Algunos en esta vida -de manera velada o descarada, y por los más diversos medios - aspiramos a la fama, eso que nuestro buen amigo el mataburros define como la “opinión que la gente tiene de la excelencia de alguien en su profesión o arte”. Así, queremos ser una persona famosa, o sea, “que tiene fama y renombre”, y esto último como un “epíteto de gloria, o fama que adquiere alguien por sus hechos gloriosos o por haber dado muestras señaladas de ciencia y talento”.
La fama artística, que es el caso, parte de la afirmación del propio yo y se desborda para obtener el reconocimiento de otras personas, cosa que en principio es algo agradable. Sin embargo, vivir por y para la fama, en un plan casi obsesivo, ya no es una sensación tan placentera, sobre todo si consideramos que eso puede despertar un sentimiento de permanente y dolorosa insatisfacción.
La búsqueda y posesión enfermiza de la fama produce más sufrimiento que otra cosa: antes de alcanzarla, se sufre por no haberla logrado aún, y una vez llegada ella, se sufre por incrementarla siempre más y más, o peor aún, por no perderla ni compartirla; mas, como toda gloria es efímera, llegará el momento en que ésta será cosa del pasado y se añorará también dolorosamente.
Pensándolo bien, la fama que de veras importa, aquella que llena y satisface e impulsa a seguir cultivando con alegría los propios talentos, quizá no sea la fama proveniente de 900 ó 90,000 fans, que es un abstracto, un umbral después del cual todo tiene el mismo significado: un número vacío. La fama nutriente y sabrosa... ¡es la que tienes ante las personas a quienes conoces y aprecias!
domingo, 5 de diciembre de 2010
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