domingo, 27 de abril de 2008
Mambo a lo Juan Luis
Luego de inesperada pregunta filial y mediana reflexión paternal, he descubierto que “La llave de mi corazón”, de Juan Luis Guerra, es un mambo a 160 pulsos por minuto. Dos referencias clásicas de Pérez Prado no me dejan mentir: el “Mambo número 5”, cuya velocidad oscila entre 190 y 195 pulsos por minuto, y “Cerezo rosa”, que va a 120: es cuestión de retardar una o acelerar la otra. De merengue sólo tiene como cuatro compases intercalados en cierto momento, pero es rica en incrustaciones tropicales audaces y originales. Por supuesto que Juan Luis dice, en cierto momento, “¡mambo!”, pero afortunadamente no pega el característico grito “¡aaáh...!”. Lo de la bachata y el son que menciona por ahí, no lo tengo muy claro. De cualquier modo, no importa: ¡es para escucharla a todo volumen!
sábado, 26 de abril de 2008
De documentos oficiales
Uno de estos días me vi en la necesidad de solicitar una copia certificada de cierto documento importante. Los requisitos para obtenerlo siempre fueron variables, algunos de ellos circulares (la necesidad de que para tener el documento “A” es necesario presentar el documento “B”, para cuya obtención es necesario presentar el documento “A”). Las trabas se solucionaron con menos dificultad de la esperada (una explicación detallada del problema o el hecho que los mismos empleados se contradijeron) y, verificado que fue el documento en cuestión, se me indicó que le sacara fotocopia “ahí cruzando la calle” (¡como a doscientos metros!), para ponerle los sellos y firmas requeridos a las reproducciones. En prenda quedó mi documento de identidad sobre el escritorio de la secretaria, pero fácilmente hubiera podido recuperarlo a hurtadillas, dado que ella se levantó antes de que yo me fuera. He aquí mi punto: si mi intención hubiera sido sustraer de allí el dicho papel por alguna razón de conveniencia, no habría tenido grandes dificultades en largarme con el documento original. De hecho, tardé como una hora entre las fotocopias y un par de pláticas “de pasadita” con varias personas conocidas que casualmente se hallaban en ese entorno. Y al regreso, todos muy campechanos. Por eso, cuando unos y otros hablan de la minuciosidad de las leyes y procedimientos, con documentos oficiales que certifiquen esto o aquello, como si todo fuera una película de trama detectivesca, me pregunto si no somos nosotros quienes estamos dentro de una realidad virtual de ficción... ¡con fines puramente cómicos!
miércoles, 16 de abril de 2008
De novelas y recetas
Todavía no hay una explicación definitiva para la presencia de la novela de Sergio Ramírez, “Margarita, está linda la mar” en mi casa, menos aún el porqué está autografiada por el autor, pero sin dedicatoria. Nadie se hace cargo de haberla comprado hace cosa de diez años ni tampoco de haberla leído, pese a que el recibo de la librería aún estaba dentro de sus páginas, precio aún en colones. Por otro lado, misterios aparte, en las últimas semanas he tenido suficientes momentos intermitentes de espera en consultorios médicos, por madres en tratamiento; puertas de salida de bibliotecas, por esposas rumbo a casa; y poblados pasillos colegiales, por hijas adolescentes. De este par de circunstancias coincidentes, resultó que finalmente pude concluir la obra en cuestión.
Que hay cosas interesantes y hasta divertidas, las hay; pero durante algunos momentos de la lectura no pude evitar fijarme en la receta subyacente en esta novela, etiquetada como Premio Alfaguara 1998, galardón del cual los rumores dan por hecho que es, como el Premio Planeta y otros similares, apalabrado. Pues sí: toda su armazón parece responder a la pregunta elemental y generadora: ¿qué interesa de Nicaragua, a nivel de personajes, como para asegurar el primario interés del público? Obvia respuesta: Rubén Darío y la dinastía de los Somoza. El primer verso del famoso poema conecta, de algún modo, ambas historias, y las páginas transcurren combinando épocas y entretejiendo detalles históricos y legendarios. En todo ese camino queda la impronta de un escritor de oficio, artista del lenguaje y forjador de la historia, sin el cual la mencionada receta no llegaría a convertirse en un producto literario medianamente sostenible, pese a que la multitud de personajes de la obra casi sólo existen en ese universo por el hecho de ser mencionados reiteradamente.
