En los últimos meses a cierto tipo que conozco le ha dado por la monomanía de conocer la obra completa de este, aquel y el de más allá; labor encomiable desde el punto de vista de la erudición y el mito de la completud, pero de la cual tengo serias reservas que me invitan a no acompañarlo en tal esfuerzo.Cuando uno conoce la obra completa de un autor, inevitablemente acaba descubriendo que no en todos sus momentos fue tan genial ni tan admirable. Uno se da cuenta de que aquello previo a su clímax estético es, si acaso, una prefiguración (con interés puramente académico) de lo que en verdad vale la pena, y lo que viene después suele percibirse como decadencias o banalidades, con lo que a menudo se acaba teniendo una ingrata y equivocada imagen de mediocridad.
Pasó en su tiempo con García Márquez, con su antes y después de sus cien años y el patriarca; pasó -y con mucha mayor diferencia entre unas y otras- con el Salarrué de los "Cuentos de barro" y el insufrible oriental-esotérico; podría pasar hasta con los Beatles (¿alguien ha intentado disfrutar de "Blue jay way"?) y el Teniente Columbo (no quiero ni mencionar un olvidable episodio situado en México, si nos ponemos en afanes de coleccionista); y capaz que hasta con Mozart y Beethoven, que tienen bastantes piezas de puro relleno.
Así pues, cuando me gusta un libro, una canción, una película u otro tipo de obra artística, y por ello quiero más de sus creadores/as, tengo bastante cautela y, ciertamente, no voy a por su obra completa: que es preferible un "hey, qué belleza tan ingeniosa" en lo poco y en lo parcial, que un "ah, después de todo no era para tanto", en lo mucho y lo total. O lo que es igual: al fin y al cabo... ¡el autor sólo es un ser humano!
La experiencia de leer "El Terror", de Dan Simmons, sólo puede ser comparable a la sensación de ir hacia ninguna parte vivida por los tripulantes del Terror y el Erebus atrapados en el ártico durante más de tres años; es decir, sólo se puede leer en las condiciones en que lo leí: sabiendo que era sólo para pasar un cierto inevitable tiempo de espera regularizado, que oscila alrededor de 60 minutos durante dos días a la semana, emergencias aparte, donde no tengo nada-nada más que hacer, ni dormir ni siquiera disfrutar de una vista agradable.
Debido a mínimas y cautelosas circunstancias quirúrgicas, me encuentro en desuso momentáneo de mi ojo izquierdo, con la consiguiente imposibilidad de ver estereoscópicamente (o sea, en "3D") y la ausencia repentina de la sensación de profundidad de campo, más grave cuando la memoria no alcanza para recordar qué está más cerca y qué más lejos en el entorno. Este detalle técnico me hace preguntarme cómo hacían los cíclopes mitológicos para atinarle los garrotazos a sus enemigos. Sin complicaciones a la vista, espero que en un par de días ya pueda levantar la cortina de piel que sobre el globo ocular se tiende al momento de teclear estas líneas y todo vuelva a tener volumen ante la percepción, que esto de la vida monocular interesa sólo como experiencia breve, momentánea y circunstancial.
Vi hace algunos meses "The fall" (2006) y hace unos minutos "The cell" (2000), ambas películas del director Tarsem Singh, un Dalí de la cinematografía. La diferencia entre ambos filmes está en la mayor o menor profundidad de los personajes, aspecto muy mejorado en la más reciente, aunque ambas tramas se siguen con interés. Pero argumentos aparte, a lo que uno se puede volver adicto es a esas colosales composiciones oníricas y surrealistas de lento, precioso y a veces aterrador movimiento. A veces, las imágenes con música pueden llegar a serlo todo.
Finalmente, los lentes de viejito están aquí, en mí. Aun con la relativa molestia de cambiar de aparatos cada vez que deba ponerme a leer, y pese a la incomodidad mínima que supone su permanente portación, enfundados en su estuche, yo los encuentro absolutamente preferibles ante los multifocales o progresivos, que se me hacen traicioneros, estrechos y esclavizantes al libre movimiento capital. Añado que la sensación del nuevo par es increíblemente agradable, como si uno estuviera en una burbuja aeroespacial de medio metro de radio, a nublada distancia del mundo que lo rodea, inmerso únicamente en las palabras que brotan del libro de ocasión con cristalina claridad. Eso sí, a partir de ahora, favor de no confundir: ¡que no por tener presbicia soy presbítero!

