, algunos sectores de la población generaron la expectativa de reformar o incluso eliminar la deuda política.

Más allá de los intereses, preferencias y sentimientos del momento, este tema requiere de un análisis profundo a partir de dos preguntas clave: la primera, si la deuda política cumple realmente con los objetivos para los cuales fue creada; la segunda, si la existencia de esta produce efectos no deseados, perjudiciales para la democracia.

En cuanto a la primera pregunta, habría que conocer los montos de las donaciones particulares a los partidos y contrastarlos con el financiamiento estatal. Hace una década (elecciones de 2014 y 2015, cuando las campañas proselitistas eran más caras que en la actualidad), el 65 % de los casi 23 millones de dólares que reportaron como ingresos los partidos políticos vigentes provino de la deuda política (aunque seguramente gastaron más, pues la tradición local hace plausible la existencia de muchas formas de donación privada y sostenimiento de institutos políticos que no necesariamente quedaban registradas en la contabilidad). En todo caso, la deuda política no evita los compromisos partidarios con personas o grupos de interés que se sientan representados por cada uno de ellos y les aporten fondos; lo cual no está mal, siempre que se respeten leyes y procedimientos para garantizar su transparencia.

Por otra parte, en cuanto a los efectos indeseados de este financiamiento, cabe señalar que la proliferación de partidos pequeños no necesariamente es un signo de mayor democracia. Lamentablemente, en la historia nacional han existido demasiadas formaciones electorales irrelevantes por sí mismas, cuyo propósito al participar en los comicios nunca ha sido ganar, sino obtener dinero público para continuar en una existencia intrascendente, irrelevante pero efectiva para conservar su cuota de presencia en el tinglado político y, en el mejor de los casos, aspirar a recibir también alguna que otra donación de incautos (que los hay).

Obviamente, la discusión del tema es mucho más compleja y tiene aristas que considerar. En este 2025, que no es año electoral ni preelectoral, sería oportuno que la Asamblea Legislativa lo agendara y escuchase las opiniones de la ciudadanía para concretar las reformas a que hubiere lugar, ya sea para procurar que se cumplan los propósitos para los que la deuda política fue creada o para suprimirla definitivamente, si acaso esa fuese la voluntad popular.

lunes, 6 de enero de 2025

Minería: resignación o resiliencia

Publicado en Diario El Salvador

La reciente aprobación de la Ley General de la Minería Metálica ha hecho emerger en el debate público dos actitudes ancestrales, inevitablemente ligadas a la tendencia natural del ser humano a explorar y modificar su entorno mediante la creación de recursos y herramientas tecnológicas: por una parte, la postura conservadora de un discurso ecologista idealista, que privilegia la prudencia a ultranza (“no a la minería”); por otra, la postura innovadora, que se lanza hacia el progreso con determinación e incluso osadía (“sí, se puede hacer minería responsable”).

La primera visión rechaza de tajo la posibilidad de cualquier explotación minera en El Salvador, basándose en la evidencia de los graves daños ambientales que esta actividad produjo hace varias décadas, especialmente en las minas de San Sebastián (departamento de La Unión). A partir de esa mala experiencia y pésima gestión que se hizo en el pasado, así como de importantes consideraciones técnicas y demográficas, quienes comparten este punto de vista lograron instalar la narrativa de la inconveniencia de extraer metales en nuestro país, habiendo elevado su tesis a rango de ley en 2017 y prevaleciendo aún en la opinión pública (cfr. encuesta Iudop).

El razonamiento en la base de esta opinión es que ya hubo considerables daños por esta actividad y “con toda seguridad” (según dicen quienes la comparten) habría perjuicios catastróficos a gran escala si se hace minería metálica. Se asume el fracaso anticipado de tal intento, concluyendo que cualquier proyecto es inviable y dañará gravemente a la población. Desde esta perspectiva, a menudo exacerbada, no tiene ningún sentido hacer esfuerzos adicionales por superar los obstáculos conocidos, ya que el costo humano y material sería demasiado alto. Habría entonces que resignarse ante nuestras limitaciones.

La segunda visión, en cambio, propone la evaluación de las experiencias anteriores y actuales, identificar errores y riesgos, y buscar formas de superarlos con estrategias, herramientas y tecnologías apropiadas. En este afán, la resiliencia (“capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o situación adversa”) es la clave para desarrollar un proyecto minero en el contexto salvadoreño, que minimice el impacto medioambiental y deje al país ganancias suficientes como para justificar ese riesgo, invirtiendo dichas utilidades en proyectos específicos para revertir la actual contaminación de más del 90 % del agua superficial, así como en obras de beneficio social.

En esta disyuntiva, aun citando estudios técnicos para apoyar una u otra postura, no hay una respuesta que se imponga por sí misma: tanto hacer minería como dejar de hacerla tiene sus pros y sus contras, sobre todo si resultan ciertas las estimaciones de las cantidades y valor de mercado del oro particulado que habría en el territorio nacional. En última instancia, la opinión de cada quién la determina su actitud personal ante un reto difícil; así, puede tenerse una resignación prudente y conservadora o, por el contrario, una adaptación emprendedora y visionaria, a fin de concretar los pasos a seguir para llegar a las metas propuestas, maximizando las medidas de protección ambiental.

En todo caso, lo cierto es que las autoridades gubernamentales ya han tomado la decisión de avalar la minería y, en este empeño, es claro que la responsabilidad del presidente Nayib Bukele es enorme y él lo sabe, a tal punto de haber puesto su capital político y su legado en juego. En esta ruta (apartando a los agoreros, apocalípticos y oportunistas de siempre), será necesario el aporte de la ciudadanía, en forma de atento acompañamiento y vigilancia en un camino todavía lleno de dudas, pero en donde también se asoman valiosas oportunidades de desarrollo.