Viéndolo desde tal perspectiva, pienso que si como editor de un sello internacional yo encomendara una novela salvadoreña vendible en librerías más allá de las fronteras, sin depender exclusivamente del consumo de los connacionales nostálgicos, no dudaría en elegir a Roque Dalton y al General Martínez como los personajes idóneos, cuyas respectivas vidas y épocas tienen los elementos suficientes como para re-crear literariamente ambientes y contextos que garantizarían el interés de las y los lectores.
Sin embargo, por hoy es evidente que esa novela tendrá que esperar quién sabe cuánto tiempo, puesto que de nada valen todas las recetas y condiciones favorables si falta el escribiente, el novelista e investigador, el mero orfebre zurcidor de palabras, hábil y paciente, aquel buen escritor de largo aliento que nunca hemos tenido. Hasta entonces, sigamos consumiendo las novelas de receta, al tiempo que nos regodeamos en nuestras recetas sin novela.
Que hay cosas interesantes y hasta divertidas, las hay; pero durante algunos momentos de la lectura no pude evitar fijarme en la receta subyacente en esta novela, etiquetada como Premio Alfaguara 1998, galardón del cual los rumores dan por hecho que es, como el Premio Planeta y otros similares, apalabrado. Pues sí: toda su armazón parece responder a la pregunta elemental y generadora: ¿qué interesa de Nicaragua, a nivel de personajes, como para asegurar el primario interés del público? Obvia respuesta: Rubén Darío y la dinastía de los Somoza. El primer verso del famoso poema conecta, de algún modo, ambas historias, y las páginas transcurren combinando épocas y entretejiendo detalles históricos y legendarios. En todo ese camino queda la impronta de un escritor de oficio, artista del lenguaje y forjador de la historia, sin el cual la mencionada receta no llegaría a convertirse en un producto literario medianamente sostenible, pese a que la multitud de personajes de la obra casi sólo existen en ese universo por el hecho de ser mencionados reiteradamente.
Viéndolo desde tal perspectiva, pienso que si como editor de un sello internacional yo encomendara una novela salvadoreña vendible en librerías más allá de las fronteras, sin depender exclusivamente del consumo de los connacionales nostálgicos, no dudaría en elegir a Roque Dalton y al General Martínez como los personajes idóneos, cuyas respectivas vidas y épocas tienen los elementos suficientes como para re-crear literariamente ambientes y contextos que garantizarían el interés de las y los lectores.
Sin embargo, por hoy es evidente que esa novela tendrá que esperar quién sabe cuánto tiempo, puesto que de nada valen todas las recetas y condiciones favorables si falta el escribiente, el novelista e investigador, el mero orfebre zurcidor de palabras, hábil y paciente, aquel buen escritor de largo aliento que nunca hemos tenido. Hasta entonces, sigamos consumiendo las novelas de receta, al tiempo que nos regodeamos en nuestras recetas sin novela.
lunes, 14 de abril de 2008
Menú indisoluble
Llega un tipo llamado E* al restaurante “Éste o aquél”, un sitio bonito y mediano, ni de orilla de calle ni de lujo desbordante. Cómo y por qué ha llegado ahí, son detalles irrelevantes, no importan: el hecho incuestionable es que está ahí, es la hora de almuerzo, tiene un hambre feroz y no hay otro establecimiento de comida en horas de viaje a la redonda.
E* se dispone a pedir el menú, que cuesta diez dólares, justo la cantidad exacta que tiene en su billetera, ni más ni menos.
La dependienta le muestra las dos opciones. El primer menú inicia con consomé de tortilla, continúa con generosa ensalada de papas en salsa blanca, su plato principal consta de arroz con perejil y alverjas más un filete de dieciséis onzas de carne roja término medio, lleva dos panes con ajo, papas fritas a la francesa e incluye una soda con derecho a relleno. El segundo, en cambio, abre con sopa de chipilín, sigue con ensalada fresca rociada con salsa tejana, su plato principal es alguna variedad de arroz verde más filete de pescado horneado con crema y hongos, dos tortillas humeantes, un copo de guacamole y, de beber, té helado de manzanilla.
Al E* le parece bien el segundo, especialmente por el copo de guacamole, del que siempre ha sido adicto, pero siente que le gustaría muchísimo más la carne roja que el pescado. La dependienta le hace ver que en ese restaurante sólo sirven uno u otro combo, por eso se llama así, “Éste o aquél”. Él insiste en su petición, pues está convencido de que, en cuanto cliente, tiene toda la razón. La dependienta le aclara que es política de la empresa no deshacer bajo ninguna circunstancia la unidad de cada menú.
- ¡Pero eso no tiene sentido! -espeta E*. - A Uds. les cuesta exactamente lo mismo armar un menú con la misma estructura y sencillamente cambiar el pescado por la carne roja.
- Lo siento, yo sólo cumplo órdenes -responde con amabilidad la dependienta.
- Sus órdenes apestan, ¿sabe? ¡Quiero hablar con el Jefe!
- No está disponible, señor, quizá se encuentre en alguna otra sucursal; pero sería inútil, ¿sabe? Él mismo estableció esta política de ofertas, insiste mucho en este tema y en todo el tiempo que tenemos de funcionar nunca ha cambiado de opinión, es “Éste o aquél”, no hay más opciones.
- Sus normas me parecen absurdas e injustas, ¿sabe? -sentencia E* medianamente alterado.
- Comprendo y lo siento, pero es lo que podemos ofrecerle. Así somos aquí.
- ¡Es insultante! ¿Por qué no puedo sencillamente tener todo lo que quiero, como lo quiero y en la forma en que lo quiero?
- ¿Y yo qué quiere que le conteste? Yo sólo trabajo aquí. Tal vez en otro restaurante le puedan complacer sus gustos, pero aquí nos es imposible. Quizá si Ud. fundara su propio local...
- ¡Maldita sea: bien sabe Ud. que no hay otros restaurantes cercanos! Además, nunca podría poner mi propio restaurante. ¡Quieren matarme de hambre!
- ¡Oh, no, señor, no nos malinterprete! Lo único que Ud. debe hacer es decidirse entre este o aquel menú. Es todo. Ud. calcule qué le resultará más gratificante, piénselo bien y con gusto se lo serviremos.
- Con la cólera que tengo, siento que uno u otro me caerán mal, pues los comería de mala gana, ¡malditos perros!
- ¡Relájese, cálmese! Ud. solito es el que decide tener cóleras cuando pide más de lo que podemos darle. Mire a su alrededor y se dará cuenta de que unos y otros comensales están cada quien con sus platos, unos más a gusto que otros, pero con sus elecciones.
- ¡Pero yo no soy como ellos: yo no me resigno a aceptar sus estúpidas reglas arbitrarias! -se reivindica E* mientras algunos de los otros comienzan a verlo con cierta extrañeza.
- Mire, señor -le responde la dependienta-: como yo no hice las reglas, me da igual lo que Ud. diga de ellas. Pero eso sí le aclaro: tampoco crea que me va a tener toda la tarde en esto... ¡que los platos se acaban y cerramos a las tres!
Los que hacen fila detrás de E* comienzan a mirarlo con cara de “¡pardiez, pero qué ganas de joder las de este tipo!”
E* se dispone a pedir el menú, que cuesta diez dólares, justo la cantidad exacta que tiene en su billetera, ni más ni menos.
La dependienta le muestra las dos opciones. El primer menú inicia con consomé de tortilla, continúa con generosa ensalada de papas en salsa blanca, su plato principal consta de arroz con perejil y alverjas más un filete de dieciséis onzas de carne roja término medio, lleva dos panes con ajo, papas fritas a la francesa e incluye una soda con derecho a relleno. El segundo, en cambio, abre con sopa de chipilín, sigue con ensalada fresca rociada con salsa tejana, su plato principal es alguna variedad de arroz verde más filete de pescado horneado con crema y hongos, dos tortillas humeantes, un copo de guacamole y, de beber, té helado de manzanilla.
Al E* le parece bien el segundo, especialmente por el copo de guacamole, del que siempre ha sido adicto, pero siente que le gustaría muchísimo más la carne roja que el pescado. La dependienta le hace ver que en ese restaurante sólo sirven uno u otro combo, por eso se llama así, “Éste o aquél”. Él insiste en su petición, pues está convencido de que, en cuanto cliente, tiene toda la razón. La dependienta le aclara que es política de la empresa no deshacer bajo ninguna circunstancia la unidad de cada menú.
- ¡Pero eso no tiene sentido! -espeta E*. - A Uds. les cuesta exactamente lo mismo armar un menú con la misma estructura y sencillamente cambiar el pescado por la carne roja.
- Lo siento, yo sólo cumplo órdenes -responde con amabilidad la dependienta.
- Sus órdenes apestan, ¿sabe? ¡Quiero hablar con el Jefe!
- No está disponible, señor, quizá se encuentre en alguna otra sucursal; pero sería inútil, ¿sabe? Él mismo estableció esta política de ofertas, insiste mucho en este tema y en todo el tiempo que tenemos de funcionar nunca ha cambiado de opinión, es “Éste o aquél”, no hay más opciones.
- Sus normas me parecen absurdas e injustas, ¿sabe? -sentencia E* medianamente alterado.
- Comprendo y lo siento, pero es lo que podemos ofrecerle. Así somos aquí.
- ¡Es insultante! ¿Por qué no puedo sencillamente tener todo lo que quiero, como lo quiero y en la forma en que lo quiero?
- ¿Y yo qué quiere que le conteste? Yo sólo trabajo aquí. Tal vez en otro restaurante le puedan complacer sus gustos, pero aquí nos es imposible. Quizá si Ud. fundara su propio local...
- ¡Maldita sea: bien sabe Ud. que no hay otros restaurantes cercanos! Además, nunca podría poner mi propio restaurante. ¡Quieren matarme de hambre!
- ¡Oh, no, señor, no nos malinterprete! Lo único que Ud. debe hacer es decidirse entre este o aquel menú. Es todo. Ud. calcule qué le resultará más gratificante, piénselo bien y con gusto se lo serviremos.
- Con la cólera que tengo, siento que uno u otro me caerán mal, pues los comería de mala gana, ¡malditos perros!
- ¡Relájese, cálmese! Ud. solito es el que decide tener cóleras cuando pide más de lo que podemos darle. Mire a su alrededor y se dará cuenta de que unos y otros comensales están cada quien con sus platos, unos más a gusto que otros, pero con sus elecciones.
- ¡Pero yo no soy como ellos: yo no me resigno a aceptar sus estúpidas reglas arbitrarias! -se reivindica E* mientras algunos de los otros comienzan a verlo con cierta extrañeza.
- Mire, señor -le responde la dependienta-: como yo no hice las reglas, me da igual lo que Ud. diga de ellas. Pero eso sí le aclaro: tampoco crea que me va a tener toda la tarde en esto... ¡que los platos se acaban y cerramos a las tres!
Los que hacen fila detrás de E* comienzan a mirarlo con cara de “¡pardiez, pero qué ganas de joder las de este tipo!”
domingo, 13 de abril de 2008
Sí, somos los mismos.
Después de las más de dos horas de acción y suspenso precolombinos de “Apocalypto”, me resuenan ecos visuales de “First blood” (“Acorralado”, el primer Rambo de 1982, la única buena de tal saga) y algo de “Predator” (1987). En cuanto al contenido, pese a las críticas de los apologistas idílicos de la antigüedad americana, le creo a Mel Gibson cuando dice que hubo investigación histórica para fundamentar la reconstrucción del contexto. Visto lo visto en épocas cercanas y recientes, me parecen verosímiles los campos de cadáveres ennegrecidos, decapitados y descorazonados, pudriéndose al sol tropical, como parte del paisaje; pues las matanzas no son un corruptor aporte europeo hacia el paradisíaco mundo indígena, sino dinámicas humanas de siempre y en todo lugar: las personas ambicionan, sueñan, ríen, dañan, vejan y violan; hombres y mujeres de uno y otro lado del mundo son vengativos, supersticiosos, manipuladores, curiosos, crueles, temen a lo desconocido y ansían controlar el universo para pretender evitar catástrofes.
Comentando otros aspectos, digo que la recuperación y permanencia de los lazos familiares como elemento motivador del personaje principal es un eje válido, verosímil. La actitud serena e incluso sabia de algunos personajes ante su muerte inevitable tiene sólidas anclas antropológicas. El final (dos minutos antes del final) es contundente, casi tan bueno en narrativa cinematográfica como la escalofriante conclusión de “Planet of the apes” (1968), cuando la cámara va sobre el rostro sorprendido de Charlton Heston y poco a poco se nos revela aquel memorable cuadro apocalíptico.
Si no nos ponemos bayuncos e indigenistas, hemos de reconocer que, aquí, este hombre blanco supo hacerla. Eso sí: el haber visto la película en una copia de DVD pirata no me genera ningún tipo de culpa; por el contrario, lo considero una especie de compensación cultural, colectiva y simbólica, como derechos de autor de los posibles antepasados.
Comentando otros aspectos, digo que la recuperación y permanencia de los lazos familiares como elemento motivador del personaje principal es un eje válido, verosímil. La actitud serena e incluso sabia de algunos personajes ante su muerte inevitable tiene sólidas anclas antropológicas. El final (dos minutos antes del final) es contundente, casi tan bueno en narrativa cinematográfica como la escalofriante conclusión de “Planet of the apes” (1968), cuando la cámara va sobre el rostro sorprendido de Charlton Heston y poco a poco se nos revela aquel memorable cuadro apocalíptico.
Si no nos ponemos bayuncos e indigenistas, hemos de reconocer que, aquí, este hombre blanco supo hacerla. Eso sí: el haber visto la película en una copia de DVD pirata no me genera ningún tipo de culpa; por el contrario, lo considero una especie de compensación cultural, colectiva y simbólica, como derechos de autor de los posibles antepasados.
¡Oh, qué tristeza!
Lo que más me gustó de la película "Atonement" fueron un par de detalles de anticipación temporal en la narrativa de la primera parte de la historia, muy memorables. De todo lo demás, no puedo decir sino que la tristeza se nota en las caras, los ambientes y hasta las risas. Es una tristeza nostálgica por algo que, finalmente, nunca ocurrió. Las reseñas insisten en la expiación como tema central: si la vemos globalmente, a partir del argumento, sí, tiene sentido; pero como eso se revela hasta el final (aún más triste), me queda el sabor intenso de esa tristeza perenne, impregnada en la atmósfera, como elemento distintivo. Dignos de mencionar son estos otros detalles: la música, que es muy buena, con antigua máquina de escribir como instrumento sinfónico de percusión; el título en español “Más allá de la pasión”, que es un muy cursi; y que películas como ésta nos inducen a pensar y revalorizar lo que de verdad tenemos, cuando lo tenemos.
viernes, 4 de abril de 2008
Sousa y el guineo
No recuerdo cuántos años tenía cuando, de niño, ya escuchaba cantar la tonada aquella de “¿quién te dijo que pelaras el guineo, viejo feo, barrigón?” sobre fondo de una marcha de banda de pueblo. La pieza ya pertenecía a la cultura popular e incluso estaba grabada, con esa letra y no otra, en una “ensalada” o “medley” de una orquesta tropical salvadoreña de la década de los sesenta (si no me equivoco, dirigida por el célebre músico Paquito Palaviccini). Siempre sospeché que ese gesto espontáneo, fiel reflejo de nuestro intrínseco espíritu guasón, debía basarse en una obra clásica, pero nunca hasta hoy supe en cuál; de hecho, en los discos locales donde aparecía, invariablemente se titulaba así, “El guineo”, y uno de niño huía naturalmente del hiato apegándose a la norma lingüística local, pronunciando “el guineyo, viejo feyo”.
Ahora, ya adulto, me ha desvelado la duda esencial: ¿cuál es la marcha original en la que se basa el cantito? Después de muchas semanas de angustia por lo infructuoso de la búsqueda, pláceme anunciar a un tiempo la recuperación del sueño reparador y el feliz resultado de mis pesquisas. Tras copioso interrogatorio a que fueron sometidos varios músicos de la Orquesta Sinfónica nacional, uno de ellos, el flautista (pero no de Hamelin), tenía el conocimiento y la información exacta: “El guineo” no es sino la pieza titulada “National emblem march”, de John Philip Sousa, el mero rey del género marchístico.
En todo esto, yo veo dos elementos incuestionables:
a) la histórica identificación de la cultura de la gente sencilla con el ideario de la gran nación del norte, pues desde hace décadas tenemos como propia una marcha ligada a la simbología patria norteamericana.
b) la protesta social: sin duda, el viejo feo barrigón a quien se le reclama haber pelado el guineo no es otro sino el mismo Tío Sam, representado en los dueños de las empresas transnacionales, para quienes nuestros países sólo significan terrenos de explotación y provisión de materias primas a costos risibles que les permiten pingües beneficios. Aquí, la denuncia del intervencionismo imperial es tácita y, por lo tanto, más contundente.
Por cierto, 👉🏼 aquí pueden escuchar el trocito en cuestión. ¡Buen provecho!
Ahora, ya adulto, me ha desvelado la duda esencial: ¿cuál es la marcha original en la que se basa el cantito? Después de muchas semanas de angustia por lo infructuoso de la búsqueda, pláceme anunciar a un tiempo la recuperación del sueño reparador y el feliz resultado de mis pesquisas. Tras copioso interrogatorio a que fueron sometidos varios músicos de la Orquesta Sinfónica nacional, uno de ellos, el flautista (pero no de Hamelin), tenía el conocimiento y la información exacta: “El guineo” no es sino la pieza titulada “National emblem march”, de John Philip Sousa, el mero rey del género marchístico.
En todo esto, yo veo dos elementos incuestionables:
a) la histórica identificación de la cultura de la gente sencilla con el ideario de la gran nación del norte, pues desde hace décadas tenemos como propia una marcha ligada a la simbología patria norteamericana.
b) la protesta social: sin duda, el viejo feo barrigón a quien se le reclama haber pelado el guineo no es otro sino el mismo Tío Sam, representado en los dueños de las empresas transnacionales, para quienes nuestros países sólo significan terrenos de explotación y provisión de materias primas a costos risibles que les permiten pingües beneficios. Aquí, la denuncia del intervencionismo imperial es tácita y, por lo tanto, más contundente.
Por cierto, 👉🏼 aquí pueden escuchar el trocito en cuestión. ¡Buen provecho!
miércoles, 2 de abril de 2008
Belleza en oposición
En traducciones, no hay ni puede haber algo exacto, e intentarlo con canciones es garantía de fracaso estruendoso; por eso, las versiones en español de temas populares generalmente no se parecen a sus originales: mientras “Till there was you”, de los Beatles, es una canción de amor de pajaritos revoloteando en árboles de la montaña, “Vuelve a mí” es un ruego nostálgico, inocente y un poco incoherente, pero que suena bien (casi por intuición, es inconcebible que “escucha, hermano, la canción de la alegría” sea la traducción literal de “Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium”).
Pese a lo dicho, me sorprendió mucho que la versión en español de la canción “One night” del grupo irlandés The Corrs (en donde Alejandro Sanz hace el dúo), expresara con bastante precisión un concepto diametralmente opuesto.
El sentido de “One night” es la entrega amorosa total y profunda, pero por una sola noche, una sola vez, irrepetible, fugaz y quizá por ello especialmente intensa: “so for one night, is it alright, that I give you my heart, my love, my heart… just for one night: my body, my soul, just for one night”. En cambio “Una noche”, además de divagar por espacios poéticos no necesariamente argumentativos, insiste en la actualidad del amor a pesar de la distancia: “aún hoy sigo amándote a ti; aún hoy, mi amor, te doy mi cuerpo con alma...”
Fugacidad en una, permanencia en otra... ¿Idiosincrasias opuestas? Quizá, pero a fin de cuentas: ¿no son un buen par de preciosas piezas musicales?
* * *
Posdata: sí, los enlaces para Youtube, aquí para la una y aquí para la otra.
Pese a lo dicho, me sorprendió mucho que la versión en español de la canción “One night” del grupo irlandés The Corrs (en donde Alejandro Sanz hace el dúo), expresara con bastante precisión un concepto diametralmente opuesto.
El sentido de “One night” es la entrega amorosa total y profunda, pero por una sola noche, una sola vez, irrepetible, fugaz y quizá por ello especialmente intensa: “so for one night, is it alright, that I give you my heart, my love, my heart… just for one night: my body, my soul, just for one night”. En cambio “Una noche”, además de divagar por espacios poéticos no necesariamente argumentativos, insiste en la actualidad del amor a pesar de la distancia: “aún hoy sigo amándote a ti; aún hoy, mi amor, te doy mi cuerpo con alma...”
Fugacidad en una, permanencia en otra... ¿Idiosincrasias opuestas? Quizá, pero a fin de cuentas: ¿no son un buen par de preciosas piezas musicales?
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Posdata: sí, los enlaces para Youtube, aquí para la una y aquí para la otra.
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